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Juan P. Ledesma

La cultura del poder

Nunca el éxito fue síntoma de auténtica inteligencia, sino de la calidad del depredador que mira por sus propios intereses.

Nunca el éxito fue síntoma de auténtica inteligencia, sino de la calidad del depredador que mira por sus propios intereses.
Pedro Sánchez en Bruselas. | Europa Press

No sé si esto es aplicable a todos los campos, pero en política esos tipos tan brillantes y guapos a los que todos admiran son precisamente los más peligrosos. Nunca el éxito fue síntoma de auténtica inteligencia, sino de la calidad del depredador que mira por sus propios intereses (Elon Musk, Javier Milei, Pedro Sánchez, etc.) Prefiero mil veces al hombre gris que ha ido escalando humildemente posiciones y trabajando cada paso que ha dado para aprender sobre la naturaleza humana. Prefiero la sabiduría del pequeño, del sufrido, del discreto, del hombre o mujer que guarda en su corazón —escondido bajo cientos de capas sobre las que se estrellan la audacia de los estúpidos— un proyecto de vida coherente y una humildad orgullosa. Prefiero un buen gestor antes que una brillante figura pública. A menudo esos bocazas que se comen el mundo acaban haciéndonos la vida más insoportable a los demás. Y puestos a hablar de bocazas, ya que el sustantivo acaba en A, incluyamos también a las mujeres. Eso, como tantas otras cosas, no es solo cosa de hombres.

Sin embargo, mis preferencias no son las de la mayoría de los españoles. Cuando lo de las autonómicas, un conocido de férreas ideas socialistas me manifestó su asombro de que la gente no les haya votado en masa, ya que lo están haciendo todo muy bien, porque las acusaciones de "la derecha" son solo eso, mentiras, y lo que importa es que la coalición en el poder está manteniendo los logros y beneficios sociales frente a la privatización que promueve la empresa privada, siempre ávida de optimizar los beneficios a costa del trabajador. Yo, desde la objetividad de la distancia, le revelé que el tema económico —aunque no estaba muy de acuerdo en que fuera tan bien, de hecho, más de dos millones de españoles nos encontramos trabajando en el extranjero por esa razón— no es lo que está motivando este cambio de rumbo, sino lo cultural. ¿Cultural, esas "tonterías" del feminismo, el lenguaje inclusivo, las leyes LGTB que se quieren imponer en todo el territorio nacional, la promoción del hedonismo y el consumismo o la insistencia en la violencia machista y en los "fascistas casposos" que no quieren aceptar las nuevas tendencias? Lo que importa es la economía, y la economía va bien, me dijo.

Efectivamente, hubo un antes y un después de la guerra civil, y el español vencido surgido de esas ruinas se caracterizó por un desprecio olímpico de todo lo cultural, por un rechazo de las viejas costumbres, de la arquitectura tradicional y de lo ancestral, específicamente de la religión católica, pero por extensión de cualquier sentimiento místico-religioso. En esa aniquilación cultural se daba también un rechazo visceral a una dictadura que había promocionado estatalmente la "cultura" en sus manifestaciones más tradicionales e inofensivas. Todo eso había que tirarlo por la borda para "modernizar" España, y se hizo concienzuda y sistemáticamente, como somos los españoles cuando nos ponemos obsesivamente a una tarea. Los portugueses, en cambio, son bastante más moderados tanto en su política como en el respeto a sus tradiciones culturales. Las conservan por si acaso, aunque luego tengan otros problemas... ¿Quizás el de la melancolía de aferrarse al pasado?

"Pa poesía, no", me dijo una vez un campesino hablando de la explotación de una finca, y en ese sentido su actitud coincidía con la de los grandes tiburones inmobiliarios que arrasaron con las zonas costeras para instaurar la economía del turismo de masas. Lo que importa es el negocio y el progreso, y, aunque eso sea verdad para el beneficio material, no lo es para el espiritual. Es cierto que la dictadura de Franco trató de compensar los excesos capitalistas del desarrollismo con la protección de algunos aspectos culturales, pero se quedó en el folklore, en los bailes y cantes populares y en la "alta cultura" que tan orgullosamente predica Mario Vargas Llosa. Dentro de ese programa estaban los paradores nacionales, pensados en principios para una clase acomodada que se podía permitir viajes de lujo y quería gozar de espacios exclusivos con un servicio impecable. También el franquismo fomentó "desde arriba" una espiritualidad enfermiza que decayó en rituales vacíos de sentido y que al final, ayudado por los nuevos aires que venían de Centroeuropa gracias al turismo que ese mismo franquismo había atraído, dio al traste con el nacional-catolicismo.

