
Que el presidente de la nación que menos ha contribuido militar y financieramente al esfuerzo defensivo de Ucrania corra a Kiev a celebrar el tercer aniversario del inicio de la invasión rusa —y estoy hablando de Pedro Sánchez y España— debería dar que pensar a todos los indignados con la propuesta de Donald Trump de llegar a un acuerdo de paz entre Estados Unidos y Rusia que ponga fin al conflicto.
Yo dije desde el comienzo de la invasión que esa guerra no la podía ganar ninguno de los contendientes pero que ninguno quería perderla. Nadie compartió mi visión en aquellos días. Tanto Biden como los principales gobernantes europeos dieron por hecho lo mismo que daba por seguro Vladimir Putin: que en tres días las tropas rusas estarían en Kiev. Pero no fue así. Engañado por su malestar, mala información y su ambición, Putin llevó a su ejército a sufrir una de sus peores humillaciones, viéndose obligado a replegarse a las líneas que ya estaban bajo control ruso desde 2014.
Americanos y europeos le ofrecieron a Zelenski la posibilidad de ser evacuado junto a su familia ante lo que consideraban una inminente debacle. Pero él les contestó con una frase que pasará a la historia: "No necesito un taxi que me saque de Ucrania, sino armas para combatir". Eso fue en febrero del 22. Y no sería hasta abril, algo de dos meses después de que arrancara la "operación especial" rusa, que la UE empezase a plantearse cómo ayudar a la defensa de Ucrania más allá de las consabidas sanciones diplomáticas y económicas a Rusia.
Despejada la rápida derrota de Ucrania, era la hora de suministrarle material de guerra y ayuda humanitaria y financiera. Pero el miedo a que Putin hiciese realidad sus amenazas de utilizar un arma nuclear si los combates se llevaban a suelo ruso llevó a los miembros de la OTAN y de la UE a una estrategia paradójica pero que satisfacía sus necesidades morales y estratégicas: dar el suficiente material para impedir el colapso ucraniano, pero nada que pudiera favorecer un ataque sobre Rusia. Es más, nada de una intervención directa que enfrentase a los aliados occidentales a Rusia y acabáramos todos en una Tercera Guerra Mundial.
Hubo alguna luminaria, como el entonces alto representante para asuntos extranjeros de la UE, el socialista Borrell, que se atrevió a anunciar la compra de F-16 y su envío a Ucrania, sin contar con la más mínima autoridad, sin la capacidad financiera para hacerlo y, aún más ignorante, sin saber que esos aparatos no podían ser volados por los pilotos ucranianos sin un largo entrenamiento. No sé si Borrell lo decía porque lo pensaba de verdad o porque creyó que ese era el momento de que Europa adelantase a una OTAN mortecina, incapaz de haber ejercido ninguna disuasión sobre Moscú. Ya sabemos cómo se las gastan las guerras institucionales…
Un año después, en la primavera del 23, tampoco nadie coincidía con mi idea de que esta guerra ni se podía ganar ni perder. Adiestradas y equipadas por Estados Unidos, la OTAN y la UE, ayudadas con tecnologías de comunicación de Elon Musk, inteligencia americana y británica, con una alta moral de combate, las fuerzas militares ucranianas parecían estar a punto de darle la vuelta al tablero. Mientras se preparaba la famosa "ofensiva de verano" – que nunca llegaba por la indecisión de Zelenski— los occidentales empezaron a creerse que esta guerra la podía perder Putin de verdad. Del "muerto" de Zelenski se pasó "a la muerte de Putin". No había telediario que no abriese con la posibilidad de un golpe de estado en Moscú, habida cuenta del coste de la guerra, la dureza de las sanciones y del fracaso en el campo de batalla.
Y, sin embargo, en Moscú, el rublo seguía estable, su petróleo seguía fluyendo a medio mundo, su capacidad industrial se recuperaba y, aún peor, sus relaciones diplomáticas con India, el Brasil de Lula, China, Sudáfrica, Irán y una treintena más de países que juntos sumaban más de la mitad de la población mundial y cerca del 40% del PIB mundial, se fortalecían hasta el punto de que no votaron en la ONU la condena a Rusia por su invasión.
Con todo, los días de Putin estaban contados, se decía.
Pero no. Rusia encajó las pérdidas materiales y humanas, construyó unas inexpugnables líneas defensivas en el Este de Ucrania, supo paliar sus deficiencias de munición con la ayuda de Irán y Corea del Norte y, lo que es más relevante ahora, desbarató la tan esperada ofensiva de verano, en la que infligió severísimas pérdidas a los ucranianos. Tanto materiales como humanas.
