El Consejo General del Poder Judicial, el CGPJ, como se suele aludir abreviadamente, ha cumplido cinco años sin renovarse. Eso se ha convertido en motivo de una controversia en la que los partidos políticos se cruzan acusaciones para intentar convencer a la ciudadanía de que esa situación supone una anomalía grave y de que la culpa de la anomalía la tiene el contrario.
No dudo de que los ciudadanos, si no todos, la inmensa mayoría, tienen la intuición de que efectivamente esa situación supone una anomalía, de que alguien o algo tiene la culpa de ella y de que, de alguna manera, eso tiene alguna relevancia en sus vidas. Pero tampoco dudo de que también para la inmensa mayoría de los ciudadanos resulta difícil ir más allá de esa intuición porque sencillamente ignoran qué es el CGPJ, qué hace, por qué existe y por qué puede resultar tan interesante para los partidos políticos como para haberlo convertido en un campo de batalla.
Intentaré explicar en este artículo las claves que dan respuesta a esas preguntas.
Aunque este no sería el orden que emplearía con mis alumnos en la Facultad, empezaré por referirme a lo que el CGPJ hace. Entiendo que para que un ciudadano se interese por una institución, lo mejor es explicarle qué hace o para qué sirve y por qué eso puede tener importancia en sus vidas.
El CGPJ gobierna el poder judicial, pero no es el Poder Judicial ni es parte de él. El Poder Judicial lo integran los jueces y tribunales y su función consiste en dictar sentencias y hacer que se cumplan. Ellos, los jueces, son el Poder Judicial y CGPJ sólo lo gobierna. Y entiéndase que cuando digo que "sólo lo gobierna" no quiero decir que gobernar el Poder Judicial sea poca cosa, lo que quiero decir es que el CGPJ no dicta sentencias.
Gobernar el Poder Judicial quiere decir administrarlo en su sentido más general o común: gestionar su día a día para que los jueces y tribunales puedan cumplir su función, dictar las sentencias y hacer que se cumplan.
Qué implica administrar es algo muy amplio, pero hay cuatro funciones básicas que la Constitución (por lo tanto, sin margen para que la ley lo cambie) atribuye necesariamente al CGPJ: nombrar y promocionar (ascender) a los jueces, e inspeccionarlos y sancionarlos. Estas cuatro funciones son básicas e indelegables por una razón fundamental: son las que permiten asegurar la independencia de los jueces, y al servicio de ello se añaden algunos instrumentos, como "el amparo", que permite (obliga) al CGPJ a reaccionar si la independencia de un juez es perturbada.
Creo que explicarle a los ciudadanos por qué es importante para sus vidas que los jueces sean independientes, y también imparciales, no necesita de mucho desarrollo: los ciudadanos ordinariamente tienen pocos pleitos en su vida, pero el día que los tienen (porque los despiden, porque los atropellan en la calle, porque discuten con sus hermanos por una herencia, porque les desahucian por no poder pagar la hipoteca, porque se presentan para ser concejales y se rechazan sus votos, porque Hacienda les cobra de más) necesitan que los jueces no sean influenciables, que sean independientes, que resuelvan según la ley y no según las indicaciones de nadie. ¿Se sentiría alguien tranquilo en un pleito si la promoción (el ascenso) de "su juez" puede depender de un partido político, al que pertenece un alcalde, que tiene negocios o que es familia o amigo del dueño de la casa que hemos alquilado y de la que quiere echarnos?
Y las influencias se pueden conseguir tanto con el palo como con la zanahoria. Ahí es donde entra en juego el CGPJ y otros dos principios básicos para que una democracia pueda considerarse que efectivamente lo es: el principio de separación de poderes y el de Estado de derecho.
