
Dos mitos o, mejor dicho, dos bulos distorsionan nuestra visión del siglo XX, convirtiendo la memoria histórica en un bulomito tan falaz como peligroso. El más universal, que la revolución rusa por antonomasia fue la de octubre de 1917 realizada por los bolcheviques. El segundo, más particular pero no menos influyente, que en octubre de 1934 se produjo en España una revolución. En ambos casos, se falta a la verdad en el mismo sentido porque de lo que se trató fundamentalmente es de dar un golpe de Estado contra dos repúblicas que nacieron queriendo ser liberales, pero que rápidamente perdieron pie por culpa del radicalismo violento de la extrema izquierda.
La revolución bolchevique de 1917 no fue un movimiento democrático que surgió de un consenso popular, sino una toma del poder por la fuerza, liderada por Lenin y sus seguidores, quienes derrocaron al Gobierno Provisional ruso, el cual intentaba establecer una democracia liberal. Este acto puso en marcha una serie de políticas autoritarias que culminaron en el régimen estalinista, caracterizado por su represión y centralización del poder, alejándose radicalmente de cualquier ideal democrático.
De manera similar, la "revolución" de octubre de 1934 en España fue, en realidad, un intento de golpe de Estado orquestado por la izquierda radical, principalmente por el PSOE y la Esquerra Republicana de Cataluña, contra un gobierno legítimamente electo. Este movimiento pretendía sustituir la República democrática por una República socialista o incluso federal, ignorando los resultados electorales y las normas democráticas. La violencia y la insurrección no buscaban reformar o defender la democracia sino imponer un régimen de partido único o al menos de hegemonía socialista, que en su esencia rechazaba la pluralidad política y la alternancia en el poder.
Ambos eventos son a menudo romantizados o justificados como defensas de la democracia o del pueblo, pero la verdad histórica nos muestra lo contrario. La propaganda y la reinterpretación histórica han llevado a confundir estos golpes de Estado con revoluciones democráticas, creando una narrativa que no solo distorsiona nuestra comprensión del pasado sino que también justifica la violencia política en nombre de ideales que, en su aplicación práctica, resultaron ser antidemocráticos.
La evolución del comunismo y del socialismo en Europa ha mostrado intentos de reconciliación con la democracia, pero estos esfuerzos no pueden borrar el historial de autoritarismo y la supresión de libertades que caracterizó a muchos de estos movimientos en sus inicios. La memoria histórica debe ser crítica, no solo celebratoria, y debe reconocer las complejidades y las contradicciones de los movimientos políticos, especialmente aquellos que han utilizado la violencia para alcanzar sus objetivos.
Por tanto, es imperativo que la historiografía y la educación pública aborden estos episodios con honestidad intelectual, evitando caer en narrativas simplistas o apologéticas. Solo así podremos entender el verdadero impacto de estos eventos en la historia de la democracia y aprender de los errores para no repetirlos, asegurando que la memoria histórica sirva para la construcción de sociedades más justas y democráticas, en lugar de perpetuar mitos que pueden ser tan peligrosos como las dictaduras que intentan justificar.
Durante el franquismo, las actividades de los partidos de izquierda en España, especialmente del Partido Comunista de España (PCE), reflejan este mismo carácter cercano a los totalitarismos de izquierda. Si bien la lucha contra el régimen dictatorial de Franco fue un imperativo moral y político, no se puede ignorar que las tácticas y la ideología de estos partidos estaban profundamente influenciadas por el modelo soviético que llevó al PCE a mantener una estrecha relación con la URSS, adoptando no solo su ideología sino también sus métodos, incluyendo la eliminación de disidentes dentro de sus filas, la centralización del poder y la subordinación de la lucha por la democracia a los intereses del comunismo internacional. La disciplina del partido, muchas veces, se anteponía a la voluntad de sus miembros o al pluralismo ideológico, un rasgo distintivo del totalitarismo.
Esta represión interna llevó a la práctica de purgas y la eliminación de aquellos considerados "elementos desviacionistas" o traidores, tanto en la Guerra Civil como durante el franquismo, y mostró una práctica autoritaria que emulaba la de la URSS. La unidad y la disciplina eran impuestas a costa de la democracia interna del partido.
En cuanto a la visión de la democracia, para muchos dentro del PCE, la democracia era vista como una etapa transitoria hacia el socialismo, no como un fin en sí mismo. Esta perspectiva se alineaba con la doctrina marxista-leninista que veía las democracias burguesas como herramientas de la clase dominante, lo que justificaba su desmantelamiento en favor de una "democracia proletaria", que en la práctica se convertía en un monopolio de poder del partido.
