
El presidente del gobierno, Pedro Sánchez, ha anunciado durante su visita a Kiev este pasado lunes (24 febrero de 2025) una nueva ayuda a Ucrania por valor de mil millones de euros. Y lo ha anunciado a bombo y platillo a pesar de que dicha cifra —si la llega a entregar, habida cuenta de que el respeto a la palabra dada no es su fuerte— es un 20% de lo que Alemania entregó a Zelenski el año pasado y que sólo alcanza el impresionante esfuerzo del 0´06 del PIB español.
Al mismo tiempo, el principal líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, se reunía en Génova —la calle, no la ciudad— con un selecto equipo de exministros de defensa de los gobiernos de Aznar y Rajoy, diplomáticos exmiembros de los equipos internacionales de ambos y expertos cuya idea más reciente es que Trump está loco. De este encuentro Feijóo salió renovando públicamente su "apoyo incondicional" a la defensa de Ucrania.
¿Pero entre la cicatería de uno y el voluntarismo de otro saben lo que hacen y dicen? ¿Creen de verdad que con una aportación tan limitada y la palabrería sin consecuencias van a contribuir a que Ucrania resulte victoriosa frente a Rusia? La tranquilidad vacacional de Doñana o Lanzarote o la distancia que ofrece la altura de la planta séptima de la sede del PP en Madrid impide a nuestros responsables políticos ser plenamente conscientes del reto bélico que supone el enfrentamiento entre las fuerzas de defensa ucranianas y el ejército ruso ahora que celebran el tercer aniversario del arranque de la invasión rusa.
De la guerra
En primer lugar, de la supuesta y fracasada invasión relámpago por parte de Rusia en 2022, así como de la frustrada ofensiva de verano ucraniana en el 23, la guerra se ha consolidado como una guerra de posiciones, con muy baja movilidad, rompiendo con la pauta de los conflictos luchados por los occidentales en las últimas décadas y retrotrayéndonos a los grandes conflictos como la Primera Guerra Mundial.
En segundo lugar, esta guerra se puede calificar de alta intensidad no sólo por la dureza de los combates, sino, sobre todo, por dos fenómenos: el altísimo consumo de munición y el alto número de bajas en combate. Piénsese, por ejemplo, que los rusos llegaron a disparar en los momentos álgidos de los combates en 2022 una media de 60 mil rondas de artillería al día y los ucranianos entre 15 y 20 mil. Respecto a las bajas, las cifras son el gran enigma dado el secretismo aplicado en este terreno por ambos contendientes. Con todo, la OTAN, el Pentágono y el Ministerio de Defensa británico están bastante alineados con un total de unas 700 mil bajas, muertos y heridos, por parte rusa desde febrero de 2022 y casi medio millón por el lado ucraniano, a pesar de que las cifras reconocidas públicamente son muy inferiores (Kiev declaraba hace unas semanas haber perdido 43 mil soldados y 12 mil civiles únicamente). En cualquier caso, estas cifras son un alto coste para un país como Rusia, con 145 millones, y altísimo para Ucrania, con unos 31 millones de habitantes actualmente en su suelo y alrededor de 8 fuera de sus fronteras.
En tercer lugar, y salvo que se produzca una irrupción de nuevas tecnologías que revolucionen el campo de batalla, algo que no se espera de momento, la guerra de posiciones se está luchando como una guerra de desgaste, económica, industrial, militar y humanamente. Y si algo nos enseña la historia militar, tan rica en nuestra humanidad, es que las guerras de desgaste favorecen siempre a quien tiene más músculo económico e industrial y, por lo tanto, cuenta con mayores capacidades para alimentar de equipos y munición a sus fuerzas, y dispone de una ventaja demográfica que permita una mayor movilización para sus tropas y reemplazar las bajas que se produzcan a lo largo del tiempo.
Las preguntas que deberían hacerse todos aquellos que basan el apoyo a Ucrania en sus emociones de culpabilidad ante la posibilidad de abandonar a la víctima frente al agresor o en la bienintencionada necesidad de hacer prevalecer el respeto al derecho internacional frente a la fuerza, son, en primer lugar, ¿qué "victoria" queremos? y, en segundo lugar, ¿tenemos los medios para alcanzarla? Dicho de otra manera, el apoyo incondicional a Ucrania ¿implica la recuperación de sus fronteras previas a la invasión rusa, anteriores a la toma de Crimea en 2014 y la vuelta a sus fronteras de 1991? ¿Requiere de la derrota militar y política rusa, incluida la caída de Putin? Y, habida cuenta de las múltiples deficiencias militares y la total dependencia de sistemas de armas por parte de Ucrania, ¿bastará con la ayuda financiera y militar o hay que plantearse, a lo Macron, el envío de tropas europeas?
