El pacto suscrito por el PSC y ERC para sustentar la elección de Salvador Illa como presidente de la Generalidad catalana —bendecido por Pedro Sánchez con la intención de consolidar su mermado poder en el gobierno nacional— ha caído como un mazazo sobre el delicado problema de las finanzas autonómicas al preludiar un deterioro de éstas que, sin duda, pondrá en cuestión la estabilidad de los gobiernos regionales. ¿Por qué es tan relevante este asunto? se preguntarán los lectores. Pues sencillamente porque nuestro modelo regional de gobernación ha hecho gravitar la viabilidad y la gestión del Estado del Bienestar —exclusión hecha del sistema de pensiones— sobre las Comunidades Autónomas. La sanidad, la educación, los servicios sociales y otros elementos de la convivencia ciudadana —que en algunos casos son muy relevantes, como ocurre con el transporte urbano o el abastecimiento de agua— sólo pueden funcionar aceptablemente si los gobiernos autonómicos disponen de suficientes recursos para financiarlos. Digámoslo bien claro desde el principio: en el mencionado acuerdo entre socialistas y republicanos nacionalistas nos jugamos casi todos los españoles nuestro futuro material.
Aclaro inmediatamente una salvedad porque hay una pequeña parte de los ciudadanos de este país a los que todo esto no les afecta, ya que sus regiones cuentan con unas finanzas independientes. Hablo de los vascos y navarros que, amparados en una disposición adicional de la Constitución referida a unos ignotos derechos históricos, están sujetos a un régimen foral que, debido a su configuración, conduce a una situación de privilegio. He explicado muchas veces en estas páginas que la dovela sobre la que se sustenta este último es el llamado Cupo vasco —Aportación en Navarra—; un Cupo cuya cuantía cubre teóricamente el coste de las competencias que ejerce el Estado en los territorios forales, pero que en la práctica es el resultado de una negociación política en la que siempre se dirimen los apoyos parlamentarios del nacionalismo al gobierno nacional de turno, lo que da lugar a su sistemática subvaloración y, por tanto, a que los respectivos gobiernos autonómicos cuenten con más recursos per cápita que los demás. Para que el lector se haga una idea general, en el caso del País Vasco, durante las dos últimas décadas, la liquidación del Cupo al Estado se ha cifrado en un promedio de 1.065,4 millones de euros al año. Sin embargo, si los cálculos se hubiesen ajustado a la realidad, estaríamos hablando de una cifra superior a los 4.100 millones de euros. La diferencia entre ambas cuantías ha permitido inflar los presupuestos autonómicos en más del 20 por ciento y, con ello, hacer más generosas las políticas sociales de los nacionalistas vascos.
Es precisamente el ejemplo vasco el que ha ilustrado a los nacionalistas catalanes para formular unas reivindicaciones económicas que los diferenciaran de los demás españoles, pues si los vascos dicen ser los que más valen en España —como bien estudió Julio Caro Baroja analizando la antropología del medio rural vascongado—, ellos, en tanto que portadores del espíritu nacional catalán, no podían a ser menos. Más aún si tenemos en cuenta que Cataluña, la Fábrica de España, era cuando todo esto se pergeñó la región más rica del país. Claro que, para justificar su reclamación tuvieron que inventarse una teoría, pues para ellos no había derechos históricos reconocidos. Esa teoría no fue otra que la del déficit fiscal que, sustentándose sobre la balanza fiscal, conduciría al eslogan de que "España nos roba". El autor de este engendro no fue otro que un mediocre economista balear —Jaume Alzina— que allá por 1933, al servicio de la Lliga Regionalista, en su L’economia de la Catalunya autónoma, hizo el primer bosquejo de una balanza fiscal del que dedujo que la Monarquía, primero, y la República, después, "favorecían a otras regiones a costa de los deficientísimos servicios que prestaban a Cataluña". Pero habría que esperar a las postrimerías del franquismo para que la teoría del déficit fiscal se perfeccionara de la mano de Ramón Trias Fargas, catedrático de la Universidad de Barcelona, quien en su Introducció a l’economia de Catalunya, publicada en 1972, desligó la cuestión de los flujos fiscales inter-regionales —los ingresos y gastos públicos— de los demás tráficos que se integran en la balanza de pagos, para poder sostener así que el ahorro catalán era superior a la cuantía de su inversión en Cataluña y que esta diferencia no se compensaba con el superávit comercial de la región con respecto al resto de España, sino que se perdía a manos del gobierno central precisamente en la misma cuantía que el déficit fiscal.
