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Miguel de Unamuno o la autenticidad

El terrible fracaso colectivo, objetivo y visible de la filosofía de la Autenticidad de Unamuno permite que la frivolidad y el amaneramiento de todo lo genuinamente humano brillen por todas partes.

El terrible fracaso colectivo, objetivo y visible de la filosofía de la Autenticidad de Unamuno permite que la frivolidad y el amaneramiento de todo lo genuinamente humano brillen por todas partes.
Miguel de Unamuno, en su madurez | Cordon Press

Si Unamuno viviese, estoy convencido de que insultaría a Sánchez por el espectáculo impúdico, grosero y dictatorial al que está sometiendo a España. Mejor dicho, sentiría tanta vergüenza de él como sintió del dictador Primo de Rivera; pero, después de contemplar el panorama de la Universidad española, el cobarde comportamiento de la Conferencia de Rectores, sentiría aún más asco de los cientos de universitarios que callan ante las atrocidades que estamos viviendo. Fue el mismo asco que sintió de los intelectuales de su época, cuando escribían mandangas para no criticar a Primo de Rivera. Él fue destituido de su cátedra y desterrado, en 1924; fue indultado poco tiempo después, pero decidió no volver mientras continuase la dictadura y, naturalmente, el silencio de los que deberían haberla enfrentado. Unamuno fue todo un hombre. Fue, por encima de todo, bueno. Ya se lo dijo Agustín García Calvo a otro unamuniano de nuestra época, quizá el filósofo contemporáneo que, junto al humanista Ciriaco Morón Arroyo, mejor conoce la obra de Unamuno, Carlos Díaz: era el filósofo de Bilbao de armas tomar. El ácrata de Zamora no paraba en barras a la hora de darle cera al rector vitalicio de la Universidad de Salamanca. El anarquista de Puertollano lo cuenta con unamunaniano estilo: "Pese a su manera imperiosa y descomedida de habérselas con sus contertulios y acompañantes de sus paseos, pese también a que en los cafés, despotricando de cualquier tema o contratema que cayera, su voz aguda se imponía sobre todas las voces desconsideradamente, según testimonio de quienes lo conocieron siempre tan áspero, descomunal y desatento, siempre maldiciendo estrepitosamente de casi cualesquiera otros personajes, tan infatuado, al parecer, consigo mismo que no hacía más, en conversaciones o tertulias, que hablar él sólo o más bien sermonear y despotricar de todo lo divino y humano sin apenas dejar meter a nadie baza, podría parecer un personaje que se diría notablemente intolerable para cualquiera; y sin embargo, no se me olvidará cómo García Calvo, después de maliciar de Unamuno un rato a la manera acostumbrada, en un momento se puso insólitamente serio y se paró a decirme: ‘Pero era un hombre bueno’. ‘Bueno’ quería decir probablemente algo como ‘no falso’, ‘incapaz de engaño’" (Carlos Díaz. Tres trilogías). Bueno, sí, quiere decir auténtico. Todo lo contrario de la frivolidad dominante. Unamuno inventó y reinventó para la Filosofía, o mejor, para las Humanidades de nuestra época, ni más ni menos, que la categoría de Autenticidad. Sospecho que los falsos eruditos de nuestro tiempo la habrán desechado de su mazorrales libros.

Por desgracia, el fracaso, el terrible fracaso colectivo, objetivo y visible de la filosofía de la Autenticidad de Unamuno, permite que la frivolidad y el amaneramiento de todo lo genuinamente humano brillen por todas partes. España es, seguramente, el país más acobardado, superficial y voluble de Europa. No hay más que darse un paseo por nuestra pobrísima Universidad, o por la vida pública española. Faltan hombres como Unamuno y sobran, obviamente, marionetas ridículas, insustanciales y sin carácter como nuestros políticos, que un día dicen una cosa y mañana la contraria. Y de los intelectuales para qué decir… Pues lo mismo que de sus amos, los políticos, que se conforman con pasar desapercibidos y confundidos en el estercolero de una vida pública dominada por la estulticia. Hay excepciones. Claro. Solo faltaba que no hubiera confirmación a la regla. Pero las conductas dominantes no se caracterizan por el arrojo y la hombría, sino por eso que también descubrió Unamuno: canguelo, miedo, pavor de ser hombre. Cobardes hay hasta debajo de las alfombras. Sindicatos, partidos, patronales, altas instituciones del Estado, en fin, todo el aparato burocrático y represor del Estado español está lleno de cobardes. ¡Hombres cobardes! ¿Qué cosa más contradictoria? ¡Vaya usted a saber! Por todas partes hiede este país a cobardía, mientras un tipo sin legitimidad alguna se enseñorea a latigazo limpio para defenderse de los arañazos de los gatitos de la derechona. ¡Qué vergüenza! Menos mal que el periodismo libre y los jueces están dando la barba.

Pero volvamos a Unamuno. A un hombre. Nadie mejor que Unamuno en la historia entera de la cultura española del siglo XX ha vindicado al hombre auténtico a la par, lo cual tiene su mérito, que ha mostrado el proceso de su emasculación. Nadie mejor que Unamuno en nuestro tiempo ha sabido poner en la picota a los hombres sin corazón y sin inteligencia. Nadie mejor que Unamuno para denunciar a místicos, nihilistas y distraídos que olvidaron su hombría. Su razón de ser en el mundo. Esta gente sobreviven sin dignidad en la comunidad que ellos trajeron. Conllevemos, soportemos y toleremos a quienes durante décadas han justificado los crímenes de ETA, porque España, la nación española, reprimía a un sujeto político inexistente: la nación vasca. Son los mismos que apoyan ahora a Sánchez y antes a Zapatero. Todos están juntitos. Los 20 partidos que apoyan a Sánchez están llenos de místicos, nihilistas y distraídos. Son la esencia de la cobardía hispánica.

