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Los 'profes' están matando la educación

Menos pedagogos al estilo de Paulo Freire y más capitanes en la senda de Tom Cruise.

Menos pedagogos al estilo de Paulo Freire y más capitanes en la senda de Tom Cruise.
© 2022 Paramount Pictures. All Rights Reserved.

En Hollywood se produce una curiosa dicotomía entre películas de profesores y de entrenadores de equipos deportivos. Estos últimos son duros y exigentes en el trato con sus jugadores, priorizando el esfuerzo y la disciplina sobre la empatía y la amabilidad. El mensaje está claro: la búsqueda de la excelencia requiere renunciar a la facilidad y el confort. Pero lo que sirve para el baloncesto y el béisbol no vale, según la mentalidad imperante, para las matemáticas y la poesía. Es fácil reconocer a un profesor salido de la Universidad de Disneylandia en la infantilización de su lenguaje. Saluda con un "holi", pide las cosas "porfi" y, lo que es peor, se refiere a sí mismo como "profe". De esta manera, cree que se está acercando a los alumnos, lo que puede ser cierto ya que se transforma en uno más de ellos. Pero de un modo que baja su nivel cultural e intelectual, en lugar de elevar el de sus alumnos. El populismo pedagógico sirve para ganar el Oscar a actores que le dan al público general lo que busca, emociones fáciles de digerir y mensajes sentimentalmente correctos. Pero está siendo el puente hacia destrucción de los lemas de cualquier sistema educativo que se precie —tradición, honor, disciplina y excelencia— que son las que ridiculizó El club de los poetas muertos, la película paradigmática de alumnos vagos y ese sucedáneo de profesor que es el típico profe: en lugar de analizar textos, se arrancan páginas de libros. Inquisición con máscara progresista.

La última película que cae en el cliché hollywoodense del "profe" es Los que se quedan, dirigida por Alexander Payne. Paul Giamatti interpreta a un profesor exigente y comprometido con la excelencia. Se enfrenta al director de la escuela privada donde trabaja porque se niega a aprobar a un alumno simplemente porque su padre es un multimillonario que ha donado mucho dinero. Sus alumnos no lo aman, el resto de profesores lo critica y el director quisiera despedirlo. Cuando discute con el director por no haber aprobado al hijo de papá ricachón hace un manifiesto de su programa como docente:

No podemos sacrificar nuestra integridad en el altar de sus derechos. Solo intento inculcar una disciplina académica básica. Ese es mi trabajo. ¿No es el tuyo?

Payne, sin embargo, lo pinta como alguien no solo antipático, sino incluso sádico y despreciativo con sus alumnos. Por circunstancias, se tiene que quedar durante la Navidad en el internado acompañado de un alumno inteligente pero con problemas familiares y la cocinera, con todavía más problemas. Como es habitual en las películas hollywoodenses, el profesor se "humanizará" rompiendo los códigos de la escuela y enfrentándose a unos padres descritos como si fueran los embajadores de Putin (para la época descrita, los 70, de Breznev). La película de Payne es el último eslabón de una cadena de profes cuya obra maestra de la demagogia educativa es El club de los poetas muertos, y que también cuenta entre sus filas con Escuela de Rock y el Profesor Holland. En todas ellos, los profes son unos iconoclastas foucaltianos, en contra de la disciplina (y la genuina originalidad) y a favor de la inspiración (y la tramposa espontaneidad), sacando a relucir los talentos naturales ocultos sin apenas trabajo. Su fundamento último es Rousseau, para el que la sociedad reprime la bondad natural por lo que es preciso acabar con las convenciones sociales. Una derivada roussoniana es que hay que cancelar la misma institución educativa, cambiando las escuelas descritas como si fuesen un campo de concentración por un parque de distracciones, a ser posible con muchos aparatos electrónicos que las empresas tecnológicas han conseguido vender como si fuesen el progreso. Aprender debe ser divertido para los profes, un juego, pero al estilo del parchís, no el ajedrez. Tras la plaga de la "gamificación", ahora llega la pandemia de la IA. El caso es no abrir un libro.

