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Manuel Fernández Ordóñez

El estatismo nos mata

El eco-alarmismo está llevando a los países de la Unión Europea a una persecución irracional de las fuentes energéticas que han sido y son la base del progreso social.

El eco-alarmismo está llevando a los países de la Unión Europea a una persecución irracional de las fuentes energéticas que han sido y son la base del progreso social.
Decenas de tractores bloquean parte de la autopista A6 en Chilly-Mazarin, al sur de París, Francia, el 31 de enero de 2024. | EFE

La energía es fundamental para la vida humana. Tan fundamental que la comida es, de hecho, energía química que el cuerpo humano es capaz de convertir en energía mecánica, energía calorífica o energía eléctrica. Pero la relación entre la producción de comida y el sector energético va mucho más allá y estamos siendo testigos estos días.

Lo vimos hace ya unos años en Francia, cuando los chalecos amarillos tomaron las autopistas del país. ¿Contra qué protestaban, en realidad? Contra la imposición de nuevas tasas al consumo de combustibles fósiles, vitales para los profesionales de la agricultura. El eco-alarmismo está llevando a los países de la Unión Europea a una persecución irracional de las fuentes energéticas que han sido y son la base del progreso social. La pertinaz querencia de los estados a gravar cada vez con más impuestos los combustibles fósiles está originando una pérdida de bienestar generalizada que únicamente puede ir a peor. Y está sucediendo porque, obviamente, los impuestos no recaen sobre los combustibles fósiles, sino sobre toda la sociedad que los consume. Es decir, usted y yo.

La historia se está repitiendo ahora mismo, en directo, en todos los países de Europa. El detonante tuvo lugar en Alemania cuando el gobierno de coalición anunció la retirada de los subsidios a los combustibles fósiles para la agricultura. Nuevamente la energía. Ahora bien, conviene desmontar esa falacia de "retirar los subsidios" a los combustibles que toda la sociedad ha asumido de manera irremediable. Cuando usted va a poner un litro de gasolina en su vehículo, sobre un precio de 1,5€ los impuestos pueden superar tranquilamente los 70 céntimos. Aproximadamente la mitad de lo que usted paga son impuestos. Resulta trágico que compremos el argumento de que, cuando el estado reduce temporalmente los impuestos, está "subsidiando" los combustibles fósiles. Simplemente los está gravando un poquito menos. Sutil pero fundamental diferencia.

En España, el estado recaudó el último año más de 15.000 millones de euros en impuestos a los carburantes. A eso hay que sumar además la recaudación por IVA. Se vendieron más de 33.000 millones de litros de carburante, así que se pueden hacer una idea de la tajada que el estado saca de eso. Ya saben, le dirán que es para sanidad y educación. Que alguien pretenda argumentar que los carburantes están subvencionados es vivir tan alejado de la realidad que da vértigo.

Pero los problemas del campo tienen un calado mucho mayor que únicamente los derivados de los altos precios de los carburantes. Existen gravísimos problemas estructurales derivados de la altísima intervención gubernamental y la planificación centralizada en Bruselas, a través de la Política Agraria Común (PAC). Se trata, sin duda, de un instrumento extorsionador y liberticida que ha ido ahogando a los agricultores como una boa constrictor que, cuando aprieta, ya no cejará hasta la asfixia final.

Con el canto de sirena de las subvenciones, los agricultores fueron cediendo a los estados esferas de libertad y poder que jamás debieron haber cedido. Mientras con una mano cogían el dinero de Bruselas (siempre escaso) aceptaban cada vez más restricciones, más normas, más burocracia… más coacción y menos libertad, en definitiva. El problema que aflora ahora es que, el estado, como ente que detenta el monopolio de la coacción, comienza a retirar las subvenciones mientras mantiene (incluso incrementa) todo el aparato liberticida que ha ido construyendo durante años.

Si uno atiende a los datos, la media de las ayudas de la PAC resulta en unos pocos miles de euros para cada agricultor español. Por ese dinero, que ni les saca de pobres ni les da de comer, han tenido que hipotecar el decidir qué pueden plantar, cuándo, en qué cantidad, de qué modo, con qué productos químicos y un sinfín más de consideraciones que les han arrastrado a la situación actual. El problema es que esas renuncias paulatinas han mermado su capacidad productiva, lo que les ha conducido a una pérdida de competitividad con respecto a otros productores externos a la Unión Europea.

Se confunden, sin embargo, de enemigo. La solución a la coacción que el estado ejerce contra ellos no es más coacción estatal contra los productores foráneos. Como ellos están mal, que esté mal todo el mundo. Que los franceses acusen de competencia desleal a los agricultores españoles es absurdo, igual que acusar de competencia desleal a los agricultores marroquíes. Esto no nos lleva a ningún sitio. La solución es que se eliminen las políticas que han puesto a los agricultores europeos en una clara situación de desventaja con respecto al resto. La solución es que se elimine la PAC, de raíz.

Tenemos más riqueza, más capacidad de innovar, de invertir y de desarrollar tecnología que los países a los que acusamos de competencia desleal. La única diferencia es que ellos juegan con otras reglas. La culpa es del árbitro, no de los jugadores. Eliminemos las reglas absurdas y dejemos que nuestros agricultores compitan en igualdad de condiciones. Ganarán, ellos y todos nosotros, no les quepa duda.

Para ello, sin embargo, la sociedad debe tomar conciencia de la importancia del sector primario para nuestro bienestar. La división del trabajo (condición indispensable para ser ricos) ha generado unos niveles de especialización tales que han ocasionado un aislamiento y desconocimiento generalizado con respecto a trabajos y disciplinas absolutamente imprescindibles. No solo eso, sino que se está llegando a denostar públicamente a determinados sectores, incluso con discursos esgrimidos por miembros del propio gobierno. Generamos tanta riqueza que nos hemos olvidado de dónde viene y cómo la generamos.

Al igual que le sucede a la energía cuando se acciona el interruptor de la luz, la sociedad debe pensar que los productos alimenticios aparecen en el supermercado por arte de magia. Esta desconexión de la realidad es de la que se valen los burócratas centrales para establecer una aplastante legislación de espaldas a los intereses generales sin cosechar apenas ningún tipo de oposición social. La liberación de la carga intervencionista sobre el campo no es algo que deban pelear únicamente los agricultores, es algo que debemos pelear todos. La inflación alimenticia acumulada en los dos últimos años alcanza el 27%, pero aquí seguimos sentados en el sofá mientras vemos los tractores a través de la televisión. Aunque pensándolo bien, nos encerraron en casa durante meses y no hicimos nada entonces. No lo vamos a hacer ahora. Somos una sociedad inerte y pusilánime, por eso hacen lo que quieren con nosotros. Y lo seguirán haciendo, me temo.

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