Respecto a lo primero, una visión de la victoria, no hay nada más claro y fácil que sumarse a las declaraciones maximalistas de Zelenski quien, lógicamente, ansía la Ucrania de 1991 y una Rusia previa a Putin. Respecto a lo segundo, todo queda en aumentar la ayuda militar como la única panacea posible. Pero los aliados europeos cometerán un nuevo error estratégico si confían en que con sus capacidades industriales de defensa pueden asegurar la victoria ucraniana.
De la contabilidad bélica
Como nos ha hecho recordar esta guerra, todo enfrentamiento bélico de alta intensidad necesita vitalmente dos cosas: armas y soldados.
Empecemos por las armas. Pillados por sorpresa en febrero del 22, la primera reacción por parte de los miembros de la OTAN, en lo que se refiere a la ayuda militar a Ucrania, fue enviar los sistemas de defensa que tenían en sus stocks militares. Así, en el primer año de la guerra, el 90% de la ayuda militar salió de sus depósitos de armamento, hasta el punto de que el entonces Alto Representante de la Unión, Josep Borrell, tuviera que dar la voz de alarma ante la drástica reducción del arsenal de los aliados. Algunos países, como el Reino Unido, dispondrían solo de material para sostener una acción bélica de no más de una semana. Posiblemente, otras naciones como Alemania, Italia y España todavía contaran con menos tiempo para quedarse sin munición.
Conviene traer a colación aquí que las fuerzas armadas y sus correspondientes arsenales se habían reducido drásticamente desde los niveles de comienzos de los años 90, en la creencia de que la guerra convencional había quedado obsoleta tras la caída de la URSS. Un país de primera línea, Alemania, por poner un solo ejemplo, país con cerca de 6000 carros de combate en 1991, contaba con 2.500 en 2004 y con apenas 339 en 2021. Y también cabe recordar que esa reducción en sistemas de armas supuso una severa contracción de las industrias de defensa y en su capacidad para mantener líneas de producción.
A medida que pasaban los meses y la guerra se estancaba, la ayuda militar a Ucrania empezó a producirse en las fábricas y no sólo a salir de los stocks existentes. Con diferencias entre aliados, la media de adquisiciones de material por Ucrania provenientes de los fabricantes fue ya el año pasado de algo más del 60%.
Con todo, e independientemente de la fuente del material, el consumo bélico ha ido siempre muy por delante de cuanto se la ha podido suministrar a Ucrania. Así, a comienzos de 2024, las autoridades militares ucranianas advertían de que necesitaban unas 20 mil rondas de artillería a la semana pero que sólo estaban recibiendo 2 mil. Con los meses, esa cifra se ha logrado aumentar a 9 mil, muy por debajo de lo que solicitaban y que explica el porqué del descenso de la intensidad de los combates en diversas zonas del frente. Y, muy importante, de la incapacidad de amasar la suficiente superioridad en potencia de fuego que exigen las acciones ofensivas para tener éxito.
Los europeos se congratulan de haber puesto a sus países en una especie de economía de guerra, con la que mejorar las capacidades industriales de defensa y, con ello, la ayuda a Ucrania. El problema es que, al partir de niveles tan bajos de producción, toda mejora parece buena, pero eso no significa que sea suficiente. Hay que medirla no contra uno mismo, sino contra las capacidades del adversario, en este caso Rusia.
Por ejemplo, si nos referimos a una de las municiones más determinantes en el campo de batalla, los obuses de 155 mm para la artillería, Estados Unidos producía menos de 200 mil al año antes de la invasión de febrero de 2022 y en la actualidad alcanza los 720 mil con el objetivo de llegar a más de un millón en este año. La empresa alemana Rheinmetal, con sus fábricas no sólo en Alemania, sino en España y otros lugares, producía menos de 100 mil al año a comienzos de 2022 y ahora llega a los 700 mil.