Frente al profesor, dibujado como un tirano, el profe es un showman que se sube a las mesas para declamar a Walt Whitman, pero que considera que contar la métrica de los versos es un acto fascista. ¿Normas? ¿Rigor? ¿Trabajo duro y grandes expectativas? Nada de eso, hay que premiar la indisciplina, el capricho y la vagancia (todo ello vendido con la etiqueta "libre desarrollo de la personalidad").

Sin embargo, hay películas en las que sí se defiende que la tarea fundamental del profesor es inculcar una disciplina académica básica, basada en normas de disciplina y enfocada en el trabajo duro para lograr alcanzar altas expectativas. Pero ninguna de ellas goza del favor del público, tampoco de la crítica, mucho menos de los premios de la Academia. Véase El hombre sin rostro de Mel Gibson (con el propio Gibson interpretando al profesor Mc Leod) y Con ganas de triunfar de Ramón Menéndez (con Edgar James Olmos como el profesor Escalante). Frente al profe John Keating de El club de los poetas muertos que les enseña el carpe diem, tanto el profesor como el profesor Escalante guían a sus alumnos por la senda de otro lema latino sapere aude. Frente al iconoclasta Keating, que manda arrancar páginas de los libros de texto, los iconodulos Mc Leod y Escalante hacen cavar agujeros en la tierra para aprender cálculo y les hacen ir a clase incluso los sábados y durante las vacaciones de Navidad. Frente al profe Keating que les anima a ser subversivos, los profesores Mc Leod y Escalante les exigen que tengan un pensamiento fundamentado, basado en la tradición, estructurado por la disciplina, encaminado a la excelencia, guiado por el honor y encaminado a la crítica constructiva. De manera reveladora, el modelo del profe Keating conduce a sus alumnos al desastre, mientras que el de los profesores Mc Leod y Escalante los lleva hacia el éxito. Sin embargo, es El club de los poetas muertos el que se ha convertido en el referente para los docentes, lo que les ha conducido a convertirse en miembros de un club, cierto, pero el de los profes zombis.

Como decía, las películas con entrenadores deportivos son otra cosa. Aquí no hay profes, sino profesores en el sentido auténtico y propio del término, no su simulacro empático y edulcorado. Gene Hackman en Hoosiers (1986) presiona a sus estudiantes-jugadores hasta el límite, exigiendo la excelencia, solo la excelencia y nada más que la excelencia. Se hace lo que él dice, y punto, porque es el profesor y encarna el principio de autoridad. Y a quien no le guste, al banquillo a escuchar rap (Hickory, que así se llama el entrenador, tiene pinta de escuchar música country, la más detestada por la tribu progre, que también detesta el rap pero le hace la pelota para parecer juvenil y transgresora). Es de hecho lo que hace cuando el mejor del equipo se le ocurre lanzar a canasta antes de que el equipo haya dado los cuatro pases que les había ordenado, a pesar de que tiene que jugar el resto del partido con solo cuatro jugadores. Imaginen al típico espectador socialdemócrata (ni una mala palabra, ni una buena idea) tachándolo de fascista por no haber sido suficientemente dialogante. El profesor (tres sílabas, pro-fe-sor, tampoco es tan difícil, mentes débiles) los ha entrenado con dureza, prohibiéndoles encestar durante los entrenamientos para que trabajen en los pases, la defensa y la resistencia. Es mejor perder partidos que bajar el nivel de excelencia, erosionar la disciplina y tolerar la disrupción. Finalmente, la estrella del equipo se pone de lado del entrenador cuando pretenden echarlo: ha sido el alumno el que se ha elevado a la altura del profesor, en lugar del profe rebajarse al nivel del alumno. Para más de lo mismo véase The Karate Kid, Coach Carter o, últimamente, Top Gun: Maverick, la representación más genuina de que una institución escolar debe ser más parecida al ejército que a una guardería y que un profesor jamás debe reducirse a la condición lingüísticamente jibarizada, conceptualmente infantiloide y sectariamente incompetente de ser llamado, y mucho menos autodenominarse, "profe". Menos pedagogos al estilo de Paulo Freire y más capitanes en la senda de Tom Cruise.

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