
Conozco discípulos tan grandes como sus maestros. Algunos incluso son mejores que sus predecesores. Y admiro, cada vez más, a los filósofos que se esfuerzan en la superación de los maestros. Mal discípulo sería el filósofo, como decía Nietzsche, que no aspirase a superar al maestro. Este sugerente parecer sobre el magisterio filosófico es el fundamento, el porqué, del gozo que algunos filósofos sienten al estudiar a los grandes maestros del pensamiento filosófico a través de sus discípulos. Es un privilegio sólo al alcance de las personas que son capaces de identificar al genuino discípulo de cualquier descuartizador de filósofos. Esa aptitud, por desgracia, está poco desarrollada a lo largo de la historia de la educación contemporánea. Los excesos y abusos de la pedagogía académica, casi siempre acompañada de un ingente número de manuales dogmáticos de historia de la Filosofía, han ocultado tanto las continuidades como las rupturas entre maestros y discípulos, o peor, no han conseguido explicar la originalidad y singularidad, en fin, la novedad que trae un determinado autor.