En 2022 los europeos producían al año lo que los rusos consumían en un mes de combates y eso ha cambiado. Pero no tanto como para confiar en una victoria a través de la industria de defensa: hoy los rusos producen y ponen en servicio a disposición de sus fuerzas algo más de 3 millones de piezas de artillería al año, el doble que todos los aliados de Ucrania. Y, aún peor, su base de la defensa sigue creciendo.
La idea de que el régimen de sanciones iba a impedir a Rusia sostener el esfuerzo bélico se ha demostrado carente de toda base. No sólo Rusia se había ido preparando desde las primeras sanciones tras la captura de Crimea en 2014, sino que el régimen de sanciones actual sólo es respetado por el bloque occidental, manteniendo su cooperación militar con países tan importantes como China e Irán. Y también Corea del Norte. Y si hablamos de componentes y no de munición, habría que tener en cuenta a India, Vietnam y Brasil, entre otros. Es posible que a largo plazo las sanciones reduzcan la capacidad de modernización de las fuerzas rusas, pero no han tenido ningún impacto en el campo de batalla. Y no lo van a tener.
Por lo tanto, una cosa hay que tener clara. De momento Rusia es capaz de ganarnos en capacidad de regeneración militar en lo que se refiere a sistemas de armas y munición. Y algo más importante, en la ausencia de Estados Unidos, Europa tendría que invertir en defensa tres o cuatro veces más de lo que hace ahora, con un gasto medio del 4’5% del PIB anual. Así y todo, es realmente impensable que todo ese gran esfuerzo, en el marco de un crecimiento paupérrimo, llegase a tiempo para salvar a Ucrania. Poner en marcha fábricas y cadenas de producción es cuestión de meses, si no años. Y ucrania no disfruta de ese tiempo. Por ejemplo, según el ahora afamado Kiel Institute, guardián del Ukraine Tracker, que mide al milímetro la ayuda que cada país da a Ucrania, con el ritmo actual de producción alemán de carros de combate, tardaría 40 años para alcanzar los niveles de inventario de 2004, exactamente en el 2066; aunque en el 2038 habría logrado equilibrar su número de aviones de combate y en el 2043 el de vehículos blindados de infantería.
Aunque las cifras del 2004 no sean necesariamente el objetivo a alcanzar (aunque estemos hablando de 240 cazas, por ejemplo), no cabe duda de que es evidente la falta de músculo militar e industrial en Alemania y toda Europa. Kiev estima que necesita unos 5 mil misiles antiaéreos para continuar con su defensa, pero Estados Unidos sólo es capaz de producir 3600 y el resto de la OTAN 1 millar. No es imaginable que los europeos puedan compensar cualquier reducción norteamericana. E igual ocurre con los drones, cuyas necesidades se estiman en unos 100 mil al año.
Si, como todo apunta, Rusia mantiene su ventaja en la adquisición y fabricación de los sistemas de armas que dan forma a esta guerra, esencialmente artillería, misiles y drones, la victoria no está cerca. Al contrario. Por mucho que se siga diciendo que nuestro apoyo a Ucrania llevará el tiempo que sea necesario y que es incondicional, la realidad es que, en esta carrera de armamentos, los aliados tenemos todas las de perder.
Del factor humano
Las armas no se disparan solas, sino que requieren de soldados que las empleen. Y aquí, en plena guerra de desgaste, Ucrania se enfrenta a un gravísimo problema: se está quedando sin combatientes.
Hace once años, cuando la toma de Crimea por los rusos, oficialmente Ucrania era un país de 44 millones de habitantes. Tras perder la península, también perdió dos millones, o sea se quedó en 42. Y cuando Rusia se anexiono el Donest y Luhansk, Ucrania volvió a perder cerca de 4 millones más, bajando a algo más de 38 millones de habitantes. Desde la invasión en el 22, unos 8 millones de ucranianos han salido del país aunque con las medidas puestas por el gobierno para forzar la vuelta de muchos varones en edad militar, esa cifra se redujo un millón el año pasado. Por lo tanto, hoy en día, Ucrania es un país de cerca de 31 millones (con 5 millones de desplazados en su propio suelo) frente a una Rusia con más de 140 millones de habitantes.
Esta disparidad se ve ahondada en los tocante a la movilización y la capacidad de sostener el esfuerzo bélico.
