
En los últimos años ha surgido en Europa, y particularmente en España, un debate que, bajo la apariencia de una discusión sobre libertades individuales, multiculturalismo o diversidad, oculta una lucha mucho más profunda y visceral: la pugna entre el Estado de derecho y el fundamentalismo. El uso del hiyab en las escuelas públicas se ha convertido en un símbolo de esta tensión, no como nos quieren vender los buenistas multiculturalistas o los progres "woke", sino como una oportunidad para desenmascarar a los islamistas y defender un islam progresista frente a las garras del machismo, la misoginia y la opresión disfrazados de tradición. En este contexto, dos profesoras, Sonia Sierra y Elena Ramallo, han presentado una propuesta legislativa para prohibir el hiyab en los centros escolares y el burka en todo espacio público, con un objetivo claro: garantizar la igualdad de sexos y los derechos fundamentales de las mujeres. Porque un feminismo que no combate el islamismo es un feminismo cobarde y cómplice de los más furiosos misóginos, un remedo de sí mismo que se pierde en la complacencia y el miedo a ofender.
Lejos de ser islamofobia, prohibir el hiyab en las escuelas públicas es un acto coherente con la norma consuetudinaria española de no cubrir la cabeza bajo techo —en aulas, oficinas o espacios cerrados—, una práctica social arraigada, y una apuesta por la igualdad real, no por las excepciones que perpetúan la desigualdad de género. El hiyab no es un asunto religioso en su esencia, como pretenden algunos, ni un símbolo obligatorio, como insisten los fundamentalistas para justificar su agenda. El Corán, en su versículo 24:31, habla de modestia, pero no exige cubrir el cabello; su uso masivo proviene de una construcción cultural asociada a interpretaciones tradicionalistas, puritanas y misóginas del islam que han instrumentalizado a las mujeres como estandartes de un proyecto teocrático. En un país como España, donde quitarse gorras, sombreros o cualquier otro adorno en la cabeza bajo techo es una norma consolidada, permitir el hiyab como excepción no solo rompe con la coherencia normativa, sino que concede un privilegio injustificado a una manifestación de opresión patriarcal. Si un alumno no puede llevar una escafandra, una capucha o una gorra en clase, ¿por qué una alumna sí podría llevar hiyab? La respuesta no es la cultura, la moda, la religión o la identidad (todo ello valdría también para raperos o pastafaris), sino la presión de un islamismo que pretende imponer sus reglas de sharía por encima del reglamento escolar, las leyes seculares y, en última instancia, la Constitución.
Esta postura no es un ataque al islam como fe, sino, por el contrario, una defensa de un islam progresista, uno que no necesita símbolos patriarcales ni pañuelos para definirse y que rechaza la sumisión disfrazada de tradición. Prohibir el hiyab en las escuelas públicas y el burka en los espacios públicos es un mensaje claro: el Estado de derecho no negocia con el fundamentalismo, y las aulas y las calles deben ser espacios de igualdad y razón, no de adoctrinamiento ni de privilegios. Quienes se oponen a esta medida, clamando libertad religiosa, diversidad o victimismo, suelen caer en dos frentes: los islamistas, que ven en el hiyab una bandera de su proyecto teocrático, y los progres multiculturalistas —como los del Sindicato de Estudiantes de extrema izquierda—, que, en su afán por no parecer intolerantes, terminan siendo cómplices de la opresión. Como nos enseñó Orwell, manipulan el lenguaje para que la opresión se llame tradición, la desigualdad se disfrace de identidad y la coerción se presente como libertad.
Recientemente, en varios institutos de Parla —como el Narcís Monturiol, Nicolás Copérnico y Humanejos— se han vivido episodios que ilustran esta tensión de manera cruda. Estos centros han prohibido cubrir la cabeza, una regla alineada con la norma consuetudinaria española, pero un grupo de alumnas musulmanas tradicionalistas y machistas, respaldadas por el totalitario y antihumanista Sindicato de Estudiantes, se ha manifestado acusando a las autoridades de islamofobia. Este movimiento no es una defensa de la libertad, sino un ejemplo flagrante de cómo el islamismo se alía con sectores radicales para desafiar el orden liberal, ilustrado y secular. Las alumnas islamistas, junto a un sindicato que se autoproclama revolucionario y anticapitalista, no buscan derechos, sino privilegios: exigen que su hiyab prevalezca sobre una norma que aplica a todos, desde gorras hasta capuchas pasando por los coladores de spaghetti que son un símbolo de la religión pastafari "inventada" por Bobby Henderson. Si un reglamento escolar prohíbe cubrir la cabeza, oponerse bajo el pretexto de la religión es un acto de desafío al estado de derecho, pretendiendo que el Corán, la Biblia o el Libro del Mormón están por encima de la Constitución, las leyes configuradas por el poder legislativo o los humildes pero democráticos reglamentos de funcionamiento de los institutos.