Como en su día expuso Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y más conocido como barón de Montesquieu, salvaguardar la libertad y evitar el ejercicio arbitrario del poder sólo puede conseguirse separando y distribuyendo sus funciones entre órganos diferentes, cada uno de ellos un poder del Estado. Esta afirmación se ha convertido en una verdad indiscutible y sobre ella se asienta el principio de separación de poderes. Pero para que ese principio sea efectivo debe acompañarse de otro que asegure que la separación de poderes no sea meramente aparente: el principio de Estado de derecho.
El principio de Estado de derecho supone que todos, ciudadanos y poderes públicos, estamos sometidos a la ley y que, si incumplimos, respondemos de nuestros incumplimientos, sobre todo quienes ocupan los poderes públicos, que son los que lo tienen más fácil para pasar por encima de la Ley. Y para que el Estado de derecho sea efectivo es necesario contar con jueces independientes que aseguren que la ley se respeta o que, al menos, puedan exigir su responsabilidad a quienes no lo hagan.
Se trata, sencillamente, de un círculo virtuoso: para que la democracia sea efectiva es necesario el principio de separación de poderes, y la separación de poderes no es real si no se asegura con el Estado de derecho que, para que se cumpla realmente, requiere jueces independientes. En resumen, sin jueces independientes, no hay separación de poderes ni Estado de derecho y, sin ellos, no hay democracia.
Como decía antes, ahí encaja el CGPJ, que cumple el papel del lubricante que permite que ese círculo virtuoso ruede y no se atasque. Si el nombramiento y la promoción (el ascenso) de un juez depende de un ministro de Justicia (y del partido político al que pertenece), y si la posibilidad de investigar y sancionar a un juez (y hasta de echarlo) depende de ese mismo señor (y de su partido), se le está concediendo a ese señor (y a su partido) la capacidad para influir en ese juez y privarle de una independencia real.
Para impedir que esa capacidad de influencia pueda ser indebidamente ejercida es por lo que la Constitución no atribuye el gobierno del Poder Judicial ni al Parlamento ni al Gobierno, sino a un órgano de gobierno autónomo que tiene que ser ajeno a la dinámica de los partidos.
Imagino que, a estas alturas de mi explicación, empiezan a oírse los cañonazos del campo de batalla entre partidos políticos al que me refería al principio, porque resulta evidente, casi infantil, que poco se gana si, para evitar el riesgo de influencia de otros poderes del Estado (y de los partidos políticos que los ocupan), las funciones esenciales que aseguran la independencia de los jueces se trasladan a un órgano en el que, a su vez, pueden influir los partidos políticos.
Y es ahí donde encaja una nueva pieza a la que se suele aludir a menudo sin acabar de explicar qué es ni por qué es relevante, que efectivamente lo es y mucho: los estándares europeos sobre Estado de derecho e independencia judicial.
Esos estándares empezaron siendo unas recomendaciones de diversos órganos del Consejo de Europa (al que pertenece España), y que de ahí pasaron a las instituciones de la Unión Europea (a la que no hace falta que diga que también pertenece España… al menos de momento y mientras nos dejen), pero hoy día son mucho más que unas simples recomendaciones porque son ya bastantes las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que exigen su cumplimiento. Ya no hablamos de meras recomendaciones, sino de jurisprudencia de Tribunales cuya doctrina estamos obligados a acatar. De hecho, el Tribunal de Justicia de la Unión vincula esos estándares a los artículos 2 (principio de Estado de Derecho) y 19 (independencia del Poder Judicial) del Tratado de la Unión Europea y al artículo 47 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (derecho fundamental a la tutela judicial efectiva).
En el aspecto que nos interesa, el estándar es claro: en los países de la Unión Europea en los que exista un Consejo del Poder Judicial (la inmensa mayoría), se ha de impedir que pueda ser dominado por los partidos políticos mediante la designación de sus miembros. El mecanismo para impedirlo es preciso: al menos la mitad de sus miembros han de ser jueces, esto es, y por principio, personas no vinculadas a los partidos políticos, y su nombramiento no ha de depender de los partidos políticos, sino de los propios jueces que, como digo, y en principio, son ajenos a los partidos políticos.
