
Hay un plátano que cuesta seis millones de dólares. Con este plátano pasa algo similar a lo que sucede con los tomates en el supermercado, que en la báscula están catalogados como verdura, aunque en el laboratorio de biología los etiquetan como fruta. Da igual que los catalogues como fruta o verdura para que los tomates cuesten lo que cuesten en el mercado. Pero un plátano tiene diferente precio si lo catalogas como fruta o como arte. En una frutería, un plátano cuesta menos de un euro, pero en la última subasta de arte se ha vendido un plátano por más de seis millones de dólares. A usted, estimado lector, esto le parecerá un síntoma de que nos hemos vuelto completamente locos, que la idiocracia es el sistema político que en realidad domina el mundo y/o que los marchantes de arte han conseguido emular a aquellos ingeniosos sastres que convencieron a un emperador de que tenían la tela más maravillosa para hacerle un traje, pero que resultaba ser invisible a los estúpidos. También habrá quien le eche la culpa a Yoko Ono. Pero en realidad la culpa, como no podía de otra manera, es de un filósofo. Del más oscuro, del más difícil, del menos leído pero más influyente. Un tal Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el gran frutero filosófico.
Mi frutero me vende los plátanos a 2,80 el kilo y le parece un escándalo que haya quien pague una burrada de millones por un plátano. No se consuela cuando le explico que el plátano hay que sustituirlo periódicamente. Lo que más le duele es lo que se podría hacer con esos seis millones de dólares. Ayudar a las damnificaciones de la DANA valenciana, sin ir más lejos. Pero mi frutero se equivoca en que es el plátano lo que cuesta seis millones de dólares, porque en el arte actual dominante –en el Reina Sofía, Moma, Guggenheim y demás– no se venden pinturas, esculturas, ni siquiera "instalaciones" o "performances". Ni hablar. Lo que se venden son, aunque le pueda parecer increíble a mi frutero, IDEAS.
Usted puede destruir el plátano, comérselo, aplastarlo, desintegrarlo incluso, y ni siquiera habrá rozado la verdadera obra de arte que es la IDEA tras el plátano. Usted podría haberse liado a martillazos con el urinario que llevó Duchamp a una exposición de arte en 1917 y Duchamp ni se inmutaría, limitándose a sustituir ese urinario por otro. Lo volvería a llamar "Fuente" y a otra cosa, mariposa. Las obras de arte tradicionales se podían dañar físicamente, pero las obras de arte contemporáneas, posmodernas, no se pueden destruir porque su reino no es de este mundo físico, sino que residen en la dimensión abstracta. Si usted cree que una obra de Joseph Beuys es un fraude es simplemente porque usted es incapaz de comprender la IDEA que subyace tras sus "instalaciones" en apariencia caprichosas y arbitrarias. No es que Beuys sea un fraude, sino que usted, amigo, es un imbécil. No lo digo yo, ojo, sino la élite intelectual que no "ve" las obras de arte ("ver" es cosa del vulgo), sino que las "piensa".
En realidad, solo hay una forma de acabar con los plátanos, urinarios y Yoko Ono: destruir el sistema filosófico de Hegel. Tarea ímproba, por no decir imposible. Los filósofos, en general, han sido los grandes enemigos de los artistas. Platón querían subordinarlos a los filósofos en su polis ideal, de modo que los filósofos le dijesen a los artistas lo que tenían que hacer y decir en aras del bien común dictado por el propio rey-filósofo. Hegel fue un paso más allá: no había que subordinar a los artistas a los filósofos, sino que había que destruir a pintores, escultores y gente así para que los filósofos ocupasen su lugar. En una de las trampas conceptuales más geniales y tóxicas de la historia, Hegel introdujo en la mente de los artistas románticos que el vínculo que unía desde los bisontes de Altamira el arte con la belleza había que romperlo. En su lugar, el arte se ocuparía de algo así como "lo interesante" y los temas de actualidad (Félix de Azúa lo explica divinamente en esta charla con Eduardo Arroyo). El arte que había sido tradicionalmente ese espacio donde se trataba de captar la belleza entendida como el resplandor de la verdad, se transmutó en una actividad en la que los artistas dejaron de plantearse las categorías estéticas clásicas para tratar de convertirse en una especie de filósofos cuya misión ya no era provocar una sensación de belleza más o menos intelectual, sino un debate de conceptos expresados en una jerga medio ininteligible siguiendo el ejemplo de la prosa churrigueresca del propio Hegel.