Películas como Amal (2023), dirigida por Jawad Rhalib, y El joven Ahmed (2019), de los hermanos Dardenne, arrojan luz sobre esta problemática. En Amal, una profesora de literatura que trabaja en un instituto de Bruselas fomenta en sus alumnos el amor por la lectura, la defensa de la libertad de expresión y el valor de la tolerancia. Su enfoque, sin embargo, genera rechazo entre algunos estudiantes y colegas musulmanes relacionados con el extremismo islámico, que consideran sus métodos contrarios a sus creencias. A pesar de las tensiones, Amal no cede en sus principios y se vuelca especialmente en apoyar a Monia, una tímida alumna musulmana que enfrenta agresiones, acoso y amenazas debido a rumores sobre su homosexualidad. Más explícito es El joven Ahmed, donde un adolescente belga, radicalizado por un imán fundamentalista, interioriza una visión misógina del islam que lo lleva a rechazar a su profesora por no cumplir con sus estándares puritanos y a imponer normas a las mujeres de su entorno. El hiyab, en este contexto, no es un simple pañuelo ni una prenda inocua, sino un símbolo de control, un recordatorio de que el islamismo usa a los jóvenes —y especialmente a las mujeres— como peones en su guerra contra la modernidad. Ambas cintas desenmascaran lo que está en juego: no se trata de fe, sino de poder.
La propuesta de Sierra y Ramallo, al igual que la postura general de prohibir el hiyab, desenmascara a los islamistas de manera brillante. Si se prohíbe bajo una norma neutra —nada en la cabeza bajo techo—, quienes se opongan tendrán que justificar por qué su supuesto "derecho" prevalece sobre una regla igualitaria. Si insisten, quedan expuestos como fundamentalistas que anteponen el Corán —o su interpretación más oscurantista— a la Constitución, algo ilegal e ilegítimo en un sistema democrático. Si ceden, se demuestra que el hiyab no es esencial, sino una herramienta de coerción y presión. En Parla, las manifestaciones del Sindicato de Estudiantes junto a las alumnas islamistas ya han mostrado esta dinámica: su rechazo a la norma no es una lucha por la libertad, sino un desafío al sistema secular, una alianza tóxica entre el extremismo religioso y la izquierda radical. En España, la Constitución garantiza la libertad religiosa (Art. 16), pero también establece que ninguna confesión tendrá carácter estatal y que las leyes civiles priman. Defender el hiyab como un derecho inalienable es, en realidad, afirmar que el Corán está por encima del imperio de la ley, algo que ningún estado de derecho puede tolerar. Popper nos advirtió en La sociedad abierta y sus enemigos que no hay que ser tolerante con los intolerantes cuando estos usan la fuerza y la violencia. Con más razón cuando esta se dirige contra grupos vulnerables como la adolescentes musulmanas, que han sufrido un retroceso religioso desde los años 70 tras las revoluciones islamistas de los ayatolás en Irán y la emergencia de los Hermanos Musulmanes, una secta violenta que debería llamarse Hermanos islamistas y estar prohibida en toda Europa como lo está en Egipto.
La medida de prohibir el hiyab como cualquier otra prenda en la cabeza en los institutos, y el burqa y el niqab en los espacios públicos, tendría un doble efecto liberador. Primero, protege a las alumnas de la presión de entornos fundamentalistas que las obligan a llevar el hiyab, ofreciéndoles un espacio donde puedan ser iguales a sus compañeros sin el yugo de un símbolo misógino. Segundo, fortalece un islam progresista que no depende de prácticas arcaicas para afirmar su identidad, un islam que puede convivir con la modernidad sin sacrificar la igualdad. En un país como España, donde la tradición liberal es frágil y la laicidad a menudo se tambalea ante el populismo y el nacionalismo, ceder ante el islamismo sería abrir otro flanco de debilidad. Las escuelas públicas no son terreno de negociación para el fundamentalismo ni un campo de pruebas para la ley del más fuerte —o del más fanático—, sino bastiones de la equidad y la razón.
