Hay gente, más de lo que parece a simple vista, que disfruta decapitando gente. A la manera bárbara del cuchillo o al modo civilizado de la guillotina. El día de la cabalgata de Reyes, un profesor universitario vasco de extrema izquierda publicó un tuit con la imagen del cadalso de Luis XVI y María Antonieta. Los niños inocentes sueñan con recoger caramelos y disfrutar los regalos, mientras que los psicópatas políticos se imaginan vertiendo sangre y levantando cabezas sanguinolentas a multitudes que confunden el sadismo con la justicia social. Pablo Iglesias declaraba en sus tiempos vallecanos que la guillotina es la madre de la democracia. Durante la ceremonia de los Juegos Olímpicos de París también recordaron a María Antonieta, decapitada, para reírse de ella. El Sena se volvió a teñir de rojo porque para un izquierdista no hay conmemoración que no pase por el asesinato como una de las artes socialistas.
Las decapitaciones bárbaras son las cometidas a cuchillo. Cosas del Tercer Mundo, creíamos. Hace veintidós años, el periodista norteamericano Daniel Pearl fue el primero de una serie de decapitaciones que Al Qaeda y el Daesh perpetraron para ilustrar al mundo sobre la barbarie islamista que anunciaban exportar al mundo. Lo que ocurría en Pakistán o Siria, violaciones masivas a mujeres y decapitaciones sin freno a "infieles", ya sucede en Francia y Reino Unido, aunque las autoridades mediáticas, policiales y políticas tratan de taparlas con cortinas de humo que solo Elon Musk se ha decidido a disipar mediante el ventilador de verdad en el que ha convertido Twitter.