Ciertamente, ello no asegura al cien por cien que la influencia tóxica de los partidos políticos no pueda producirse, pero es algo muy diferente a un sistema que asegura que esa influencia sí se produce al cien por cien porque los partidos políticos acaparan las designaciones de los miembros del Consejo de Justicia correspondiente.
¿Y dónde estamos en España en esta controversia? Enfangados.
La sistemática de nuestra Constitución (artículo 122) apunta claramente al sistema propio de los estándares europeos, pero es cierto que su literalidad se presta a soluciones dispares… y ahí empiezan los problemas.
En 1980, la Ley Orgánica del CGPJ, ley precursora y adelantada a su tiempo, estableció un sistema que se avanzó a los propios estándares europeos: de los 20 vocales más su presidente, 12 eran jueces elegidos por los propios jueces. Los otros 8 vocales, juristas de reconocida competencia, serían nombrados por el Congreso de los Diputados y el Senado, como irremediablemente dispone para ellos la Constitución.
Posteriormente, en 1985, se aprobó una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial que lo cambió todo: todos los vocales serían nombrados por el Congreso de los Diputados y el Senado, con lo que los partidos políticos, a través de las cámaras parlamentarias, se metieron en el CGPJ o, más que meterse (que ya lo estaban con los 8 vocales juristas), lo ocuparon totalmente. Ese es el sistema que, con algunos cambios cosméticos, pervive en la actualidad.
El Tribunal Constitucional validó el sistema en una sentencia de 1986, aunque lo hizo con mala conciencia. Póngase la sentencia en contexto: es una sentencia dictada en la época de la hiper mayoría absoluta que Felipe González obtuvo en 1982, y el Tribunal Constitucional fue, digámoslo así, deferente con el Gobierno de la época pese a que fue consciente de los tremendos riesgos que ello implicaba. Por eso, por la evidencia de lo que implicaba el cambio, fue por lo que la sentencia concluyó que el nuevo sistema era "posible", pero añadió también que no era "conveniente" por los "riesgos de politización" aunque, decía el Tribunal Constitucional, esos riegos no tenían por qué materializarse (¡Dios mío, Dios mío ¿pero de verdad se puede ser tan infantil?!). Si el riesgo se hacía efectivo, finalizó el Tribunal, entonces cabría considerar que el sistema se había situado fuera de la Constitución o, para ser más precisos, los partidos políticos lo habrían situado fuera de la Constitución.
Y eso es lo que tenemos ahora, un sistema de nombramiento de los vocales del CGPJ absolutamente adulterado, en el que ni tan siquiera las Cámaras realmente asumen su función, sino que se limitan a validar los acuerdos alcanzados fuera de ellas por los partidos políticos, manteniendo la misma correlación de designaciones que escaños tienen en las cámaras. A tal punto llega el encallecimiento de los medios periodísticos y la opinión pública para asumir como normal un sistema adulterado que nada tiene que ver con la Constitución, que se acepta como normal que los partidos pacten también el nombre del presidente del CGPJ, a pesar de que ese es el primer nombramiento supuestamente independiente que el CGPJ tiene que hacer tras su constitución, evidenciando con ello que la capacidad de influencia de los partidos es real.
Y entiéndase, por favor, que no digo que todos y cada uno de los actos del CGPJ estén dirigidos por los partidos políticos, ni mucho menos. Ahí ya interviene la personalidad y el carácter de los vocales que, en lo que los conozco, no se caracterizan por exhibir una actitud acomodaticia en la mayor parte de ellos, pero ese no es el problema: el problema deriva de la absoluta falta de apariencia de independencia del CGPJ que, lamentablemente, y como un pecado original y aunque nada hayan hecho para merecerlo, se traslada a los jueces. Como tiene afirmado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en una sociedad democrática las apariencias importan. Hay que asumir que las cosas, aunque puedan no coincidir con la realidad, son lo que parece que son para una opinión pública informada, y si el CGPJ parece politizado, sencillamente hay que asumir que está politizado.
