Debemos pensar la civilización hispánica en nuestra circunstancia. Otra cosa es entrar en la obscuridad de un pensamiento que ignora su propio contexto. Entendamos el primer fracaso de la civilización hispánica. Mil formas hay de explicarlo. Elijo la manera literaria. No hay otra mejor en un mundo donde los "saberes" sociales y la ciencia económica han llevado a la mayoría de la humanidad a entender solo lo superficial del mundo. Han olvidado el alma de los hombres y los pueblos. Me dejaré llevar por uno de los grandes de la literatura universal de nuestro tiempo. Y, además, recibió el Nobel. Fue un trabajador incansable. Me acompaña en su presentación el encargado de la propaganda del bando nacional, durante la guerra civil española. El poeta falangista, alumno de Antonio Machado en Segovia, escribió, en 1973, un prólogo, unas páginas exactas, poéticas, para conocer la personalidad y la obra de uno de los grandes escritores del España del siglo XX: Camilo José Cela.
El prologuista de la obra muestra con inteligencia inusitada que Cela ha construido "una gran obra que se puede mirar en conjunto o en detalle sin que se resienta de otra cosa que de alguna repetición. Repetición que se positiva y entiende cuando se acierta a montar imaginativamente el conjunto en forma de gran retablo, donde las novelas ocupan las capillas grandes y los cuentos, estampas o figuraciones breves —ricas en acarreo de lenguaje y en invenciones de tema y forma— completa un mundo. Ese mundo es el mundo español iluminado con foco expresionista, selectivo y generalmente matizado de humor trágico". Dionisio Ridruejo, autor del prólogo, excelente poeta y prosista sutil, sabía bien que el título del libro de Cela recogía con precisión todo lo que llevaba adentro: A vueltas con España, que es tanto como decir A vueltas con las Españas infinitas, incluidas las de América; en efecto, el penúltimo capítulo del libro ilumina un fracaso, sólo uno, de la gran civilización hispánica. De todas las Españas. Sin su asunción, sin un continuo darle vueltas aquí y ahora, no es fácil entender qué pasa hoy con esa civilización que llamamos Hispanoamérica.
Cela expresó con amor, con una extraordinaria delicadeza, todo lo que implica ese fracaso colectivo en una carta que dirigió, a uno de los sátrapas más crueles del siglo XX: Fidel Castro. El 2 de febrero de 1965, desde el barrio del Vedado, en la Habana, Cela escribió al Comandante Fidel Castro, Primer Ministro de la República de Cuba, donde le recuerda uno de los temas que le hubiera gustado conversar con él. Una cuestión que estaba en su mano resolver. Era de los pocos en el mundo que pudo haberla hecho triunfar. La misiva no ha perdido actualidad, aunque está escrita, según dice Cela con extremada humildad, muy a la ligera. Comienza recordando cómo Isabel la Católica "encargó a Antonio de Nebrija la primera gramática de la lengua española, éste sentó un principio que entiendo inabdicable: la lengua es el imperio. En lugar de la palabra imperio (pronunciada en 1492) ponga usted la que designe un concepto actual, un concepto de 1965 (revolución, cultura, política, lo que que quiera), y la frase de Antonio de Nebrija cobrará una frescura y una eficacia insospechadas. Nada, sin la lengua, es posible, y la lengua es el vehículo de expresión y comunicación del pensamiento y de su reflejo sobre la vida de los hombres: la acción".
Sigue Cela recordándole a Castro que los países de América que hablan español, además de Cuba, todos ellos Estados soberanos e independientes, salvo Puerto Rico, que todavía no lo es, son designados bajo la expresión Latinoamérica y el gentilicio latinoamericano que él, naturalmente, no comparte, porque no corresponde con la verdad de nuestra civilización y cultura. "Fue impuesta la expresión tanto por pereza mental como por afán imperialista, por los norteamericanos. Por pereza mental porque es más fácil decir, en inglés, Latinoamérica que Hispanoamérica. Por afán imperialista porque ellos son —o se piensan— los americanos, y los demás los latinoamericanos que, cuanto más confuso aparezca, mejor sirve sus intereses. Con ello, además, hacen cierta la maduración de la idea de Monroe: América para los norteamericanos. Repito: para ellos, no hay más americanos, a secas, que ellos mismos. Y tal éxito tuvieron en su pretensión y tan esto es así, que hasta en Cuba he oído llamar americanos a los yanquis, como si los cubanos (y tantos más) no lo fueran también.
