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Carmelo Jordá

Israel: si no existiese, habría que inventarlo

Israel es, como ningún otro país en el mundo, un refugio, una fortaleza.

Israel es, como ningún otro país en el mundo, un refugio, una fortaleza.
Banderas de Israel en una manifestación de repulsa a los atentados de Hamás. | Pixabay/CC/BruceEmmerling

Aquí me tienen ustedes, todo un liberal convencido, empezando un artículo para explicar por qué un Estado es necesario. Sí, es cierto que soy otro de esos minarquistas maricomplejines y nunca me he encontrado demasiado cómodo en las propuestas más anarquistas del liberalismo, pero de ahí a defender a un Estado… entiendan que no me encuentro cómodo del todo.

Por otro lado, también es verdad que no estoy hablando de un Estado cualquiera: Israel es, como ningún otro país en el mundo, un refugio, una fortaleza. Y no lo es para cualquiera sino para el pueblo que más ha sufrido la persecución durante, al menos, los últimos mil años de historia.

Los judíos han tenido el tesón de mantener su religión y su identidad pese a ser un grupo pequeño en todos los sitios en los que se establecían, algo insólito en un mundo de religiones vinculadas al poder político y príncipes y soberanos que decidían a quién adoraban sus súbditos.

Su perseverancia ha tenido un coste, un coste terrible: allí donde era necesario un cabeza de turco estaban ellos, allí donde había que entretener a las masas con una carnicería estaban ellos, allí donde un cura o un fraile querían hacerse más ricos o más poderosos estaban ellos, y allí donde alguien tenía ganas de robar, matar y violar impunemente siempre había una judería disponible.

Así ha sido durante siglos: no porque los judíos tuviesen una especial maldad que todos los demás reconociesen, ni porque matasen a Cristo o cualquiera de las locuras de las que se les acusó durante siglos, sino porque en todos lados era los distintos.

¿Qué pasaría sin Israel?

Volviendo a la actualidad: en la estupenda entrevista que mi compañera Sandra León le hacía estos días a un profesor israelí de origen brasileño nos daba una clave del horroroso atentado de Hamás en el sur de Israel sobre la que no he visto a nadie más llamar nuestra atención, pero es una de las grandes verdades que se han dicho sobre el 7 de octubre:

Esta vez hemos tenido la exacta noción de qué pasaría si el conflicto no fuera desproporcional. Nunca, en ningún momento desde el inicio del conflicto, el ejército israelí, con mucho más poderío militar, ha matado a tantos palestinos en un solo día como Hamás mató en siete horas.

Esa es la realidad: a lo largo de su sangrienta y despreciable historia, Hamás no ha matado más judíos por una sencilla razón: porque no ha podido. Y lo que durante este tiempo ha impedido que esos sádicos fuesen por ahí asesinando, violando y cortando cabezas de bebé han sido algunas de las instituciones clásicas del Estado que Israel ha logrado poner en marcha: el ejército, los servicios de inteligencia, las propias fronteras…

Piensen lo que habría sido Oriente Medio en los últimos 75 años sin Israel. Más aún: imaginen un mundo en el que los judíos fuesen una minoría en todos los países sin un Estado que les apoyase, protegiese y sirviese de refugio. No tendrán que esforzarse mucho porque, como les contaba unos párrafos más arriba, exactamente eso era la civilizada Europa hasta 1948 y el resultado fue una sucesión de expulsiones, pogromos, carnicerías y persecuciones que culminó con el mayor crimen de la historia.

El proyecto sionista nació mucho antes del Holocausto y, de hecho, la Shoá se cebó con las comunidades más sionistas del mundo, que estaban sobre todo en el este de Europa, es decir, que el sionismo no es una reacción a la barbarie nazi. Pero los crímenes de Hitler y los suyos sí hicieron evidente la necesidad de que existiese, al menos, un lugar al que los judíos pudiesen huir porque, quizá ustedes no lo sepan porque es un capítulo de la historia de Occidente del que no se habla mucho, todos los grandes países cerraron sus puertas a los judíos alemanes cuando ya eran tratados como basura por el régimen nazi.