Los argumentos en contra suelen apelar a la libertad individual o al riesgo de alienar a las comunidades musulmanas. Pero si el hiyab es producto de un adoctrinamiento patriarcal, como sugieren casos como el de Ahmed en la película de los Dardenne, esa "libertad" es una ilusión. Recordemos que en Irán se castiga con tratamientos "psiquiátricos" a las mujeres que no usen el hiyab. O que en Libia se ha anunciado una policía de la moral para imponer el velo a las mujeres, con el Gobierno de Trípoli reinstaurando la prohibición de que las libias viajen sin compañía masculina. Conseguir que en España las chicas musulmanas sometidas a entornos heteropatriarcales tengan un espacio donde librarse en público de dichas imposiciones sería la manera más efectiva de que comprendieran que el Estado y la sociedad respaldará su rebeldía frente a los que la consideran inherentemente pecaminosas y por eso tratan de esconderlas bajo siete velos de infamia. En cualquier caso, les enseñarán que antes que musulmanas son ciudadanas y, por tanto, tienen tantos deberes como derechos. Como dice la abogada Wassyla Tamzali, autora de El burka en el banquillo, ¿qué será lo siguiente, aplaudir cuando las musulmanas misóginas se nieguen a ser tratadas por un médico, o a no estrecharle la mano a un hombre?
No se trata de prohibir una elección, sino de desmantelar una imposición disfrazada de tal. Y si las alumnas de Parla, sus familias o sus aliados del Sindicato de Estudiantes se sienten ofendidas, el problema no está en la norma, sino en su incapacidad para aceptar que las reglas seculares no ceden ante el fundamentalismo. Permitir el hiyab sería, paradójicamente, traicionar a las mujeres musulmanas que luchan por liberarse de esas cadenas, como vemos en las sombras femeninas de Amal, mientras los multiculturalistas aplauden desde la banalidad de su ignorancia y la comodidad de su complicidad. No deja de ser revelador que la izquierda tan proclive a estigmatizar, burlarse y negar el cristianismo, se someta a ritmo de batucada a los imanes más carcas, las costumbres islámicas más retrógradas y la conculcación de derechos más espantosa en nombre del exotismo cultural en forma de sharía.
La oposición a esta prohibición viene de dos frentes claros: los islamistas, que ven en el hiyab una bandera de su proyecto teocrático, y los progres "woke", como los del Sindicato de Estudiantes, que confunden tolerancia con rendición. Ambos caen en la misma trampa: perpetuar la opresión bajo el disfraz de la diversidad. Como nos enseñó Winston Churchill, hay momentos en que la firmeza es la única respuesta frente al despotismo. Y el islamismo es un despotismo escondido bajo un burka y disfrazado de fe.
En el fondo, la iniciativa de Sonia Sierra y Elena Ramallo es un acto de saludable intolerancia popperiana contra los intolerantes. En ese sentido, de coherencia con la sociedad abierta, puesto que les da a las alumnas musulmanas un mínimo pero liberador ámbito de protección frente a la opresión. Respeta una norma consuetudinaria simple —nada en la cabeza bajo techo—, defiende la igualdad de género frente a la misoginia fundamentalista y refuerza el estado de derecho contra quienes lo desafían. Más aún, es una apuesta por un islam progresista, uno que no necesita pañuelos para existir, frente al islamismo que los usa como arma. Las películas Amal y El joven Ahmed nos recuerdan lo que está en juego: no es una cuestión de telas ni de pañuelos, sino de principios y poder. Mientras los islamistas insistan en sus excepciones, quedarán desenmascarados como lo que son: enemigos de la libertad, no sus defensores. En España, donde el socialismo y el nacionalismo ya erosionan la tradición liberal, no podemos permitirnos otro flanco débil. Prohibir el hiyab sería un paso pequeño pero firme para proteger nuestras escuelas y nuestra sociedad. Contra lo que suponía Fukuyama, no estamos en el fin de la historia liberal, sino en una batalla por su supervivencia. Y en esa batalla, el hiyab no es un detalle, sino una piedra de toque de prueba civilizatoria y de lucha feminista.