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Jorge Freire

La banalidad del bien en la era del 'wokismo'

Para el wokismo, como para el luteranismo, no hay posibilidad de humanidad purgante, que ha pecado pero quiere y puede redimirse.

Para el wokismo, como para el luteranismo, no hay posibilidad de humanidad purgante, que ha pecado pero quiere y puede redimirse.
Manifestación feminista. | David Alonso Rincón

El clima de absolutismo moral que de un tiempo a esta parte respiramos supone, ante todo, una obsesión con el pecado. Yerran quienes creen que es un asunto exclusivamente religioso. En su segunda acepción, el diccionario lo define como "cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido". Curiosa paradoja es que desaparece del discurso justo cuando la demonización del enemigo se vuelve habitual. Esto, como explica Tom Holland en Dominio, se corresponde con la actitud de algunas sectas del cristianismo primitivo, como el pelagianismo. Si para Agustín todos arrastramos el pecado original, para Pelagio podemos ser virtuosos y perfectos por nuestras acciones, lo que nos legitima para lanzar la primera piedra.

Obvia es la entraña protestante del movimiento woke. Para el wokismo, como para el luteranismo, no hay posibilidad de humanidad purgante, que ha pecado pero quiere y puede redimirse. Nadie puede perdonar al pecador. Lutero y su discipulado tiraron abajo la Ecclesia Dolens, clausurando definitivamente el purgatorio en que las almas expiaban sus pecados. Ese estado de purgación, que hacía de la Ecclesia Dolens una Ecclesia Expectans, es una pérdida de tiempo cuando se anda con prisas. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy y no dejes que se haga justicia en el más allá si puedes impartirla ahora mismo. No hace falta purgatorio cuando vives en un estado policial, como la Ginebra de Calvino. Su democratización no se culminó al ordenar sacerdotes a los zapateros, sino al regalar una entrada diaria al averno a todo quisque.

En castellano pena y penitencia comparte raíz etimológica. Pero el último dios apócrifo, que es el dios woke, habla en inglés.

Hago mías las palabras del Juan de Mairena de Machado: "Que Dios nos libre de los dioses apócrifos, en el sentido etimológico de la palabra: de los dioses ocultos, secretos, inconfesados. Porque estos han sido siempre los más crueles, y, sobre todo, los más perversos". Toda secta niega su sitio en el mundo a la Ecclesia Dolens por una sencilla razón: secta es aquella organización –religiosa, política– en que todos sus miembros son militantes; militans, en latín, es el que se prepara para la guerra.

¿Sálvese quien pueda? Tan solo hay ganadores y losers, a los que ya no salva ni Dios.

Según el filósofo John Gray, "el occidente actual es más ferozmente santurrón que cuando se declaraba cristiano". Acaso no se haya estudiado lo suficiente el colapso protestante que tuvo lugar en Estados Unidos durante los años setenta del pasado siglo, y que constituye uno de los acontecimientos más trascendentales de su historia. El protestantismo es uno de los elementos que ha troquelado el país: influyó en la abolición de la esclavitud, en el sufragio femenino, en el movimiento por los derechos civiles… Hasta perder fuelle a mediados de los setenta.

En ese momento, la corriente principal del protestantismo se secó, en expresión de Joseph Bottum. Según este autor, lo que mató a las iglesias protestantes fue su blandura. En tiempos de incertidumbre, no hay mayor asidero que unas creencias firmes. Hoy vuelve el principio religioso disfrazado de movimiento político: exámenes de conciencia con que hacer escrutinio de los pensamientos inadecuados (una reciente tribuna en un medio nacional afirmaba que "toda violencia verbal o de pensamiento contra una persona es una violencia física") y con que tomar conciencia del privilegio blanco, que ocupa el sitio del pecado original. Los acusadores son pelagianos y los acusados, agustinianos. Puede que el protestantismo se secase, pero, como enseña Nietzsche, las aguas de la religión dejan charcos.