La verdad es que la mayor parte de la actual "derecha" en España hunde su justificación última en un sentimiento religioso apoyado en la Iglesia Católica, ahora en renovación. Se sienten amenazados por la corriente anticlerical de la izquierda que desmonta valores y tira por tierra todo tipo de creencias sin sustituirlas por nada, sino es por una vaga "ética" social que antes se llamaba filantropía y que supone al ser humano bueno por naturaleza, pero pervertido por un equivocado camino de codicia, competencia social y, consecuentemente, diferencia de clases. El Estado debería pasar a intervenir esta situación de "injusticia social" con políticas correctoras apoyadas en una burocracia al servicio de los más desfavorecidos... que a su vez se han revelado "abusadores" de esas políticas y que no son tan buenos como se los suponía, sino que, una vez "empoderados" o "empoderadas" con ayuda de los resortes del Estado, van a aprovecharse al máximo para optimizar bienestar y beneficio, exactamente como haría un capitalista. Eso sin hablar de los que han acumulado resentimiento de años —incluso heredado de sus ancestros, injustamente tratados por la "sociedad disciplinaria" de antaño— y que ahora pretenden vengarse o, cuando menos, resarcirse. En ese sentido me confesaba secretamente una amiga de derechas que la mayor parte de la izquierda extrae sus motivaciones de un resentimiento social, de "querer ser como los ricos", y no de una convicción ideológica profunda porque crean que nos espera la sociedad utópica una vez que hayamos derribado las barreras sociales, como nos quieren vender. Marx diría que de las condiciones en las que viven extraen su ideología, y no al revés como piensa mi amiga... Ah, y que "la religión es el opio del pueblo".

No es extraño que el español sea tan aferrado a la seguridad y que, para alcanzarla, no le importe sacrificar cultura, costumbre y tradiciones. En nuestra Historia se ha dado mucho sufrimiento en el pueblo, pisoteado primero por la aristocracia y luego por la burguesía. La guerra civil, la posterior represión franquista —sobre todo en la posguerra— y el aislamiento internacional con sus años de hambre acentuaron ese sentimiento de carencia e inseguridad. Había que trabajar continuamente para sobrevivir sin pararse en nada espiritual o reduciendo lo emocional a su mínima expresión, mientras que "los ricos" se daban todos los lujos del ocio contemplativo. Ahora el pueblo español quiere ser "como los ricos" y darse al ocio, a la buena vida... a costa de los presupuestos del Estado. Naturalmente eso que lo paguen los ricos ahora, que trabajen para mantener el sistema, el "estado del bienestar". Se ha encontrado la fórmula maestra con típica genialidad española: la derecha que recupere la economía para que se la gaste la izquierda cuando llegue al poder... y vuelta a empezar.

El otro día vi por casualidad la película Historias del Kronen en la 2, aunque ya empezada, y me impresionó favorablemente. Tras la película hubo una pequeña tertulia-comentario en la que, aparte de la presentadora del programa, estaba el director Montxo Armendari, un crítico de cine y otro cineasta español que realiza películas en esa línea, aunque más actuales. Se habló del protagonista como un personaje desorientado, transgresor, provocador, egocéntrico, existencialista (nihilista incluso), autodestructivo a través de las drogas, el alcohol y el placer, que no respeta tabús ni convenciones sociales, que roba a su familia de clase media-alta... para acabar por definirlo con un solo tópico: machista. Y más interesante aún fue el comentario de la presentadora a las palabras de Montxo Armendari, que dijo más o menos: "Claro, ese muchacho representante de la sociedad en la transición española que no tenía una ideología sobre la que orientar su vida, se daba a todos los excesos...", porque (aunque no lo dijo) los valores de sus padres ya no tenían sentido para él. Ciertamente que aquellos "valores" del Franquismo eran cultura, aunque fueran una "cultura facha" que había durado 40 años y que nos había hecho vivir en la "sociedad disciplinaria" un poquito más que el resto del mundo occidental desarrollado (hablo de los Estados Unidos y de Europa Occidental naturalmente, el resto del mundo no cuenta en ese sentido).

Y toda cultura o sociedad están regidas por una ideología que, como bien dice una amiga psicóloga, está cambiando de signo. El poder se arrima instintivamente a la ideología reinante sin importarle las consecuencias. Antes era el nacional-catolicismo, ahora es el agnosticismo olímpico, la tolerancia máxima, el buenismo y el wokismo importado de los Estados Unidos que se traduce o que engloba las más radicales tendencias feministas y LGTB. Ahora la Inquisición no es ya de la iglesia católica, apostólica y romana, o de las "buenas costumbres" que vigilaba la sociedad burguesa instalada en las convenciones, sino de un movimiento que busca cambiar los arquetipos, que está aunando el nuevo capitalismo con la inversión de los valores culturales.

Sin convenciones y sin límites, flotamos actualmente en un océano difuso de permisibilidad en el que la gente se está empezando a ahogar porque buscan tierra firme bajo los pies sin haber aprendido a nadar. Ni tanto ni tan calvo, porque, contradiciendo a la presentadora, no es precioso aferrarse a ninguna ideología, sea de derechas o de izquierda, sino aprender a flotar en el océano de las ideas porque confiamos en el agua del mundo. La sólida piedra, que creíamos haber encontrado y sobre la que nos instalamos cómodamente creyendo en la eternidad de esas ideas, está cayendo en el espacio a una velocidad vertiginosa, con nosotros encima. Ese es nuestro planeta Tierra y esa es la especie humana, tan convencida de sus verdades que quiere imponerlas a los demás por la fuerza. Porque, por buena que creamos una cosa, no hay que predicarla con espíritu misionero para sacar de su error a los que creemos equivocados; a lo más ofrecerla, hacerla asequible mediante el ejemplo al que libremente la quiera abrazar.

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