Todo esto queda claro cuando se comprueban su modelo paradigmático: Fidel Castro. La admiración y el apoyo al régimen de Fidel Castro en Cuba por parte de sectores de la izquierda española también reflejan esta inclinación hacia formas de gobierno totalitarias. Castro, al igual que la URSS, implementó un sistema de partido único, represión de la oposición y control total sobre la sociedad, bajo la bandera de la "revolución" y la liberación del proletariado. Este modelo fue idealizado por algunos dentro de la izquierda española como una alternativa viable a la democracia liberal, ignorando sus flagrantes violaciones de derechos humanos.
La transición hacia la democracia en España tras la muerte de Franco fue en parte un reconocimiento de que la lucha contra la dictadura no debía conducir a un nuevo tipo de autoritarismo. Sin embargo, la narrativa histórica que glorifica a la izquierda como exclusivamente democrática ignora estos aspectos autoritarios y la influencia de modelos totalitarios en su estrategia y objetivos. Es crucial, por tanto, que la memoria histórica aborde estos episodios con un análisis crítico, reconociendo tanto los esfuerzos por la libertad y la justicia social como las tendencias totalitarias que, en nombre de una ideología, amenazaron con reemplazar una dictadura por otra. Solo así podemos aprender de la historia para construir sociedades que valoren verdaderamente la democracia, la libertad individual y la pluralidad política.
Volvamos a la sublevación de octubre de 1934. En el artículo Involución y Bulos en torno al 90.º Aniversario de Octubre de 1934, el autor, Roberto Villa, ofrece un análisis crítico de la sublevación de octubre de 1934 en España, un evento que precedió determinantemente a la Guerra Civil. Destaca que esta insurrección fue uno de los episodios más violentos de la década y que influyó decisivamente en la polarización política de la época.
Villa denuncia que en el 90º aniversario de la sublevación, la izquierda ha intentado reinterpretar el evento como una defensa de la República frente a una supuesta amenaza fascista, lo cual es una distorsión de la historia. De ahí que critique esta "memoria" torticera, ya que la insurrección fue más bien un intento de los partidos de izquierda para mantener su monopolio político.
En realidad, los verdaderos objetivos de la sublevación, sostiene Villa, pasaban por crear un movimiento nacional con el objetivo de derrocar al gobierno legítimo electo en 1933, compuesto por republicanos liberales y la derecha de la CEDA. El objetivo real de los nacionalistas y los socialistas era, por tanto, establecer una república federal socialista, en la estela bolchevique, en lugar de la existente y despreciada "república burguesa". Esto le lleva, y nos lleva, a discutir cómo para ciertos sectores de la izquierda, la democracia era un medio para asegurar su poder, no un fin en sí mismo. Cita a Francisco Largo Caballero y otros líderes socialistas para subrayar su visión de la democracia como un instrumento para alcanzar sus metas políticas.
La crítica de Villa a un concepto tan manoseado como el de la "memoria" histórica se basa en su abuso por parte de la izquierda para justificar acciones pasadas y encubrir la participación insurreccional de gran parte de sus líderes en la conspiración contra la Segunda República.
Este análisis de Roberto Villa García sobre la sublevación de 1934 muestra el camino para lo que tiene que ser la gran tarea de una historiografía al fin libre del paradigma hegemónico marxista: la desmitificación desde una perspectiva crítica de la narrativa oficial o popular de la izquierda. Ofrece una visión alternativa que subraya la complejidad política de la época, aunque su tono y enfoque pueden generar controversia entre aquellos que sostienen visiones diferentes de la historia de la Segunda República Española. Una controversia de la que huye la casta política de la derecha, no está muy claro si por ignorancia, cobardía, tacticismo o una mezcla de todo lo anterior. En suma, es una lectura decisiva para aquellos interesados en la historiografía crítica y el debate sobre la memoria histórica en España.
Además, sirve de preámbulo para replicar a quienes sostienen que el comunismo fue el motor principal para traer la democracia a España durante el franquismo, y que el comunismo y el socialismo son intrínsecamente democráticos. Es fundamental para deshacer este otro bulomito abordar varios puntos históricos y conceptuales.
En primer lugar, hay que tratar la relación entre el franquismo y la oposición comunista. Es cierto que el Partido Comunista de España (PCE) jugó un papel crucial en la oposición al régimen de Franco, especialmente a través de la lucha clandestina y el apoyo al movimiento obrero. Sin embargo, esta contribución no justifica la equiparación automática de comunismo con democracia. El PCE, bajo la influencia soviética, adoptó tácticas y estrategias propias del estalinismo, que incluían la eliminación de opositores y la represión interna, lo cual no se alinea con los principios democráticos. En especial, fueron brutales los ajustes de cuentas internos. Durante y después de la Guerra Civil, el PCE llevó a cabo purgas y ajustes de cuentas dentro de sus filas, en línea con la política estalinista. Estas acciones reflejan un totalitarismo interno que contradice su presunto ethos democrático. La evolución del partido hacia posturas menos dogmáticas y la ruptura con el estalinismo no pueden borrar las prácticas anteriores.
