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Fernando Simón Yarza

Amnistía anticonstitucional

Su término lógico no es la reconciliación, sino la legitimación de quienes buscan la desintegración de nuestro "proyecto sugestivo de vida en común".

Su término lógico no es la reconciliación, sino la legitimación de quienes buscan la desintegración de nuestro "proyecto sugestivo de vida en común".
Carles Puigdemont. | EFE

En los últimos días, algunos de nuestros juristas más prestigiosos e independientes se han pronunciado, de manera rotunda, en contra de la constitucionalidad de la amnistía. En la misma dirección apunta, muy probablemente, la opinión de la gran mayoría de los expertos en Derecho, aunque no faltan voces —bastante más escasas en número, según creo constatar— que sostienen lo contrario. Como si todos los gatos fuesen pardos, se han hecho analogías con las llamadas "amnistías fiscales", o con contextos comparados que poco tienen que ver con el que vivimos. Se han esgrimido elaboraciones técnicas que seleccionan, componen y descomponen los elementos que ofrece el Derecho —los llamados tópicos (topoi) jurídicos— apartando la mirada del núcleo del problema. Es absurdo, sencillamente, pretender que "la solución más técnica" sea exactamente la que conduce a avalar la demolición de la legitimidad constitucional, como si no cupiera hilvanar los tópicos y argumentos de manera adecuada a lo que, inequívocamente, conduce la prudentia iuris. El Derecho es un orden técnico al servicio de fines humanos, éticos y políticos; fines, por cierto, a los que las Constituciones tratan de conferir cierta fijeza como tópicos escritos. Al desconectarse completamente de su sentido, el Derecho pierde eo ipso todas las cualidades que lo legitiman como buena técnica. Buena técnica es la desarrollada por aquellos juristas —algunos, ampliamente admirados en la academia— cuyos razonamientos están a la altura del gravísimo problema al que nos enfrentamos. En ellos sí ha calado, en definitiva, la advertencia del mayor juez de la historia constitucional norteamericana, John Marshall: "Nunca debemos olvidar que es una Constitución lo que estamos interpretando" (We must never forget that it is a constitution we are expounding).

A la vista de cuanto se ha publicado, no es necesario desarrollar los contundentes argumentos contra la amnistía, ampliamente difundidos, que apelan al principio del Estado de Derecho (art. 1.1 CE); a la igualdad ante la ley (art. 14 CE); a la potestad exclusiva de los jueces y tribunales para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (art. 117.3 CE); o a los debates constituyentes, en los que se rehusó explícitamente introducir la amnistía entre las potestades de las Cortes. El contraargumento que alude a la Constitución como un orden-marco, que permitiría al Parlamento legislar en todo aquello que no le está vedado, resulta en sí mismo equívoco; y, aplicado a este caso, falaz. Como norma suprema, la Constitución prohíbe legislar frontalmente en contra de cualquiera de sus preceptos, sean reglas o principios. De ordinario, obviamente, es más fácil identificar el quebrantamiento de una regla precisa que el quebrantamiento de un principio. Ahora bien, la misma vaguedad que hace posible el abuso de los principios por parte de quienes, indebidamente, acotan en exceso la actuación del legislador; hace también posible su abuso por parte de quienes, en sentido opuesto, se escudan en ella —en la vaguedad— para negar al principio cualquier virtualidad jurídica. Privar al legislador de auténtica vinculación jurídica, y no sólo política, a los principios que vertebran el orden constitucional, es inaceptable.

La Constitución constituye la decisión fundamental sobre el modo político de existencia de un pueblo. Es simultáneamente decisión soberana, pacto político y norma jurídica fundamental. No puede considerarse lo uno con independencia de lo otro. En este sentido, la amnistía que pretende Puigdemont es, lisa y llanamente, una grosera vejación del orden constitucional. Sus palabras del pasado 5 de septiembre dejan claro que estamos ante una amnistía no sólo inconstitucional, sino anticonstitucional. Con la insolencia del prófugo, hors la loi, sostiene contumazmente que "no ha renunciado ni renunciará a la unilateralidad como recurso legítimo para hacer valer los derechos del pueblo catalán"; y exige "el abandono completo y efectivo de la vía judicial contra el independentismo y los independentistas". No deja lugar a dudas sobre el significado de la amnistía que pretende: "El 1 de octubre no fue un delito, como tampoco lo fue la declaración de independencia, ni las protestas masivas contra la represión y la sentencia del Tribunal Supremo". Y advierte a sus interlocutores de que "el abandono de la represión al independentismo democrático es una exigencia ética y tiene que ser permanente". "Ninguna de estas exigencias previas —concluye cínicamente— es contraria a la Constitución".

Reflexionemos por un momento sobre el significado de la institución de la amnistía, y sobre la repugnante burla que supondría aplicarla en esta situación. La amnistía constituye el sacrificio de la pretensión de tener razón, con el noble propósito de poner término a un conflicto civil. Narra Esquilo en la Orestíada que las antiguas instituciones de Atenas fueron establecidas cuando Atenea aplacó a las Furias o Erinias, que exigían la muerte de Orestes, y las convirtió en benévolas Euménides. La diosa griega mostraba así mayor sabiduría política que Sarastro, el cual, en La flauta mágica, aniquila a la Reina de la Noche. La amnistía de Atenea fue legítima y trajo la paz, lo mismo que la primera amnistía real que recibió dicho nombre (amnestia), después de la caída de los Treinta Tiranos, tratando de poner fin a las funestas consecuencias civiles de la Guerra del Peloponeso. O nuestra propia Ley de amnistía de 15 de octubre de 1977, en cuyo primer artículo se limpiaba la responsabilidad criminal por "todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis". En todos estos casos, se trataba de un acto colectivo de perdón y olvido, con el fin de pasar página de cara a la reconciliación nacional y la renovación del "proyecto sugestivo de vida en común" (Ortega) que es la nación.

Se da la paradoja de que, los que hoy parecen abiertos a negociar amnistías espurias, son los mismos que ya han transgredido el espíritu de la amnistía de 1977, revolviendo el pasado y desenterrando muertos para emular a Sarastro, tanto en sus ademanes solemnes y humanitarios, como en el propósito que bajo aquéllos anida: aniquilar todo vestigio de su Reina de la Noche. "A quien tales enseñanzas no alegran, no merece ser un hombre" —así termina el aria célebre de Sarastro, una "tolerante" divisa que bien podría estar en boca de nuestros guardianes de la memoria democrática—. Al mismo tiempo, sin embargo, parecen abiertos a conceder una amnistía cuyo término lógico no sería el de aplacar a las Erinias, sino exactamente el contrario: legitimar las furias de quienes declaran no haber delinquido y, con desprecio patente hacia el Estado democrático de Derecho, prometen volver a hacerlo, hasta lograr la desintegración de este nuestro "proyecto sugestivo de vida en común". Anulado el delito, ¿exigirán los condenados del procés un resarcimiento económico por la "represión" injusta que dicen haber sufrido? ¿No habrá de otorgárselo el Estado, toda vez que, renunciando a tener razón, conceda que no delinquieron, que su delito no fue un delito? ¿Replicaremos las indemnizaciones concedidas a quienes se acogieron a la amnistía de 1977 (cfr., v. gr., la Disposición Adicional 18ª de la Ley 4/1990, de 29 de junio, de Presupuestos Generales del Estado para 1990)? ¿Haremos a Puigdemont y los suyos acreedores de ese mismo trato?

Fernando Simón Yarza

Profesor Titular de Derecho Constitucional
Universidad de Navarra

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