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Óscar Elía

Ucrania: Trump contra Trump

El Kremlin nunca se ha tomado en serio al débil Biden, y el propio Trump no será tomado en serio si Putin se apunta el tanto ucraniano.

El Kremlin nunca se ha tomado en serio al débil Biden, y el propio Trump no será tomado en serio si Putin se apunta el tanto ucraniano.
El presidente de EEUU electo, Donald Trump, en su discurso tras las elecciones. | Europa Press

En la agenda exterior de todo presidente norteamericano hay tres tipos de decisiones que tomar: las relativas a aquellos que se encuentra al llegar a la Casa Blanca, que hereda de su antecesor y que debe tomar aunque no desee; las que parten de él porque forman parte de su propia agenda, y en las que tiene mayor libertad; y aquellas que surgen durante sus cuatro u ocho años de mandato que le vienen impuestas desde el exterior, que ni le son ajenas ni preferibles del todo. Más allá de lo que nos muestran las novelas o series de televisión, lo cierto es que los presidentes norteamericanos configuran el mundo en el que viven, pero son configurados en igual medida por el mundo que les toca vivir.

Esto es así porque lo que caracteriza a una gran potencia no es su deseo o interés por intervenir en todos los lugares del mundo, sino la necesidad que tiene de hacerlo: su propia condición de potencia le hace encontrarse, en todo momento y en todos los sitios, con todos. Por eso ser una potencia hegemónica conlleva usualmente más deberes que derechos. Deberes que son asfixiantes en una época de absoluta globalización como la nuestra, donde los intereses más íntimos y más variados están desparramados por todo el mundo, fundiendo lo diplomático con lo militar, lo económico, lo tecnológico o lo cultural. Por eso una gran potencia no elije ser o no una gran potencia. Y esto significa que para los Estados Unidos actuales el intervencionismo y el aislacionismo no son un botón que se puede encender o apagar a voluntad de quien se sienta en el Despacho Oval. La presidencia de Trump no va a ser una excepción a todo lo anterior, por mucho que los más exaltados partidarios y detractores del otra vez nuevo presidente piensen lo contrario: como todo presidente hará cosas que desee, hará otras que deteste; y hará cosas detestables de la forma que más desee y cosas que desee de formas que deteste.

La guerra Ucrania pertenece al tipo de problemas detestables que Trump se encuentra sobre la mesa sin desearlo. Aunque no es nuevo para él, porque el conflicto comenzó en verdad en 2014 con la invasión de Crimea. La invasión de Ucrania ha tenido lugar durante las administraciones de Obama, Trump y Biden, lo que significa que no es la primera vez que se topa en serio con Rusia, cuyos dirigentes aún recuerdan que con Trump las sanciones contra la economía rusa alcanzaron los niveles más altos.

Volviendo al presente, a día de hoy sabemos poco acerca de la política que a partir de enero llevará Trump respecto a Ucrania. La información de que disponemos es fragmentaria y desordenada, como todo lo que suele rodear a Trump. No conocemos bien el contenido de la reunión del pasado septiembre con Zelensky, ni la que tuvo con Biden tras las elecciones del día 5, y que precedió a la autorización, presumiblemente pactada, para el uso de ATACMS en territorio ruso. Pese a todo conocemos sus famosas palabras del año 2023: "Si yo fuera presidente la guerra Rusia-Ucrania nunca habría sucedido. (…). Pero incluso ahora, si fuera presidente, podría negociar el fin de esta guerra horrible en 24 horas". Conocemos también la admiración personal, que no esconde, por el estilo de liderazgo de Putin; la postura del vicepresidente electo Vance, que en más de una ocasión ha manifestado que la guerra debiera acabar ya, con la mutilación de Ucrania y su estatuto de país neutral y neutralizado; y conocemos el cansancio generalizado entre los republicanos con el gasto destinado a sostener a Kiev.

La guerra no la empezó Estados Unidos, pero en un escenario de estancamiento es el único actor que puede terminarla. Rusia ha demostrado tener una formidable fuerza militar....del siglo XX; mientras que Ucrania, con todo tipo de ayuda militar detrás, se ha mostrado como un ejercicio del siglo XXI, pero sin bases sólidas. El resultado, tres años después, es una guerra de desgaste, sostenida por el esfuerzo occidental, es decir, norteamericano. El grifo de la ayuda militar norteamericana es el factor que puede inclinar la guerra de un lado o de otro. Provocar el empantanamiento actual ruso o el desplome militar ucraniano.

Aunque Trump todavía no ha formulado una política respecto a Ucrania, podemos dar casi por seguro que ésta pase por forzar una negociación entre rusos y ucranianos que implique la ruptura de la integridad territorial ucraniana y un estatuto particular para el resto del país. Hasta enero, los dos bandos intensificarán su esfuerzo militar, con el fin de llegar a la mesa de negociación con un frente de guerra que permita sentarse a ella con más garantías: las hostilidades se van a intensificar en las próximas semanas, por ambos bandos, y ahí el papel norteamericano, de las dos administraciones, es fundamental. No sólo, pero de la Casa Blanca dependen las líneas de alto el fuego para el día antes.

