Cuando me enteré de lo de la ardilla cancelada (o sea, sacrificada) en Nueva York por consentimiento de su alcalde demócrata, Eric Adams, de color negro, excapitán de policía y acusado recientemente de corrupción, tuve un presentimiento. La defensa de las mascotas que ha hecho Donald J. Trump, aunque haya sido colateral, ha sido decisiva.
Haber aludido a motivos burocráticos para ejecutar al animalito, Peanut, estrella por cierto de Instagram, impregnó el aire demócrata de Estados Unidos de un aroma a crimen en pleno acto final de las elecciones. Quién sabe cuánto influyó en ellas, si lo hizo, sobre todo por la demostración de la gran hipocresía que reina, y ha reinado siempre, en la política.
Si, como dijo Ortega, "el orangután es el hombre sincero", esto es, el primitivo o paradisíaco, que no ha aprendido a mentir, y la hipocresía es un bien que disminuye la violencia social y permite la convivencia (Óscar Wilde), ¿cómo pedir verdad, honestidad y decencia a los más peligrosos de los hombres, los políticos? Los peores de todos ellos son los que, ejerciendo la mentira y la hipocresía, acusan a otros de hacerlo. Es el caso abierto contra Trump-Vance. Los hipócritas son ellos, no los que les acusan.