Y ese es el campo de batalla del conflicto que actualmente vive un CGPJ que debió ser renovado hace cinco años, pero en el que el debate sobre cómo debe llevarse a cabo esa renovación sigue vivo y que, a la postre, se resume en un dilema: ¿seguimos como hasta ahora, con un sistema politizado que, precisamente por estarlo, y como advirtió el Tribunal Constitucional en 1986, ya no es conforme con la Constitución y que, desde luego, no es conforme con el Derecho de la Unión Europea, o acabamos definitivamente con este dislate y nos adecuamos realmente al mandato de la Constitución y del Derecho de la Unión Europea? No creo que la respuesta correcta sea dudosa si el objetivo es impedir la politización del CGPJ y que una situación como la actual no pueda volver a reproducirse en el futuro.
Mientras se desarrolla esa batalla, alguno de los contendientes ha elegido víctimas colaterales cuyo sacrificio le pueda resultar útil.
Eso explica que hace pocos días un diputado del PSOE, que ocupa una posición importante en el Congreso de los Diputados y que, con anterioridad, ha desempeñado un altísimo cargo en un gobierno autonómico, afirmase que los vocales no podíamos formular opiniones porque con la falta de renovación estábamos incumpliendo la Constitución. Asombroso. Semejante afirmación supone ignorar que los vocales no tenemos nada que ver con la renovación del CGPJ, y que los únicos culpables, hasta el momento, han sido la Sra. Batet, la Sra. Llop y el Sr. Ander Gil, que, siendp presidentes, no convocaron los plenos del Congreso de los Diputados y del Senado para que se pudieran votar los candidatos.
Alguien me explicó que ese señor, conocido por su llamativa falta de formación para la relevancia de los cargos que ocupa y que ha ocupado, había leído un libro en una ocasión. Una pena, semejante ignorancia debería conservarse pura y no contaminarse con unas briznas de cultura que, al fin y al cabo, no van a remediar nada.
También eso es lo que explica que alguna asociación judicial minoritaria, con una representación que no llega al 8% de los miembros en activo de la carrera judicial, haga proposiciones para llevar a cabo actos que probablemente puedan calificarse como delictivos: la dimisión en bloque de los vocales del CGPJ, lo que podría determinar responsabilidades penales por la comisión de un delito de abandono colectivo del servicio (artículo 409.2 del Código Penal). Al margen de que sea vergonzoso que esa propuesta venga de una asociación de jueces, participa del mismo vicio que el diputado iletrado al que antes me refería: pretende confundir a la opinión pública y trasladar la responsabilidad de la falta de renovación a quienes no la tienen para forzar decisiones (la dimisión colectiva) que, como digo, supondrían una gravísima irresponsabilidad.
Y ello también es lo que explica querellas de partidos cuyos dirigentes están en el Gobierno, sin contenido jurídico real porque pretenden criminalizar nada más y nada menos que la emisión de una opinión, pero que se convierten en la palanca para que se puedan articular campañas de desprestigio y acoso contra los actuales miembros del CGPJ, nuevamente como una forma ilegítima de forzar una dimisión que ninguna relación guarda con lo que exige la Ley Orgánica del Poder Judicial: seguir en funciones y no abandonar el órgano hasta ser relevados. Algunos no perdemos de vista que las querellas son también formas nada sutiles de amenazar y lanzar avisos a navegantes sobre los inconvenientes de no ser deferente con según qué partidos, sobre todo cuando se está en la perspectiva de emitir informes muy relevantes en relación con según qué proposiciones de ley ya presentadas.
Espero haber sido fiel a mi propósito de ser claro en la exposición de la situación del CGPJ y el contexto en el que se produce el debate actual, y que se me perdone si no he sido capaz de hacerlo y, al mismo tiempo, ser complaciente, pero eso es algo que se me antoja imposible.
José María Macías Castaño.
Vocal del CGPJ. Magistrado, abogado y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona.