
Escribamos de las corridas de toros. O sea de España. Aprovechemos cualquier ocasión para escribir de un arte tan culto como refinado. No nos importe quienes viven inmersos en el tiempo ideológico. De la contradicción y el engaño. Démosle puerta a ese personal. Dejémoslo de lado. No malgastemos nuestras vidas discutiendo con bárbaros incapaces de trascender el tiempo histórico. Despreciemos a quienes maldicen de los toros y los toreros, de los ganaderos y de los aficionados, sin sentir, sin saber y, sobre todo, sin reconocer sus propios límites críticos. Imposible hablar con alguien que maldice y, además, no tiene propósito alguno de revisar su maledicencia. El viejo Sócrates nos enseñó algo imperecedero: el saber no basta, el entender no es suficiente, hay que ser mejores. O sea, quien no quiere conocer y, además, renuncia a criticar su vida, no merece nada más que desdén. Filosófico. Otra cosa es ser piadoso con el salvaje. Si no lo fuéramos, no habría autocrítica. Esencial para vivir con dignidad.
Mil formas hay de entrar en una corrida de toros, pero solo una es indispensable: disposición, gusto, sensibilidad, en fin, arriesgarse a tener una experiencia estética. Se requiere un mínimo de coraje para entrar en un mundo, una religión pagana, que vincula la vida y la muerte. Nadie es inmortal. Miedo y valor aparecen entrelazados como las cuerdas de una guitarra. El valor, disfrazado y escondido, tiene su fundamento en el miedo, no menos velado, de un ser humano ante un animal "creado" para matar. No se trata de hacer frases sino de reconocer lo obvio: cuando el hombre juega con el toro, percibimos y sentimos que somos mortales. El arte de torear es una manera de jugar con la muerte… A partir de ahí ya podemos hacer un tratado de frases de exaltación o denigración, repito, sobre el arte más culto y refinado de España y quizá del mundo. Frases, definiciones, pinturas, esculturas, libros y más libros sobre los toros nos recuerdan siempre lo obvio: el ritual taurino tiene siempre un componente dramático imposible de eludir.
Aceptado ese presupuesto ya podemos escribir frases, afirmaciones, que no son juegos de palabras sino contenidos esenciales de la vida. Entenderemos con empatía a quien diga: las corridas de toros —un toro, un torero, una verónica, un natural, una buena estocada, etcétera— son "la más bella expresión de la muerte", entenderemos esas aseveraciones y otras similares, generalmente, oportunas y exactas como la poesía. No es de extrañar que la tauromaquia haya sido uno de los grandes temas de nuestra poesía. La representación de ese drama está en un ámbito diferente del tiempo de trabajo y del afán profesional. Las corridas de toros están más allá del tiempo histórico. Sabemos, sí, que la corrida de toros es un mundo al margen del mundo. Otra realidad.
Es menester, pues, tener ánimo, predisposición espiritual, para comprender que la tauromaquia solo tiene que ver con los tiempos de recreo, fiesta y religión pagana. Nada con las preocupaciones del tiempo histórico de la cotidianeidad para el ritual taurino. No hay espacio para la ideología en los toros. El engaño, la falsificación y la mentira propios del devenir histórico es menester rehuirlos, rendirlos, con sencillez: uno va a los toros "sin saber exactamente lo que se busca" (Albert Serra). O quizá sabiéndolo con una contundencia de ánimo que nos hace ser prudentes con nosotros mismos. No nos pasemos de listos. Conservemos con mimo el componente mistérico y misterioso de los toros. Así han entrado siempre en este arte otros miles de artistas de las Bellas Artes, de la Poesía, de la literatura, de la filosofía y, por supuesto, del cine. Se entra en los toros, como entramos en las cosas que nos importan, tentativa e ilusionadamente. Porque esa es la predisposición que ha expresado repetidas veces Albert Serra al realizar su película Tardes de soledad, protagonizada por el matador Roca Rey, estoy deseando que se estrene en las salas públicas para verla, o sea, para ausentarme del tiempo histórico que me atosiga y me persigue.
Quizá veamos el valor, el miedo, el horror, la alegría, el afecto, en fin, la soledad del ser humano a través de un documental, una película, sobre una corrida de toros. Será mérito del director mostrarnos lo efímero y evanescente de ese arte, o mejor, uno de los componentes del ritual, como si fuera eterno e imperecedero. Genial. Serra se ha puesto en la piel del torero. Del matador. Maravilloso. ¿Habrá conseguido ponerse en la piel del toro? No lo sé. Quizá ni siquiera sea esa su pretensión. Hay que esperar al estreno. Otras muchas películas de temática taurina, por fortuna, lo han hecho, aunque eso sí con desigual acierto, porque la cuestión no es sencilla. Nunca es fácil "humanizar", o mejor, humanar, "falsificar al toro. Suplantar al tótem nos sobrepasa. Pero la literatura puede con todo. Su poderío es inigualable con otras artes a la hora de ejecutoriar sin sensiblería la "trans-sustanciación". Esos trasuntos poéticos siempre existieron. Para gozo de los aficionados a los toros, desde Virgilio, Lucano, pasando por Lope de Vega, hasta hoy el toro fue objeto de alabanza y canto. Hay un poeta en el siglo veinte que lo ha hecho con especial esmero. Pocos han cantado el poder catártico del toro como Rafael Morales poniéndose en el lugar del totémico animal.