Se tiene la falsa idea, entre los americanos hispanohablantes, de que la voz hispanoamericano es usual entre las derechas, al tiempo que la voz latinoamericano es la propia de las izquierdas. Hoy sucede exactamente al revés. Hispanoamérica trata de sacudirse el yugo yanqui pero olvida que, en su terminología, sigue sirviéndolo".
La carta de Cela sigue discurriendo por estos razonamientos de corte gramatical y político hasta concluir que el término latinoamericano le hace el juego a los yanquis. Y, en ese momento, nadie mejor que Fidel Castro pudiera haber puesto remedio a esa injusticia: "A Cuba, que habla español, que vive y sufre y trabaja y pelea y ama y muere en español, le cabría el honor histórico de poner las cosas en su sitio y vivificar la precisa y señaladora voz Hispanoamérica (y su correspondiente adjetivo hispanoamericano). En todo el mundo de habla española, en todo el mundo hispánico, la única persona que puede hacerlo con eficacia y sin herir susceptibilidades de nadie, es usted. Científicamente, puede apoyarse la decisión en el acuerdo tomado por el Congreso de las Academias de Bogotá. Y políticamente, los alcances de la medida serían insospechados". Bueno es el razonamiento de Cela y magnífica su propuesta, pero, como los consejos de Platón al tirano Dionisio, no sirvió para nada; como todos sabemos, Castro no sólo no atendió la petición de Cela sino que, seguramente, contribuyó a todo lo contrario. Se rindió el nombre y con ello llegaron otras miserias, sobre todo políticas y económicas, de una civilización. Cuba es su peor ejemplo. O reconocemos todos, sí, todos los que hablamos la lengua de Cervantes, esta falta, o no entenderemos más de la mitad de esta película llamada Civilización Hispánica.
Sin embargo, esa falta, esa derrota gramatical, lingüística, con repercusiones económicas sociales y políticas, seamos sinceros, no ha re conseguido arruinar la civilización hispánica, hispanoamericana. Al contrario, esa civilización (visión del mundo, sentimiento del tiempo, estilo, la manera de vivir, convivir y morir, etcétera) y sus alquitaradas formas culturales (literatura, arte, filosofía, etcétera), han conseguido triunfar, e incluso en algunas ocasiones ser hegemónicas, en USA. En efecto, desde 1965, fecha de la carta de Cela, hasta hoy los cambios han sido inmensos y profundos en este país, hasta el punto de que la propia USA ya no se concibe sin la civilización hispánica. Apenas existen grandes escritores, grandes de verdad, y hombres de Estado en USA que ignoran esa realidad, incluso hay millones de personas que reivindican su ser hispánico, por no citar los documentos históricos, cuadros, pinturas, obras de arte, etcétera, de la civilización hispánica que las instituciones de la Administración de EE.UU exhiben permanentemente para recordar su indudable origen hispánico; la visita al Capitolio, en Washington, es un buen lugar para constatar mi afirmación…
Ejemplos mil hay para mantener que gracias a USA, sí, lo que ayer fue un fracaso es hoy un signo de esperanza para todos aquellos que nos consideramos civilizados por haber nacidos españoles, hispanos, hispanoamericanos y no bárbaros. Hoy el asunto no es o, al menos, no debe plantearse como en el pasado: Hispanoamérica contra USA, sino que USA ya es hispanoamericana (mexicana, argentina, española, boliviana, etcétera, etcétera).
