
Hay gente, más de lo que parece a simple vista, que disfruta decapitando gente. A la manera bárbara del cuchillo o al modo civilizado de la guillotina. El día de la cabalgata de Reyes, un profesor universitario vasco de extrema izquierda publicó un tuit con la imagen del cadalso de Luis XVI y María Antonieta. Los niños inocentes sueñan con recoger caramelos y disfrutar los regalos, mientras que los psicópatas políticos se imaginan vertiendo sangre y levantando cabezas sanguinolentas a multitudes que confunden el sadismo con la justicia social. Pablo Iglesias declaraba en sus tiempos vallecanos que la guillotina es la madre de la democracia. Durante la ceremonia de los Juegos Olímpicos de París también recordaron a María Antonieta, decapitada, para reírse de ella. El Sena se volvió a teñir de rojo porque para un izquierdista no hay conmemoración que no pase por el asesinato como una de las artes socialistas.
Las decapitaciones bárbaras son las cometidas a cuchillo. Cosas del Tercer Mundo, creíamos. Hace veintidós años, el periodista norteamericano Daniel Pearl fue el primero de una serie de decapitaciones que Al Qaeda y el Daesh perpetraron para ilustrar al mundo sobre la barbarie islamista que anunciaban exportar al mundo. Lo que ocurría en Pakistán o Siria, violaciones masivas a mujeres y decapitaciones sin freno a "infieles", ya sucede en Francia y Reino Unido, aunque las autoridades mediáticas, policiales y políticas tratan de taparlas con cortinas de humo que solo Elon Musk se ha decidido a disipar mediante el ventilador de verdad en el que ha convertido Twitter.
Pocos días antes de Navidad, un tribunal de París condenó a penas más altas de las que pedía el fiscal a los que planearon y llevaron a cabo el asesinato del profesor de Valores Éticos Samuel Paty. Los dos jóvenes que ayudaron al asesino de 18 años, acompañándolo a comprar un cuchillo y llevándolo en coche hasta el sitio del delito, fueron sentenciados a 16 años de prisión por complicidad. Asimismo, otras dos personas, entre ellas el padre de una estudiante musulmana que falsamente acusó al profesor de islamofobia y un imán radical, recibieron condenas de 13 y 15 años, respectivamente, por dirigir una feroz campaña de odio en redes sociales contra el docente, lo que incrementó el fanatismo y la desinformación que condujeron al asesinato. Todos ellos fueron condenados por asociación criminal con fines terroristas, aunque la fiscalía no había aplicado la agravante del terrorismo, lo que es un indicio de que la sociedad francesa, en particular los jueces, está empezando a tomarse la amenaza del fundamentalismo islámico en serio.
Cuatro años antes, en octubre de 2020, fue cuando Samuel Paty, un profesor de Historia que impartía la asignatura de Valores Éticos, fue brutalmente asesinado y decapitado al salir de su instituto de secundaria de París. El acto de barbarie sacudió a Francia y al mundo entero (que se quiso enterar, ya que los progres filoislamistas miraron hacia otro lado). Este crimen, perpetrado por un refugiado checheno tan joven como fanatizado en el islam, no solo fue un atentado contra una vida inocente sino también un ataque directo a los valores fundamentales de la libertad de expresión, la educación, el laicismo y la secularidad que la república de Francia, y se supone que de una Europa que no termina de despertar de su sopor buenista, defiende con tanto fervor.
¿Cuál había sido el "crimen" de Samuel Paty? No se le ocurrió otra cosa, heredero de Condorcet y Voltaire, que tratar de enseñar de verdad a sus alumnos sobre el significado de la libertad de expresión. Es decir, poniéndola en práctica. Para ello, utilizó caricaturas del profeta Mahoma publicadas por la revista satírica Charlie Hebdo como material didáctico. La publicación de las viñetas fue la excusa que usaron los terroristas islámicos para atentar contra los humoristas en la sede de la revista, asesinando a dieciocho personas. La lección de Paty, que estaba en perfecta armonía con el espíritu de la ilustración francesa y el laicismo, le costó la vida. El asesino actuó bajo la influencia de un movimiento islamista que radicaliza la interpretación del islam, convirtiendo la religión en un pretexto para la violencia y el terror.