Comprendo que, pera un lector no avezado en los entresijos contables, esto puede ser difícil de entender. Por ello, simplemente diré que, de acuerdo con la metodología que rige la estimación de la balanza de pagos, su saldo agregado es siempre cero, lo que significa que si por el lado financiero una región presenta un déficit, éste se compensa necesariamente con un superávit de igual cuantía por el lado comercial. O sea que Cataluña tiene un déficit fiscal precisamente porque su mayor capacidad competitiva le permite colocar ventajosamente sus manufacturas y sus servicios en el resto de España. Por tanto, la conclusión de Trias Fargas era imposible, era una falacia, un engaño; y él lo sabía, como sibilinamente reconoció en su libro. Pero en su texto sonaban las voces ancestrales del nacionalismo; unos aullidos que les decían a los catalanes que podrían ser ricos sin hacer nada porque para ello bastaría que la Generalitat tuviera la capacidad para recaudar por sí misma todos los impuestos, hurtándoselos a la Hacienda de España.
En eso mismo estamos ahora con el pacto PSC-ERC, del que cuelga la viabilidad de las gobernaciones de Cataluña y España. Un pacto que pretende resolver de una tacada el invento nacionalista concediéndole a la región una soberanía fiscal que no tiene ninguna de las demás regiones españolas, incluidas el País Vasco y Navarra —cuyo sistema fiscal se aprueba en el Congreso de los Diputados, no en los parlamentos regionales, y cuya capacidad normativa apenas difiere de la de las regiones de Régimen Común—. Es cierto que el documento del pacto es poco concreto en cuanto al detalle, pero compromete aspectos inquietantes como la salida de Cataluña "del régimen común", la capacidad de la región para "gestionar, liquidar, recaudar e inspeccionar el 100 por cien de los impuestos soportados en Cataluña" y el impulso a una Agencia Tributaria de Cataluña que "aumente sustancialmente la capacidad normativa en coordinación con el Estado y la Unión Europea". Todo ello compensado por una "solidaridad limitada" con el resto de las Comunidades Autónomas, condicionada a que éstas "lleven a cabo un esfuerzo fiscal similar" al catalán; y también por una aportación al coste de los servicios que el Estado presta en Cataluña que "se establecerá a través de un porcentaje de participación en los tributos" —o sea, un cupo cuya regla de estimación será aún más hermética que la del vasco, pues al parecer ni siquiera tendrá que ver con el coste real de tales servicios estatales—.
Ciertamente todo esto es aún muy impreciso y habrá que esperar a ver cómo la sofisticación conceptual de los actores implicados acaba determinándolo. Pero ello no obsta para que puedan avanzarse algunas consideraciones acerca de sus posibles efectos sobre el sistema de financiación autonómica. En primer lugar, es obvio que el pacto PSC-ERC se encamina a crear una nueva excepción financiera en la gobernación regional. A la del País Vasco y Navarra —que tiene una alambicada justificación constitucional— se sumará ahora la de Cataluña, esta vez sin fundamento alguno en el ordenamiento jurídico, por mucho que algún corifeo de La Moncloa, retorciendo el articulado de la LOFCA, quiera encontrarlo. Y ni que decir tiene que esa excepción configurará un espacio privilegiado desde el punto de vista económico —algo explícitamente prohibido por la Constitución— cuyo coste correrá a cargo de los españoles residentes en las Comunidades Autónomas de un régimen común disminuido.