La purga más famosa fue la que se cobró la cabeza de Jorge Semprún, años después ministro de Cultura con Felipe González, cuando Carrillo y la Pasionaria atacaron a Semprún con la misma furia y sectarismo con los que cuatro años después la Unión Soviética invadió la rebelde Praga. Junto a Semprún también cayó Claudín, este último también en su momento un inquisidor comunistoide en cuanto que líder de las purgas de los aliados de Jesús Hernández Tomás, exministro de Instrucción Pública, y Enrique Castro Delgado, fundador y primer comandante del Quinto Regimiento.
Por otra parte, la compatibilidad del comunismo con la democracia sólo se produce si esta última es del tipo autoritario y antiliberal. En teoría, el comunismo puede aspirar a un sistema sin clases donde todos participan en la gobernanza. Pero esta es una versión tan ingenua y simplificada de la política que es más propio de músicos pop al estilo de John Lennon de lo que uno esperaría de un filósofo político como Karl Marx. Sin embargo, la práctica histórica, tanto en la URSS como en otros estados comunistas, ha mostrado frecuentemente una inclinación hacia el totalitarismo y la supresión de libertades democráticas en nombre de la "justicia social" y la "dictadura del proletariado".
Desde estos parámetros, y volviendo a la sublevación de octubre de 1934, la conclusión lógica desde una perspectiva de republicanismo liberal es que la visión de que la sublevación de 1934 no fue un "golpe" sino una defensa de la democracia es peor que una falsificación, una pseudomemoria tóxica que crea una interesada tensión social al servicio del adoctrinamiento ideológico. Los objetivos declarados de los sublevados, especialmente de los socialistas y comunistas, eran más bien la instauración de una República al estilo bolchevique, lo cual implicaba el derrocamiento del gobierno legalmente electo, una acción que no se puede justificar como democrática desde una perspectiva liberal-democrática.
Esta memoria histórica, pero liberal en lugar de socialista, tiene como derivada la equiparación entre el fascismo y el comunismo. Pero, sin embargo, el comunismo sigue gozando de un prestigio que no tiene ni de lejos el fascismo. La diferencia radica no en que el comunismo haya logrado reformarse hacia modelos más democráticos, sino en la propaganda mediática y académica de la que han gozado los nietos de Lenin, los herederos de Stalin, los legatarios de Mao Zedong.
Sin duda, el PCE y otros partidos comunistas en Europa han evolucionado, abandonando muchas de las prácticas autoritarias del estalinismo. Pero ello ha sido, como en el caso de Bildu respecto a ETA, no por convencimiento ideológico sino por pragmatismo electoral y mera supervivencia social. Sin embargo, este proceso de autocrítica y democratización interna no sólo ha sido tardío y no universal dentro de todos los movimientos comunistas, sino que se ha transmutado en nuevas formas de opresión, siempre en el ámbito izquierdista, de la China de Xi Jinping a la Venezuela de Maduro, siempre con Zapatero recogiendo las nueces cuando otros mueven el árbol, y el Pablo Iglesias del siglo XXI haciendo bueno al Pablo Iglesias del XX.
Para argumentar que el comunismo es democrático es esencial que los defensores de esta perspectiva reconozcan y aborden críticamente los errores históricos del movimiento, incluyendo la represión, las purgas y la falta de democracia interna. En definitiva, no hay posibilidad de perdón sin resolución de disolución.
Mientras que el comunismo en su lucha contra Franco contribuyó a la resistencia democrática, esta resistencia estaba enfocada hacia la implantación de un régimen mucho más autoritario que el propio franquista. La transición hacia sistemas más democráticos dentro de algunos partidos comunistas es un fenómeno relativamente reciente y no borra la historia de autoritarismo. La democracia verdadera implica pluralismo, libertad de expresión, y sistemas de control y equilibrios, aspectos que en muchas instancias del comunismo han sido supeditados a la ideología del partido. La sublevación de 1934 debe ser vista en este contexto, no como un acto democrático, sino como parte de una lucha de poder dentro de un contexto de inestabilidad política y social. Sobre todo, debe ser vista y denunciada como la más acabada y depurada negación de la naturaleza humana, los mejores ángeles de nuestro espíritu y el menos malo de los sistemas institucionales que han existido en la historia humana. Y por su pasado criminal tanto el PCE, un fósil espectral, como el PSOE, una amenaza inmediata, deberían pedirnos perdón por sus atentados contra la libertad, la democracia auténtica y la misma idea de España.