Y es que la diferencia, la gran singularidad, de nuestra mestiza civilización hispanoamericana con respecto a otras civilizaciones, sin duda respetables, es que "el centro está en la periferia y viceversa", sí, en la periferia más periferia de las Españas, o de las Argentinas, o de los Méxicos, o de las Bolivianas, o de las Usas…, hallamos un centro de nuestra civilización y cultura "que marchan de par en par mediante acciones y reacciones mutuas". La cultura hispana tiene una forma sugerente y especial de universalizar, o sea de integrar otras civilizaciones. Entre las mil explicaciones que se dan a este asunto, tema relevante en el debate de grandes civilizaciones de nuestra época, hoy me quedo con la expuesta por Miguel de Unamuno, otro día escribiré sobre Ortega y Alfonso Reyes, Paz y Marías, Vasconcelos y Ezequiel Martínez y tantos otros… Nuestra vida cultural es rica, pero las teorías sobre ellas no son menos plurales, aunque haya todavía gente empeñada en decir que no existe filosofía, pensamiento en español, sobre nuestras formas de vida… sobre nuestra civilización.
Pero entremos ya en Unamuno, y dejemos aparte mis macanadas (sic), y sus comentos sobre la América española (donde ya incluimos a USA). El castizo Unamuno, siempre dispuesto a descubrirnos a los autores más indígenas de Inglaterra, Dinamarca, Francia y EEUU, también en América se enfrenta a los más indígenas, a los más profundamente antiespañoles, al menos en apariencia. Situemonos en la Argentina. Tomemos en serio las consideraciones de Unamuno sobre uno de los escritores argentinos que mayor encono demostró contra España. Unamuno va a la pelea con el grupo de intelectuales más profundamente antiespañoles de Argentina (Sarmiento, Alberti, Mitre y Ricardo Rojas) y acabará demostrando que sólo quienes buscan la "argentinidad" pura terminarán hallándola en la "españolidad", y viceversa: los españoles hallarán la españolidad a través de la argentinidad. Esta conclusión, dicho sea para abrir boca, la comparte el español Unamuno con el argentino Ricardo Rojas. Perdonen el adelanto, en forma de titular de periódico, que les acabo de hacer, pero lo explica mucho mejor que yo el propio Unamuno, quien con genio filosófico concluirá que "en la argentinidad es donde tiene que buscar la Argentina su universalidad" y, mutatis mutandi, algo similar debería decirse de España.
A los autores de la Argentina profunda busca Unamuno para pelearse con ellos, o sea para abrazarse, porque sólo los que se pelean se abrazan. Pueden llegar a quererse. Pasa Unamuno de los melindrosos y rebuscados y se interesa por aquellos "más verdaderamente nativos, pero nativos de verdad, y no tampoco por moda de criollismo literario y macaneante, a aquellos que me revelan la argentinidad latente. Y he aquí por qué he sido tan devoto lector y tan entusiasta panegirista de Sarmiento" (Ensayos II, 1023). Indaga, en efecto, Unamuno la argentinidad, la mexicanidad, o la colombianidad, etcétera, porque su principal interés, su principal "batalla es que cada cual, hombre o pueblo, sea él y no otro, y me interesa además como español recalcitrante y preocupado por mantener aquí la españolidad" (Ensayos II, 1025).