Habrá mucha gente que, con toda la buena voluntad del mundo, piense que no, que precisamente tras el Holocausto el proyecto sionista era innecesario porque la repetición de algo tan atroz es imposible, que el mundo se ha vacunado contra esa forma extrema de antisemitismo y que, al menos, los seis millones de muertos sirvieron para eso. Es bastante obvio que Hamás e Irán tienen una opinión distinta, pero no es el único ejemplo que tenemos de que esa idea, por desgracia, está muy equivocada. Sin ir más lejos: desde 1948 cerca de un millón judíos fueron expulsados de los países árabes en los que vivían desde hacía siglos. Lugares como Marruecos, Yemen, Irak, Argelia, Egipto o Libia se quedaron prácticamente sin un solo judío y la mayor parte de ellos, sobre todo los más pobres, fueron a Israel.

¿Qué creen que les habría pasado a esas familias, muchas de las cuales llegaron a su nuevo hogar con una mano delante y otra detrás porque les habían robado todo lo que tenían, si Israel no hubiese existido?

Y miren qué curioso: mientras Israel es acusado de apartheid y de muchas cosas peores contra los palestinos o su población no judía, sólo en Abu Gosh, una pequeña ciudad a las puertas de Jerusalén, viven más del doble de árabes que el total de judíos en todos los países desde Marruecos hasta Irak.

No, no es por Israel

De nuevo habrá gente bienintencionada que me dirá que mucho de ese odio y de esos problemas se deben, precisamente, al nacimiento de Israel, que ha sido un cuerpo extraño en un entorno árabe y musulmán y ha provocado fricciones y guerras.

Les confieso que me gustaría que fuese así, porque eso significaría que no nos enfrentamos a un antisemitismo tan feroz y tan profundo, pero no: Israel sólo ha sido la excusa para modernizar, actualizar y justificar el odio que ya estaba allí, que siempre ha estado allí y que en cada época se ha vestido con un ropaje distinto. Ya me dirán ustedes, por ejemplo, qué mal les ha hecho Israel a los feroces antisemitas que inundan las universidades americanas, por poner sólo un ejemplo.

Más ridículo aún resultaría culpar a Israel de la evolución de un islam que en prácticamente todo el mundo –¡incluso en Europa!– es cada día más radical, más oscuro, más fanático y, por supuesto, más antisemita. Y por último, no olvidemos que la organización que ha dado origen y soporte ideológico a la mayor parte del islamismo en todo el planeta, los Hermanos Musulmanes, nació en 1928, veinte años antes de la existencia de Israel.

Un país que vale la pena

No quiero terminar este artículo sin hablar de algo que no tiene tanto que ver con la guerra o el antisemitismo, pero que me parece también importante: Israel no sólo es necesario sino que es maravilloso.

Un país en el que, con algunos problemas como en muchos sitios, ha convivido y convive la población más diversa del mundo: llegados desde cinco continentes los israelíes adoran a distintos dioses –la mayoría son judíos, sí, pero un cuarto de la población no lo es– y son muy, bastante, poco o nada creyentes; algunos viven casi en la edad media y otros en la frontera más avanzada del siglo XXI; y tienen aspectos tan diferentes que sus grandes ciudades son auténticas pasarelas de personalidades, modas y mandamientos.

Un país que ha sabido ser un oasis de libertad en un mar de tiranías, con una vida política incluso demasiado intensa y que celebra en unos años tantas convocatorias electorales como todos sus enemigos sumados en dos décadas; que ha sabido crear unas instituciones fuertes, a pesar de tenerlo todo en contra; en el que todo el mundo puede hablar, opinar y estar en desacuerdo, cosa que hacen con especial fruición.

Un país que, pese a recibir oleada tras oleada de inmigrantes pobres, ha generado riqueza y prosperidad y disfruta hoy en día de un nivel de vida más alto que el de España y muchos países de la UE.

Un país alegre, en el que la gente sale, se encuentra en la calle, cena, baila, viaja y disfruta de la vida, pese a saber que están rodeados de asesinos que están deseando acabar con ellos.

Un país que, encima, nos defiende del fanatismo, que es el Muro y la Guardia de la Noche que nos separa de los salvajes capaces de cortar cabezas de bebé.

Un país, en suma, que si no existiese habría que inventarlo.

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