Trump quiere el fin de la guerra y lo quiere cuanto antes. Como buen empresario, sabe que es mala para los negocios; los republicanos están convencidos de que el coste para el contribuyente norteamericano es demasiado alto; y está en el propio corazón del movimiento MAGA que Estados Unidos se debe primero a si mismo y después a los demás. Las tendencias mercantilistas mostradas por Trump indican también su preferencia por las guerras económicas antes que por las militares, y su interés está más puesto en China que en Europa. Todo esto invita a pensar en una solución trágica para Ucrania y y dolorosa y humillante para los europeos, atrapados entre una retórica belicista y una estrategia impotente. Es lo que celebra, a izquierda y derecha, el putinismo global.

Pero no tan rápido: cómo decía Clausewitz, la guerra es un choque de voluntades, y la voluntad de enfrente no es ni más ni menos que la de Putin. A él no lo ha elegido Trump. La agenda del Kremlin también cuenta, y ésta la conocemos mejor que la del reelecto presidente. Hace un par de semanas Putin volvía a recordar que Ucrania es solo una pieza dentro de un tablero en el que Rusia reclama una reformulación del orden internacional y europeo y un protagonismo especial de Rusia en esta reformulación; lo que exige necesariamente la modificación de las fronteras y los equilibrios de fuerza en Europa Central, revirtiendo el orden surgido tras la caída de la URSS. No es Ucrania, sino la OTAN y la EU salidas de los noventa lo que tiene Putin en mente. En esto hay que reconocer la claridad del Kremlin.

También en el hecho de que Putin siempre ha concebido esto como una labor a largo plazo, y los tiempos en Moscú son distintos a los de Washington. La solución a la que se ve tentada la Casa Blanca y que todos damos por hecha implicará que el segundo mandato de Trump comenzará con un tanto, costoso pero real, a favor del Kremlin: en clave rusa, el que aguanta gana, y es difícil ocultar que en Ucrania no será Estados Unidos. El factor moral es importante a nivel internacional es esencial, pero también a nivel interno: la credibilidad, la fiabilidad, la grandeza de un país son fundamentales porque los asuntos militares siempre acaban repercutiendo en el resto de cosas: entre ellas, las económicas.

Una de las cosas que los norteamericanos no han perdonado jamás a Biden es su debilidad y falta de liderazgo, que arrastra al país a la falta de credibilidad. Hasta ahora, Putin se ha salido con la suya porque con costes enormes mantiene un conflicto, pero con ganancias territoriales que parecen definitivas. El Kremlin nunca se ha tomado en serio al débil Biden, y el propio Trump no será tomado en serio si Putin se apunta el tanto ucraniano.

Si el líder ruso puede anotarse en triunfo en Ucrania, el líder norteamericano se anotará la derrota. Demasiado para un ganador compulsivo como es Trump, que gusta vencer hasta en los juegos de naipes. El macho alfa de Mara Lago está acostumbrado a ganar, y en términos internacionales, su imagen se une a la de Estados Unidos. No se trata así de un conflicto alejado, sino demasiado cercano a la personalidad trumpista tras la indolencia de Biden. Y se trata también de las repercusiones en términos diplomáticos, económicos o sociales en otras partes del mundo y en la misma América. Es casi una constante que sin la confianza en el exterior se debilita la confianza en el interior: precisamente de esta dialéctica surgió la presidencia de Reagan.

Dicho de otra manera: América no puede ser grande otra vez si la credibilidad de Trump se ve mermada. No hay América first si los demás no reconocen al first. Por eso, desde esta perspectiva, la personalidad trumpiana y sus tendencias invitan a pensar que la paz con Putin no será tan sencilla como cerrar unas líneas fronterizas en Ucrania. Si Trump es fiel a sí mismo, ambos dirigentes están destinados a medirse las fuerzas en serio, si no ahora más tarde: desde esta perspectiva MAGA es incompatible con la agenda rusa, y la personalidad de su líder, también.

En fin, en la guerra Ucrania se ponen frente a frente los dos Trump: el Trump pragmático, negociador y negociante, alérgico a poner en riesgo vidas norteamericanas y cansado de llevar el peso del mundo libre, deseoso de librarse por fin del lodazal ucraniano; y el Trump que soberbio u orgulloso desea por encima de todo ganar a todos y en todo, deseoso de que tanto él como los Estados Unidos sean reconocidos unánimemente por los demás. Entre estas dos tendencias, contradictorias y paradójicas, se mueve el catálogo de posibles decisiones respecto a la guerra en Ucrania, que no es sólo la guerra en Ucrania sino la pregunta por el propio Trump y su movimiento político.

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