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José García Domínguez

El problema de la derecha en Cataluña

Esos 19 diputados de Salvador Illa no surgieron de una inmensa multitud de catalanes que votó a favor del PSC, sino en contra del PP.

Esos 19 diputados de Salvador Illa no surgieron de una inmensa multitud de catalanes que votó a favor del PSC, sino en contra del PP.
El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, asiste al acto de inicio de campaña en Castelldefels. | EFE

Barcelona estrenó su red de metro el 30 de diciembre de 1924, jornada histórica en la que se puso en funcionamiento su primera línea, la que uniría por el subsuelo de la ciudad a la Plaza de Lesseps con otra plaza mucho más famosa, la de Cataluña. Cien años después de aquel tramo inicial, las vías del metro de Barcelona alcanzan una extensión total de 170 kilómetros, llegando a casi todos los rincones del municipio. Al punto de que únicamente hay un distrito de la capital catalana, uno y solo uno, donde no existe ninguna estación del tren suburbano en servicio. Ese distrito barcelonés huérfano de paradas de metro se llama oficialmente Sarrià-Sant Gervasi y, por lo demás, fue el único rincón incluido dentro del perímetro urbano donde el Partido Popular resultó ser la fuerza más votada el pasado 23 de julio. En Sarrià-Sant Gervasi, al igual que en el resto del territorio español, se habían celebrado unas elecciones municipales apenas mes y medio antes, pero en aquella ocasión la fuerza ganadora entre su selecto vecindario no fue el PP sino Junts per Catalunya, el partido del prófugo Puigdemont, que se impuso con claridad a todos sus demás competidores. Algo que allí ocurre con frecuencia. Huelga decir que Sarrià-Sant Gervasi es el lugar donde poseen sus residencias familiares los ricos más ricos de la Ciudad de los Prodigios.

Una circunstancia, la de esos bandazos de los votantes en función del ámbito territorial de cada comicio, que acaso pueda sorprender a quien no conozca Cataluña por dentro, pero que forman parte, sin embargo, de una tradición muy asentada y que arrastra ya décadas de historia. Así, los ricos de Sarrià-Sant Gervasi votan siempre en clave de tribu cuando se trate de convocatorias locales o autonómicas, pero anteponen su acusada conciencia de clase si lo que anda en juego es el Gobierno de España. Un rutinario y sistemático recurso al llamado voto dual al que, por cierto, no sólo se entregan los habitantes de la zona alta de Barcelona, sino muchísimos más barceloneses y catalanes representativos de una amplia variedad de estratos sociales. De hecho, la promiscuidad (en las urnas) constituye una costumbre autóctona tan arraigada como el engullir cebollas crudas embadurnadas en salsa grasienta, siempre con un babero al cuello y en compañía de una multitud vociferante de comensales. De esos alegres e incluso algo frívolos cambios de pareja en función de la circunstancia, los tan típicos de la plaza, pudieron beneficiarse en el pasado todos los partidos, incluido el PP (no se pueden entender de otro modo aquellos 768.000 votos y 12 escaños que consiguió Aznar en el escrutinio del año 2000).

Porque resultaba de lo más normal que nacionalistas de los de segunda residencia en la costa votaran al PP de forma ocasional en las generales —sobre todo cuando tenía posibilidades de ganar—, al tiempo que otros tantos simpatizantes domésticos de la derecha española se inclinaban por CiU en las autonómicas, y también para impedir el acceso de la izquierda al poder. Pero, con la única excepción de los muy peculiares y acaudalados vecinos de Sarrià-Sant Gervasi, el procés acabó de golpe con aquellos constantes trasiegos entre la derecha de exclusiva obediencia autóctona y la estatal. Y acabó para siempre. En Cataluña, el mundo ahora ya abiertamente independentista configura una comunidad no sólo política sino también social, sobre todo, social; una comunidad articulada de mil maneras en torno a una maraña de relaciones personales en el ámbito de la vida cotidiana. Y esa mezcla tan intensa de lo personal y lo político, una confluencia que se traduce en que la comunidad nacionalista actúe en gran medida como un submundo cerrado y autorreferencial dentro de la sociedad catalana, es lo que ahora, tras la intensa fractura emocional que conllevó la intentona secesionista, hace imposibles los trasvases con la derecha española.

En puridad, esos 19 diputados de Salvador Illa el 23 de julio, los mismos que le acaban de costar la presidencia del Gobierno a Alberto Núñez Feijóo, no surgieron de una inmensa multitud de catalanes que votó a favor del PSC, sino de una inmensa multitud de catalanes que votó contra el PP. Algo que certifica un hecho, el de los resultados de las listas al Senado, que ha pasado casi desapercibido. Y es que los candidatos para el Senado del PSC, gran triunfador en las votaciones al Congreso, obtuvieron cerca de un 12% de votos menos, en promedio, que los integrantes de las listas para la Cámara Baja de su mismo partido en las cuatro provincias. En Cataluña, pues, se vota contra el PP, no a favor del PSOE. Así las cosas, la recurrente intención por parte de Génova de tratar de ampliar la base de su electorado en Cataluña por la vía de hacer guiños a la retórica catalanista más tibia es algo que no conduciría a ninguna parte. Y ello porque la base del PP en Cataluña, no nos engañemos, siempre ha sido la misma y siempre será la misma.

El PP catalán no puede crecer mucho más porque representa a una facción de una comunidad cultural orillada, no a una ideología política. Y sus límites son los mismos límites de esa facción cultural. En cuanto a sus expansiones puntuales en el pasado, únicamente fueron el fruto de préstamos también puntuales por parte del nacionalismo conservador, solo eso. El Ciudadanos original, aquel partido previo a la huida rumbo a Madrid para hacer las Américas del grupo de frívolos aventureros que lo dirigían, hubiese sido la solución a ese problema sin solución que hoy tiene el PP. Ciudadanos, a diferencia del PP, sí podía agrupar bajo sus siglas a la parte mayoritaria de la comunidad cultural autóctona que piensa y siente en castellano. Y lo podía hacer porque el grueso de esa comunidad, votante tradicional de los socialdemócratas, no se identifica ni con los valores ni con los programas de la derecha. Al PP le hubiese bastado con no haber hecho todo lo posible por destruir Ciudadanos. Pero ahora ya es demasiado tarde.

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