A ese arte que todavía trataba de buscar la belleza a través de obras como pinturas y esculturas lo llamó Duchamp "arte retiniano", en comparación con el auténtico y profundo "arte conceptual", el cual, como su propio nombre indica, no se dedicaba a estimular las retinas (del populacho), sino a multiplicar las sinapsis neuronales (de una élite tan pedante como retorcida).
El epígono de Hegel en el siglo XX fue Arthur C. Danto, el crítico de arte que tuvo un shock contemplando la reproducción que hizo Warhol de un objeto sacado de un supermercado, piense en cualquier caja de cualquier producto, elevando la mercancía banal a una suprema obra de arte. Danto constató fascinado que ya cualquier cosa podía ser una obra de arte. Y, por tanto, ya no había artistas, ya que todos podemos convertir cualquier cosa en arte. Si acaso, solo necesitamos a alguien tan espabilado como Danto para que nos escriba un texto en el que se nos diga que incluso la basura es arte; a un módico precio el texto, claro. Luego basta con convencer a un director de museo vanguardista, o dueño de una galería de arte cool, para que nos exponga nuestra "obra" convenciéndolo de que tiene perspectiva de género, responde a una cuestión social u otra excusa políticamente correcta. Cualquier cosa menos decirle que es bella. Tras el urinario de Duchamp, la caja llena de mierda (literalmente) de Piero Manzoni, una habitación completamente vacía en la Tate Gallery (Premio Turner) y dos muñecos hinchables practicando sexo de Martin Creed, solo falta que un artista decida llevar a la práctica la propuesta surrealista de Bretón de:
salir a la calle con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud. Quien nunca en la vida haya sentido ganas de acabar de este modo con el principio de degradación y embrutecimiento existente hoy en día, pertenece claramente a esa multitud y tiene la panza a la altura del disparo.
Breton no hace sino llevar la lógica de Hegel a su última consecuencia: una vez destruida la belleza y la verdad, solo queda destruir a los seres humanos. Será más que un asesinato, un genocidio, pero lo llamarán arte y se quedarán tan tranquilos.
Como decía, comerse el plátano de los seis millones de dólares no tiene ninguna repercusión. Será por plátanos… Como dije, se trata de destruir el mismo fundamento intelectual de este autodenominado "arte conceptual". Es decir, tenemos que atrevernos con Hegel. Imaginemos que en la ciencia hubiesen aborrecido el concepto de verdad, en la ética el de bien o en la política el de justicia. Viviríamos ahora una situación parecida a la de la película La purga, con todos peleando contra todos para tratar de sobrevivir. Pues es esto lo que ha acontecido en el terreno de la estética y la teoría del arte una vez que hemos abjurado del concepto de belleza. Rimbaud lo manifestó con su poética brutalidad en Una temporada en el infierno:
Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos fluían.
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga.— Y la injurié.
La solución a esta anarquía delirante disfrazada de vanguardia intratable es volvernos tan intratables como los plataneros con ínfulas, y expresar bien alto que el emperador hegeliano está desnudo, arrancando de las rodillas putrefactas de ese poeta resentido y amargado que era Rimbaud a la Belleza y luchar para que vuelvan las vides de Dionisio a dar fruto bajo los rayos de sol de Apolo. Porque, si no, algún día algún tarado emulador de Duchamp, Warhol y Cage terminará por salir a la calle para matar a alguien pretendiendo estar haciendo la obra de arte suprema. Si la víctima es el criptomillonario chino que ha comprado el plátano, veremos si la broma le hace tanta gracia.