Bello, feroz y bravo. ¡El toro! Es el gran protagonista, el único, en Los poemas del toro, de Rafael Morales. Sigue siendo mis preferidos en la poética de la postguerra. Son, sí, más poemas táuricos, como dice José María de Cossio, que taurinos, porque las fiestas de toros apenas es aludida. Solo le interesa el toro, fuerza oscura y elemental de la naturaleza, el negro mundo del instinto ciego fuera de toda explicación. Un poema de Morales releo Lidia, sí, el arte de lidiar toros es concebido por un hombre, un poeta, capaz de ponerse en la piel del sacrificado. Es difícil superar esta forma de rendir culto al toro:
¡Oh que templado lance, qué revuelo,
qué emite tan feroz y tan valiente
bajo el trapo fugaz que el toro siente
imitando en el aire un breve cielo!
¡Oh cuánta furia, cuánto desconsuelo
en el toro que embiste nuevamente,
hecho negro relámpago caliente
que puebla de rumor ardiente el suelo!
Mas el ansia tenaz y desbordada
del fiero corazón que va burlado
no saciará jamás, ¡triste porfía!
Que tienes ya en tu carne la estocada
y vas hacia la muerte derrotado,
acornalando el aire en la agonía.
Cinco o seis años antes de la aparición de ese grandioso poemario de Morales, Agustín de Foxá, otro de los grandes poetas del siglo veinte, en realidad, toda su obra es poética, ¿o acaso Madrid, de Corte a Checa no es la obra más poética que se haya escrito sobre la Guerra Civil?, escribió un extraordinario poema Toro en agonía, en su obra El toro, la muerte y el agua, en 1935, que es todo un antecedente del anterior:
La espada fina, helando tus jardines,
pegajosos de entrañas. Por tus ojos,
nieblas sin río. Tu bramar tenía
sollozo o amenaza. Un viento helado
ponía otoños a tus cuernos,
leña
vieja ya, sin capullos de la herida.
Envejecías por momentos.
Eras
buey sin amor, nostálgico de arados.
Se doblaban tus patas, bajo el vómito
tu morro azul, hinchado por la asfixia.
Aún la capa traidora
te fingía molinos de escarlata,
rosas de azul,
santos, tabacos y oro.
En tu sueño de luna,
los caballos sin vientre te miraban
con un marfil marchito entre los ojos.
Vacilabas; la tierra se movía,
en el ruedo cuajaba una montaña
con cimas y barrancos;
viste pozos;
débil, te sumergías lentamente
en barro de lagunas.
¡De pronto!
(eran las cuatro de la tarde)
vino el atardecer; se te apagaron,
sin fresa de crepúsculos, los cielos.
Una arena sin mals ni amapolas
te ardía en las pezuña.
Buscaste la madera de las tablas,
la madera maldita,
con números pintados.
Te apoyaste en astillas donde nunca
entró la primavera…
¡Oh toro enorme, vacilante y noble!
Con ubre rosa en tu recuerdo y nata.
Toro de España, agonizante y ciego
embistiendo a la muerte…
En verdad, no hay poeta ni aficionado a las corridas de toros que no ame al Toro de Lidia. Es el primer bienaventurado de la fiesta. Es lo que es sin contradicción. Puro instinto. Esa bienaventuranza ha sido tratada y cantada en mil artes. Y sospecho que Serra, en su película lo capta con originalidad de bienaventurado al decir: "El tema taurino es el único tema digno de ser documentado (…). La única excusa para hacer un documental es que no se pueda hacer en ficción. Éste era un tema de verdad, un tema que se tenía que abordar de esta manera y que nunca se había hecho así, con la tecnología moderna de micrófonos sin hilo, por ejemplo". Por otro camino, el cineasta español, parece expresar el mismo razonamiento de Fernando Villalón, poeta y ganadero, al inicio de su Taurofilia racial, uno de los libros más bellos y sabios que nunca se han escrito sobre los toros: "Inveterada costumbre de los pueblos fue tener sus diversiones favoritas a tono con la idiosincrasia de su carácter, apropiadas al clima que disfrutan o sufren, acomodadas a los medios naturales de que se ven rodeados, y aplicables, las más de las veces, a sus ocupaciones más habituales. Mas ninguna de estas diversiones tuvieron en el país de origen el abolengo racial ni la significativa importancia social que envuelve en España a las fiestas de toros. ¿A qué causas obedece este fenómeno?".
La respuesta a esta pregunta o, al menos una parte de ella, está en las obras de casi todos los artistas de España. De la cultura española. Espero que el documental de Serra sea una respuesta muy sincera, sencillamente porque se ha puesto en la piel del torero y, sobre todo, en la la Piel de Toro, España.