Esto último puede tener efectos muy perniciosos desde el punto de vista de la configuración del Estado del Bienestar. De este modo, si en términos cuantitativos por habitante el privilegio catalán fuera similar al que se constata para el País Vasco, entonces se llegaría a una cifra agregada superior a los 10.000 millones de euros anuales. Y esta cantidad tendría que salir de la bolsa de recursos de que disponen las regiones comunes. O sea que estas últimas tendrían que reducir sus presupuestos en una proporción del orden del seis por ciento, que lógicamente implicaría una merma equivalente en cuanto a los servicios que prestan a sus residentes —principalmente en la sanidad, la educación y los servicios sociales—. Pero ocurre que las aspiraciones nacionalistas catalanas van más allá de las vascas, de manera que, según vienen insistiendo en los últimos tiempos, se proponen la eliminación de un déficit fiscal del orden de los 19.000 millones de euros, con lo que la proporción del menoscabo que acabo de señalar se elevaría hasta el 11 por ciento. En resumen, en la España no privilegiada habrá que cerrar escuelas, elevar la ratio alumnos/profesor, reducir la plantilla de maestros, médicos y enfermeras, aumentar las listas de espera, encoger las plazas de residencia para los mayores, subir las tarifas del agua y del transporte público, y así un largo etcétera.
Pero ocurre que, además, una situación como la descrita, en la que los recursos disponibles se reducen, conducirá a la imposibilidad práctica de la reforma del sistema de financiación autonómica para corregir sus actuales desequilibrios —principalmente los que se concretan en la infrafinanciación de las regiones del sur peninsular (Comunidad Valenciana, Murcia, Andalucía y Castilla-La Mancha)— siempre que se quiera respetar el llamado estatus quo que ha estado vigente hasta ahora, según el cual los sucesivos retoques del sistema se hacen añadiendo nuevos fondos que se reparten desigualmente de manera que nadie pierda con el cambio. Sencillamente, no habrá dinero para ello y, por tanto, el ochenta por ciento de la población española tendrá que resignarse a ver cómo los catalanes mejoran su nivel de servicios públicos mientras para ellos la marcha del progreso social se detiene.
Y aún hay más. Bajo la referencia presuntamente doctrinal del pacto PSC-ERC al esfuerzo fiscal, se oculta la pretensión de frenar en seco las políticas de reducción nominal de algunos impuestos que han tenido un rotundo éxito en algunas de las Comunidades Autónomas, especialmente en la de Madrid. Ello se fundamenta en un concepto tergiversado de armonización fiscal que se aparta, de una manera radical, de la doctrina vigente en esta materia que fue definida con claridad en la Ley del Concierto Económico Vasco, primero, y la Ley del Convenio Económico de Navarra, después. En ambas, la armonización se define a partir de cuatro principios: 1) el empleo de la terminología y conceptos de la Ley General Tributaria; 2) el mantenimiento de una presión fiscal efectiva global equivalente a la existente en el conjunto de España; 3) la garantía de la libre circulación y establecimiento de las personas y de la libre circulación de bienes, capitales y servicios; 4) el empleo de las clasificaciones estatales de actividades ganaderas, mineras, industriales, comerciales, de servicios, profesionales y artísticas. Nada dicen las referidas normas acerca de la posibilidad de establecer determinadas exenciones o bonificaciones fiscales o de deflactar las tarifas o de operar en los límites inferiores de éstas. Sin embargo, desde Cataluña —tal vez para ocultar la incompetencia de la Generalidad en la gestión de los impuestos propios y cedidos— se ha sostenido desde hace mucho tiempo que el sistema fiscal autonómico debería ser homogéneo, confundiendo así la identidad normativa con la armonización. Y de paso, suprimiendo cualquier posibilidad de una política fiscal autónoma, tal como recomienda la teoría del federalismo fiscal y bendice el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre la LOAPA.
En resumen, está claro que vienen malos tiempos para las finanzas autonómicas mientras se alimenta otra vez, ahora desde el gobierno de España, el espantajo del nacionalismo catalán, lo que inevitablemente conducirá, como mínimo, a consolidar unos privilegios económicos hasta ahora inexistentes, si es que no se prepara así una nueva secesión.