Según Bottum, el experimento estadounidense es un taburete con tres patas: la democracia otorga participación en la identidad nacional, aunque tiende a la vulgaridad; el capitalismo da salidas a la ambición, pero menoscaba las virtudes; y la religión da sentido, aunque inclina al conformismo. ¿Acaso el desvarío woke, tras el colapso protestante, asura a ser uno de esos tres puntales?

Hölderlin decía que todos aquellos que han intentado bajar el Cielo a la tierra han convertido la tierra en un infierno. Por paradójico que resulte, es posible imaginar el Más Allá como un lugar de gozo más propio de mortales que de espíritus; hay, de hecho, quien espera encontrar un escuadrón de lozanas huríes. Más difícil parece pecar en el infierno, donde en resumidas cuentas se va a sufrir. Uno se acuerda del deseo que el diablo concede al eremita Acracio en Las siete columnas, la extraordinaria novela de Wenceslao Fernández Flórez: librar a la humanidad del pecado. Lo que en principio parece una buena noticia acaba resultado una catástrofe. La abolición de la avaricia destruye la economía y el fin de la lujuria liquida la natalidad; la abolición de la gula, que en un primer momento acaba con la obesidad, termina reduciendo el acto de comer a una necesidad fisiológica que se lleva a cabo a solas; al desaparecer la soberbia, desaparecen los políticos y los líderes, y los viejos aristócratas se unen bajo el nombre de Los Canteros Reparadores con el fin de tirar abajo las estatuas de todos los antiguos mandatarios, cual si fueran activistas de pelo azul de la Universidad de Columbia. Las siete columnas en que se apoyaba la sociedad y que dan título a la novela eran, sobra decirlo, los siete pecados capitales. Sin ese punto de picante, la vida luce exangüe y macilenta, desnaturalizada e impermeabilizada por un puritanismo que quiere hacer del mundo un lugar sonso, indiferente y con olor a ambientador de coche, pero sin coches.

La banalidad del bien es el refuerzo del mal. Un estudio publicado en 2020 por investigadores de la Universidad de British Columbia, de Vancouver, revelaba la conexión entre las personas que se dedica a la exhibición de virtud y la llamada "triada oscura", una suerte de cuadro psicológico en que confluyen rasgos psicopáticos, manipuladores y narcisistas. Del estudio se concluía que el victimista suele hacer uso del chantaje y la intimidación para conseguir sus fines, cuanto que el estatus de víctima confiere legitimidad, y que la manipulación moralista nunca encubre nada bueno. El exhibicionista precisa del enemigo schmittiano para definirse como bueno: "tengo que confrontarme con él combatiendo –decía Schmitt en su Teoría del partisano–, para así obtener mi medida propia, mi frontera propia, mi figura propia". Por eso quienes defienden la empatía solo la muestran con el grupo propio, al tiempo que se muestran inflexibles con los de fuera. Se trata de trazar un cerco en torno al impuro y luego echar lejía, como hacen los autoproclamados "comandos antifascistas" del Empordá después de los mítines de los partidos constitucionalistas. Sobra decir que tanto el comandante Himmler como el capitán Aguilera coincidían en la necesidad, tanto higiénica como ideológica, de acabar con los piojos.

Nadie es más peligroso, decía James Baldwin, que el que se imagina puro de corazón. No es el nihilismo lo que en muchas ocasiones empuja al terrorista o al miembro de la banda callejera, sino el deleite moralista que ofrece la certidumbre de creer estar obrando al servicio del bien: el fanatismo de la pureza. La palabra fanático, por cierto, viene de fanum, templo: fanático es quien se niega a salir del espacio sagrado para no ser manchado y corrompido. El puro aguarda al ángel que borre su mancha con una brasa, como Isaías, olvidando que el higienismo lleva siempre al desencanto. Para quien vive en el éter, todo es suciedad. Por mucho que se frote y se desinfecte, no se pueden extinguir los gérmenes. No hay higienismo si no es a cambio de una esterilización forzosa y permanente de pensamiento, obra y omisión. Truman Capote decía que cuando Dios te da un don, también te da un látigo con el que autoflagelarte. El problema de los asépticos es que su dios inflexible y apócrifo les hace blandir el látigo contra los sucios, que somos todos los demás.

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