De repente, y a pesar de los casi 300 mil millones ofrecidos a Kiev en ayudas, los occidentales empezaron a perder su fe en la victoria de Ucrania, aunque se contentaban con desangrar a Moscú. La retórica pasó a ser entonces aquello de "Putin, el agresor no puede ganar". Aunque Putin pensara todo lo contrario.
La suspensión por el Congreso de la ayuda militar americana a finales de 2023 (hasta la primavera de 2024), y la capacidad industrial, de movilización, así como la mejora operativa militar rusa, puso a Kiev al borde del colapso. Y a pesar de algunas ganancias tácticas, incluidos ataques e incursiones en suelo ruso, la guerra que se pensaba iba a desgastar a Putin, empezó a desgastar severamente a los ucranianos. Tanto como para sembrar el pánico en las capitales europeas. El presidente francés, Emmanuel Macron, avisaba de que la derrota de Ucrania era una amenaza para todo Europa y defendía que para garantizar que los carros de combate rusos no llegaran, como los alemanes 80 años antes, a los Campos Elíseos, Europa tendría que enviar tropas para luchar junto con los soldados ucranianos.
Ni que decir tiene que los sueños de este pequeño Napoleón fueron repudiados por la totalidad de los socios de la UE, de la OTAN y de los mismos estados Unidos de Biden. Contra Putin sólo cabe poner la sangre de los ucranianos.
Una vez que el primer ministro británico perdió su puesto, Macron perdió sus elecciones legislativas anticipadas y Biden fue depuesto de su carrera presidencial a favor de Kamala, llegaron las elecciones presidenciales norteamericanas. Y con ellas, Donald Trump.
Los europeos, tan acostumbrados a vivir en un mundo de fantasía, primero pensaron que Trump nunca podría ganar. Y cuando salió victorioso, que sería como su primer mandato: mucha fuerza por la boca, pero controlado por el establishment.
Pero se han vuelto a equivocar. Trump viene como un Tsunami estratégico. Lo de las tarifas arancelarias, vale, pero lo de Ucrania les resulta del todo inaceptable. "Nada sobre Ucrania sin Ucrania", se grita mientras las televisiones retrasmiten en directo la mesa de negociación EE. UU.-Rusia nada más y nada menos que en Arabia Saudí. ¡Ni siquiera en la neutral Suiza! La prensa se mesa los cabellos por "la traición" a los valores liberales y occidentales; por el desprecio a los aliados, por la cuchillada en la espalda a Zelenski…
Y es verdad que Trump podía haber obviado alguna de sus expresiones, como que Zelenski es un dictador, entre otras. Pero resulta ridículo sorprenderse de algo que esta cantado de antemano: la América MAGA (al igual que, literalmente, medio mundo) cree que su interés en poner fin cuanto antes a esta guerra que es una escabechina para ambos bandos. Y lo que la administración Trump trae bajo el brazo no es más que el convencimiento de que la guerra se está perdiendo en el campo de batalla y que más vale negociar ahora que en una posición de mayor debilidad. Ya lo dijo Obama en su momento, tras la toma de Crimea por los rusos en 2014: "Rusia tiene más interés por Ucrania, que los estados Unidos por ese país". Y por eso nadie hizo verdaderamente nada entonces.
Y hay una segunda consideración americana a tener en cuenta: todo el apoyo militar y financiero a Kiev no ha cambiado las tornas en el frente, pero ha conseguido endurecer la posición negociadora maximalista de Zelenski, quien sigue argumentando que sólo puede haber paz cuando Rusia salga de las fronteras de Ucrania previas a 2014. Algo que Washington hoy considera inalcanzable e irresponsable. De ahí que presionen a Kiev para que acepte concesiones. Y de Moscú se espera que acepte que no puede quedarse con toda Ucrania, como deseó hace tres años.
Pero Europa se revuelve. Primero, porque no ha sido invitada a la mesa de los mayores. Pero esa es la realidad. Sin la ayuda americana, Ucrania habría perdido esta guerra hace tiempo porque la ayuda europea llegó tarde y mal. E insuficiente. Por mucho que los voceros habituales digan hoy que Europa ha gastado 20 mil millones más que los Estados Unidos. Lo cierto es que cuando el Congreso congeló la ayuda americana, Ucrania se tambaleó.
Lo que han hecho los europeos estos tres años ha sido, en primer lugar, mejorar su propia defensa. O, como se suele decir, mejorar sus capacidades de disuasión. Esto es, desplegar más unidades en las fronteras de la OTAN frente a una Rusia que nunca se ha planteado invadirnos. Y que, sinceramente, salvo que nos rindiéramos en el primer día —cosa nada descartable— no parece capacitada para hacerlo habida cuenta de su pobre rendimiento militar contra Ucrania; en segundo lugar, al igual que Estados Unidos, Europa ha favorecido a sus industrias de defensa. Yo no soy de los que piensan que el "complejo militar-industrial" promueva las guerras, pero si las hay, claro que sus intereses y beneficios se ven atendidos. Como el que vende paraguas en una esquina el día que llueve; en tercer lugar, sus líderes han promovido sus particulares agendas promoviendo una visión simplista del conflicto, al que han llegado a reducir a niveles de caricatura: los orcos de Putin contra la luz de las democracias.