Este acto no solo es una muestra de la amenaza que representa el islamismo radical, sino también un reflejo del silencio cómplice que a menudo lo acompaña. El islamismo y los islamistas no son solo una amenaza para la seguridad pública; es una ideología que busca imponer una visión retrógrada de la sociedad, donde la libre expresión y la educación crítica son vistas como herejías a erradicar. La campaña de odio en redes sociales contra Paty, iniciada por el padre de una alumna y alimentada por activistas islamistas, fue la chispa que encendió este acto atroz, demostrando cómo el discurso de odio puede conducir a la violencia física. Pero si atroz es el asesinato ejecutado por islamistas, desesperanzador es la respuesta que se da desde la izquierda filoislamista, desde José Luis Rodríguez Zapatero y el Papa Francisco cuando culparon a Charlie Hebdo por haber publicado las viñetas, con la peregrina excusa de que no se deben ofender los sentimientos religiosos, hasta los que como Keir Starmer en Reino Unido y Pedro Sánchez en España no dicen ni una palabra de solidaridad con las víctimas cuando los asesinos y violadores son fundamentalistas islámicos o bandas de musulmanes que perpetran las violaciones con un componente racista y religioso.
Más allá de la tragedia, lo que resulta aterrador es el silencio de los "cobardes". Es el silencio de aquellos que, por miedo, conveniencia política, o temor a ser etiquetados como islamófobos, no denuncian con suficiente vehemencia este tipo de actos. Este silencio no solo perpetúa el miedo y la autocensura entre educadores y ciudadanos comunes sino que también legitima, aunque sea indirectamente, a los extremistas al no enfrentarlos con la determinación que se requiere.
El asesinato de Paty debería ser un punto de inflexión, un momento para reflexionar sobre cómo la sociedad debe enfrentar el extremismo sin caer en la islamofobia, pero también sin hundirse en el silencio cómplice. La libertad de enseñar, de aprender, y de expresarse son pilares de cualquier democracia y no pueden ser negociados por el terror.
Hay dos películas que deberían ser proyectadas en todos los institutos de Europa. Los hermanos Dardenne relataron en El joven Ahmed cómo en Bélgica (vale para Inglaterra, Alemania, ay, España) un joven musulmán, casi un niño, es captado por un imán radical que le convence para que asesine a una de sus profesoras, también musulmana pero que viste sin hiyab y está plenamente secularizada. En la más cercana en el tiempo Amal (2023), el director de origen marroquí Jawad Rhalib acompaña a Amal, una profesora francesa en un instituto de Bruselas, se dedica a fomentar el amor por la lectura, la defensa de la libertad de expresión y la promoción de la tolerancia entre sus alumnos. Sin embargo, sus métodos y principios no son bien recibidos por todos; algunos estudiantes y colegas, influenciados por el extremismo islámico, se oponen vehementemente a sus enseñanzas. A pesar de estas adversidades, Amal no se amedrenta, especialmente cuando se trata de apoyar a Monia, una de sus alumnas. Monia es una joven reservada que ha sido víctima de ataques, acoso y amenazas debido a las sospechas sobre su orientación sexual. Amal se mantiene firme en su compromiso de proteger y ayudar a Monia, demostrando así su dedicación a los valores que tanto defiende.
Ahmed y su imán frente a Monia y su profesora Amal nos advierten, como decía, del terrible error en el que ha caído la progresía biempensante occidental, que, para evitar la acusación de islamofobia, han dejado a los musulmanes y, sobre todo, musulmanas de buena fe y mejor inteligencia a los pies de los lobos islamistas. Por no hablar, claro, de las miles de niñas blancas y cristianas que han sido sacrificadas (humilladas, violadas y torturadas) en el altar del silencio y la ocultación políticamente correctas.
Francia ha respondido con homenajes nacionales y con la promesa de proteger a sus educadores, pero la verdadera respuesta debe ser global. Debe haber una denuncia contundente del islamismo radical, no de la religión en sí, sino de su pervertida interpretación que lleva a la violencia. Al mismo tiempo, debemos romper el silencio de los cobardes, promoviendo un discurso valiente que defienda la libertad, la educación y la vida, sin ceder al miedo o a la opresión. El legado de Samuel Paty debe ser la valentía de enseñar y aprender en un mundo libre de la sombra del extremismo y el silencio cómplice.