Cierto, una de las principales razones del fracaso de la llamada "operación especial" de Putin fue su incapacidad de movilizar a tiempo el personal necesario para que las unidades de combate pudieran seguir combatiendo. El Kremlin eligió retirarse a llamar a filas inicialmente, pero eso cambió al año siguiente y desde entonces es capaz de enviar al frente de batalla unos 30 mil nuevos soldados al mes.
La fatiga, a pesar de su voluntad de combate, no es un elemento que desdeñar en las líneas de defensa de Ucrania. Con una edad media de 43 años y con largos periodos de despliegue, por no hablar de las horrendas condiciones de esta guerra en el frente, con una gran dispersión de tropas y la mayoría del tiempo a cubierto para protegerse de los ataques de drones y bombardeos, Ucrania necesita incorporar nueva savia a sus fuerzas armadas.
Ya el año pasado Kiev pasó una nueva legislación para reducir la edad de alistamiento a los 25 años y ahora se está planteando añadir incentivos económicos para aquellos jóvenes de entre 18 y 25 años que quieran ser voluntarios. Sea como fuere, Ucrania sólo dispone de unos 600 mil soldados debidamente encuadrados para defender su país a lo largo de 1600 kilómetros de frente. Rusia mantiene en el frente unos 700 mil combatientes, pero es su capacidad de aguantar y sostener una movilización permanente lo que le otorga una ventaja decisiva. Para Rusia es una cuestión de tiempo.
Ucrania debería causar más de mil bajas al día, todos los días, en las fuerzas rusas, para compensar la actual capacidad de movilización y encuadramiento del Kremlin. De hecho, no es una cifra inalcanzable. Pero así como en el pasado, con tasas de bajas rusas aún más altas, los aliados confiaron en alimentar la desmoralización de la sociedad rusa y agitarla en contra de Putin, la Rusia de hoy da pruebas de aguante a pesar del desgaste. Muchos de los soldados provienen de las cárceles del país o de regiones alejadas de Moscú; la población apoya la narrativa de una guerra que sus líderes presentan como existencial y civilacional; el sentimiento pro-nacionalismo ruso ha aumentado; y el régimen férreo de Putin ya se encarga de eliminar cualquier crítica y oposición molesta. La demografía, aquí, es destino, al igual que en numerosas ocasiones antes.
De las emociones y la razón
La guerra, ya lo decía Clausewitz es la continuación de la política por otros medios. Y a medida que la política se ha convertido no en un ejercicio razonable sino en la movilización de las pasiones, el papel de la estrategia queda relegado en favor del choque de las emociones.
Durante años los europeos han podido hacer su juego porque su seguridad la garantizaba los Estados Unidos, contaban con el acceso al petróleo ruso y una energía barata, y veían en China el mercado ideal para sus exportaciones y una planta barata de fabricar sus productos. Todo eso se ha acabado. Pero lo que no se acaba de terminar es la retórica grandilocuente que lo envolvía.
Trump obliga a los aliados de la OTAN y a los miembros de la UE a enfrentarse a la dura realidad. Y en lugar de ir regalando millones y bonitas palabras de consuelo, nuestros responsables deberían estar haciendo sus deberes y aceptar que sus decisiones tienen consecuencias. Algunas muy graves.
La única forma de garantizar la victoria de Ucrania es ofrecerle sistemas de armas que reduzcan la generación de fuerzas rusas, permitiéndole a las fuerzas de Kiev golpear en el interior profundo del suelo ruso. Pero esa decisión, coherente con lo que se dice en público, acarrea el riesgo de que Rusia nos considere cobeligerantes y escale sus apuestas estratégicas, algo que hemos querido evitar a toda costa desde febrero de 2022. Todo lo demás es ahondar en la crónica de una derrota anunciada.
De ahí que los aliados debieran plantearse seriamente cómo traer la paz a este conflicto. Mandando más dinero o escuchando a quienes no tienen más que ofrecer que Trump está majara, poco vamos a avanzar en esa dirección. Y sí, en esta guerra que nadie puede ganar, habrá que admitir concesiones dolorosas. Como se aceptó la partición de Corea o la de Alemania en dos, porque era eso o el suicidio colectivo. Es la hora del realismo, no la de quienes se aferran a ideas que sólo lucen bien en un papel académico.