¿Pero qué hemos logrado las democracias liberales en esta guerra? Primero, ahondar el seguidismo del partido demócrata americano, el gran perdedor de las pasadas elecciones; en segundo lugar, ahondar el eje de Moscú con China y los indeseables de Irán y Corea del Norte, justo la pesadilla del gran Henry Kissinger, quien trabajó toda su vida para poner distancia entre Moscú y Pekín; en tercer lugar, ahondar las diferencias entre Europa y los países "del Sur", de Brasil a la India, quienes no han mostrado más interés en esta guerra "de blancos", que poner fin a la misma cuanto antes; y en cuarto lugar, enemistarse definitivamente con Rusia, demonizando a su líder y aferrándose a la idea de que de este conflicto sólo se puede salir derrotándole.
Y ahora que Trump abre la vía de la negociación directa con Moscú, los pacifistas de la Unión Europea se vuelven los más ardorosos y aguerridos belicistas. Y que conste que yo no critico este ardor guerrero que nunca debió abandonarse. Lo que no veo es que se pueda mantener un discurso beligerante por parte de líderes como Pedro Sánchez, quien en su día dijo que no veía la existencia del Ministerio de Defensa. O, antes, José Bono, como ministro de Defensa, cuando declaró que como tal preferiría morir a matar.
Europa, tras la desaparición de la URSS apostó por los cacareados "dividendos de la paz". Esto es, reconvertir bases militares en campos de golf y los campos de tiro en dehesas ecologistas, con el resultado de que hoy, los europeos, en su conjunto, no pueden poner más que unos 300 carros de combate operativos para cualquier emergencia. A pesar de ello, decimos que vamos a derrotar a Moscú definitivamente.
El grito de guerra ahora es "hay que incrementar el gasto militar". Y España lo camufla aumentando el sueldo, cicateramente, de nuestros militares. ¿Pero para qué? Y ¿cómo?
En realidad, Europa no necesita gastar más en defensa. Lo que necesita urgentemente es un rearme moral. Es revivir una cultura en la que la guerra es, por desgracia, parte de nuestra existencia, una visión estratégica que tiempo ha se ha enterrado bajo frases huecas.
En fin, Trump ha caído como una bomba atómica. Pero no tanto por lo que dice y hace, su América First, sino porque nos ha puesto a los europeos en una situación muy incómoda: seguir soñando que estamos en Disneyland o enfrentarnos a la realidad.
Para aquellos que se rasgan las vestiduras por proponer una negociación con Putin, pero que no cuentan ni con la voluntad ni con la capacidad de alterar el curso de esta guerra y mucho menos producir su final, convendría recordarles cómo el propio Zelenski comenzó a negociar una paz con Moscú tres días más tarde de la invasión rusa. Y que, desgraciadamente para él, para sus muertos, y para todos, su voluntad de llegar a un acuerdo con Putin se vino abajo por culpa de nosotros, los europeos, que le prometimos todo, aunque no pudiéramos entregarlo. Creyéndose que con la ayuda exterior podrías resistir y vencer, su disposición a negociar se evaporó. Con su deterioro militar y la recomposición del lado ruso, la voluntad de Putin a negociar, también se evaporó.
Es fácil hacer la guerra desde la distancia y el bienestar de nuestro salón. Pero es inmoral lanzar a una muerte segura a los ucranianos sin ninguna opción de victoria, que es lo que pasa hoy.
Negociar parar la guerra hoy es una mejor alternativa que ahondar en una derrota mañana en el campo de batalla. Desde la placidez de Doñana, Pedro Sánchez puede maquinar con total tranquilidad salir en cuantas fotos quiera como el gran valedor de la soberanía de Ucrania (que, dicho sea de paso, no quiere defender para su país). Pero su frivolidad, junto a las ambiciones de los Von der Leyen y Macron de turno, nos acerca a un suicidio colectivo. A perder la guerra con Rusia ya perder la que quiere librar contra América.
Es más, cuanto más gaste España en Ucrania, menos dedicará a protegerse de su verdadero problema estratégico, que no es sino nuestro vecino del Sur: Marruecos. Aunque eso es ya otra historia. Pero también por eso es imperativo que Trump fuerza un acuerdo de paz duradero con Rusia.