Los libros de Unamuno nos ayudan a comprender —no confundir con aceptar— a estos cobardes. Sí, el grandioso Unamuno descubre muy bien a los místicos, a veces disfrazados de teólogos, que no quisieron jamás oficiar en su parroquia un entierro por el alma de los españoles asesinados. Es la hora del recuerdo crítico del pasado: ¿cuántos curas vascos, o sea de la Iglesia Católica, siguen creyendo que lo hicieron bien? ¿qué dice hoy la Iglesia Católica del triunfo apoteótico del crimen organizado, de ETA, en las últimas elecciones de las provincias vascongadas? Nada. No es necesario. Ya lo dice Sánchez: nueve de cada diez votos son de él. Y, luego, vienen los nihilistas, que jamás dejaron de increpar y vilipendiar a quienes aconsejaban a los partidos obreros, siguiendo a Unamuno, el retorno a la idea de nación española por considerarla el instrumento más eficaz en la lucha por la solidaridad, a la vez que nos defendía del internacionalismo utópico e idealista. ¿Dónde están ahora los sindicatos y los partidos obreros? Sí, lo sé bien, se apoyan en los criminales de ETA. Ahí están. Un conjunto de analfabetos que sólo piden más gambas y menos laborar. Bochornoso primero mayo. Y, ay, finalmente, están los los distraídos, esa gente sin columna vertebral, a la izquierda y a la derecha, que simulan no interesarse por la política para ahorrarse el trabajo de vivir con dignidad. ¿Dónde están esos frívolos escritores y artistas que ante el mayor genocidio cultural de nuestro tiempo, que ha arrancado a los niños de su lengua materna, han mirado para otro lado? No estarán reunidos en una asamblea dilucidando cómo llamarle a la comunidad de ETA: Vascongadas, País Vasco, Euskadi o, al fin, Euskal Herria. El delirio del resentimiento.

Hallarán fácilmente reunidos a todos estos infames místicos, nihilistas y distraídos, todos cobardes y sin tymos, reunidos en una de las cumbres de la filosofía española de todos los tiempos. Se trata, sí, sólo de un boceto, pero qué boceto, cuyo título ya define al hombre que lo escribe: El resentimiento trágico de la vida. Es la última y definitiva obra de Unamuno. Puso en cuestión toda su obra: El sentimiento trágico de la vida y de los pueblos de España. Unamuno sigue siendo esencial para aquí y ahora. Es menester volver a su biografía. Es una de las más apasionantes de los grandes de la inteligencia de España. Debemos dejarnos de tópicos y reconstruirla desde su propia obra. Julián Marías lo percibió con inteligencia:

¡Pero ¡cómo vivía cada día, qué intensamente vida era esa vida cotidiana, que propendemos a tomar como rutina! Cada página de Unamuno ha sido escrita desde sí mismo, no desde los tópicos, ni desde el decir de la gente, ni desde las vigencias culturales de la época. Más aún que por su inmoderada tendencia a llevar la contraria, escribe a contrapelo. Cuando tituló un libro Contra esto y aquello, exageraba. Si no se queda uno en el título, si se lee el libro, se ve que no estaba contra demasiadas cosas, más bien entrañablemente a favor de muchas. Sí, pero desde sí mismo, a su manera, no por inercia, sino después de repensarlas y, sobre todo, revivirlas. Unamuno no vivió más que setenta y dos años, pero desde mucho antes de su muerte dio impresión de viejo. Parecía un viejo fuerte, erguido, enérgico, indomable, espléndido; pero viejo. Viejo lo encontré en mi horizonte español, siendo yo casi niño, y andaba por los sesenta. Yo creo que producía esa impresión porque, inconfundiblemente, había vivido mucho y esto se confunde con la vejez. No es que hubiese vivido muy ‘aprisa’, pero sí muy intensamente. Cada día era sin duda para él algo insustituible y único, un fuerte manjar con que nutría su avidez de vida, y al mismo tiempo una huella, un desgaste, una herida, la que es cada hora: Vulnerant omnes, ultima necat ("todas hieren, la última mata"), como leyó en un viejo reloj. Y por eso era capaz de aprehender tanta realidad, de llevársela consigo siempre. Cuánto Bilbao, cuánta Salamanca, cuánta España, desde dentro o desde cerca. Y la lengua era vivida por él igualmente. Cuando dijo "la sangre de mi espíritu es mi lengua", no hacía retórica, y sabía muy bien lo que se decía.

En resolución, y contra todos aquellos que se llenan la boca con la palabra humanidad, regresemos a Unamuno, a su vida y a su obra que son indistinguibles, porque nos pueden enseñar los secretos más importantes para ser un hombre y no una bestia frívola. Ojalá nos asista en esta hora terrible de España, entre dictadores y cobardes, la lectura de Unamuno. Descendamos, sí, a lo Auténtico: "Soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano, ni la humanidad, ni el adjetivo simple, ni el adjetivo sustantivo, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo, muere—, el que come y bebe y juega, y duerme, y piensa, y quiere: el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano. El nuestro es el otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pisamos sobre la tierra.

Amén.

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