Y para dar esa batalla nadie mejor, según Unamuno, que el criollo argentino medio chilenizado Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Nadie mejor que él "ha cultivado", dice Unamuno en 1905, "la manía de atribuir las deficiencias de su casta —o lo que le parecían tales, aun sin serlo— a la herencia española, fue el que en el campo de la literatura marcó la mayor genialidad, el escritor americano de lengua española que hasta hoy se nos ha mostrado con más robusto y poderoso ingenio y más fecunda originalidad". Unamuno trata con especial deferencia a Sarmiento, aunque bien sabe el sabio de Bilbao que el nacido en San Juan (Argentina) tiene ideas vagas de la historia de España, sobre todo cuando se le antoja decir que los españoles viven en la Edad Media. Sarmiento sólo viene a España, en 1846, a confirmar sus prejuicios contra España. No le importa eso a Unamuno, menos todavía que el autor de Civilización y barbarie no tuviera una "clara noción histórica de lo que era la Edad Media (española), la que amamantó el llamado Renacimiento, el del descubrimiento de América". Lo que más le interesaba a Unamuno de Sarmiento es que "el hombre genial que más en español, en más castiza habla española, habló mal de España sin conocerla" (Obras Completas VI, 948). El interés de Unamuno por Sarmiento no era otro que investigar y profundizar en su "odio" a España, sí, Sarmiento
habló mal de España siempre que tuvo ocasión de hacerlo, y hasta inventando en ocasiones para hacerlo. Y, sin embargo, Sarmiento era profunda y radicalmente español. Sentía, como es común entre los criollos, adoración hacia Francia, y su genio era lo más profunda y radicalmente contrario al genio francés. Lo antiespañol era en él lo pegadizo y externo.
Siempre que leo los ataques de Sarmiento a España y las cosas españolas, y sus excitaciones a sus paisanos para que se españolizaran, se me viene a las mientes aquel tan sabido verso de Bartrina, que dice:
"…Y si habla mal de España, es español".
Porque, en efecto, Sarmiento hablaba mal de España en español, y como los españoles lo hacemos, maldiciendo de nuestra tradición las mismas cosas que de ella maldecimos los españoles y de la misma manera que las maldecimos. Basta leer en sus Viajes el relato del que hizo a España en 1846, y se verá cuán hondo y ardiente españolismo trasciende de sus severos juicios respecto a nuestros defectos. Su censura no era la censura que suele ser la de los extranjeros, que ni penetran en nuestro espíritu ni aprecian nuestras virtudes ni nuestros vicios; su censura era la de un hombre de poderosísima inteligencia que sentía en sí mismo lo que en nosotros veía, y que penetraba con amor fraternal en nuestro espíritu" (Ensayos I, 852 y 853).
Sarmiento era, por así decir, más español que los españoles sin saberlo, porque nos culpaba, decía Unamuno, él y otros muchos escritores de América "de faltas de la que con nosotros participan, ya que tomen por tales las que no lo son, ni en ellos ni en nosotros" (Idem). La culpa no es de nadie y es de todos…
En realidad, nadie sabe bien en la civilización hispánica, en la Res Hispánica, en la cultura de Hispanoamérica donde se ubica la periferia y el centro de nuestras bondades y nuestras desgracias. ¿Está en Buenos Aires, o en México D.F., o en Madrid, o en la Patagonia? ¿Es posible hallar la argentinidad sin España? ¿Tienen respuestas claras y distintas la preguntas de Sarmiento, primer guía de la Argentina, sobre si "somos nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello". A esas preguntas, que podrían resumirse en una única, a saber, como hallar lo más genuino de Argentina, la argentinidad, trató de contestar Ricardo Rojas, el gran discípulo de Sarmiento, en un libro muy querido por Unamuno: La restauración nacionalista. El propio Rojas le pidió a Unamuno un informe sobre su obra (aparece inserto en el libro) que es muy revelador para nuestro tema, A vueltas con España, o sea con la civilización de Hispanoamérica: "En la Argentina", dice Unamuno, "empiezan a dar fruto gérmenes que siendo muy castizos y peculiares nuestros, aquí se han malogrado, y en que decía (…) estoy convencido de que cuando se quiera ver la historia en argentino, en nativo, se acabará por verla en español; al final de este informe escribe Rojas: cree el señor Unamuno que cuando los argentinos veamos nuestra propia historia en argentino concluiremos por verla en español, y yo creo que cuando los españoles la vean con esa clarividencia terminarán por verla en argentino, coincidiendo unos y otros en sus apreciaciones" (Ensayos II, 1025). Pues eso, imposible es alcanzar la argentinidad sin la españolidad y viceversa. ¿Dónde está el centro, y dónde la periferia?
También yo digo, como Unamuno en respuesta a las de Rojas, conformes de toda conformidad.
Seguiremos.