
Occidente, Europa y España enfrentan un fenómeno que trasciende lo anecdótico y reclama un análisis riguroso: la progresiva infiltración de una ideología islamista en espacios tradicionalmente concebidos como laicos, neutros y democráticos. En este debate, la izquierda no está, secuestrada por el relativismo multiculturalista, y a la derecha nadie la espera, sumida en su habitual combinación de inepcia cultural y falta de coraje intelectual.
Este proceso de islamización pone en cuestión los fundamentos de las sociedades abiertas, desde la escuela hasta el deporte, desafiando la cohesión social y los principios de igualdad y secularidad. Ejemplos como la interrupción de partidos de fútbol por el Ramadán o la presión para permitir el velo en aulas y competiciones deportivas ilustran una dinámica que intelectuales franceses –los más concienciados con los principios del laicismo, la ilustración y la secularización– como Alain Finkielkraut, Élisabeth Badinter y Bernard Rougier identifican como una amenaza estructural a la modernidad europea.
Hemos de remontarnos a 2023 para que Europa fuese testigo de un suceso novedoso: la pausa de un partido de fútbol en Francia para que los jugadores musulmanes rompieran el ayuno del Ramadán. Entoces, fue celebrada por algunos como un gesto de inclusión. Sin embargo, para pensadores como Finkielkraut, autor de La identidad infeliz, este suceso significó una erosión de la neutralidad del espacio público. Finkielkraut argumentó que tales concesiones reflejan una "desidentificación" cultural, donde la tolerancia mal entendida permite que normas religiosas sustituyan las reglas comunes, fragmentando el tejido social. En 2025 ya he visto cómo dos partidos al menos de la Champions se interrumpían para que los jugadores musulmanes integristas pudiesen mostrar ante millones de espectadores que el islam domina y dicta las reglas de una competición hasta ahora neutral respecto a ideologías y religiones. Los locutores repetían como marionetas lo que sus ventrílocuos les dictaban: que dicha interrupción era por motivos de salud y tolerancia. Nada más lejos de la realidad porque con el Corán en la mano dichos jugadores profesionales podrían haber flexibilizado el ayuno sin incumplir ninguna regla coránica. Pero no se trataba de romper el ayuno, sino de romper la neutralidad de los espacios públicos para imponer una sumisión islamista. De los locutores deportivos al uso no me espero otra cosa que ignorancia y clichés, pero me cabe la sospecha de si aquellos que les dictan lo que decir son conscientes de la infiltración y el sometimiento.
Los ejemplos abundan: jóvenes que se niegan a participar en entrenamientos mixtos o sin velo, entrenadores intimidados para segregar por género, y oraciones colectivas organizadas al margen de eventos deportivos. La Federación Francesa de Fútbol ha alertado sobre el uso de certificados médicos falsos para justificar atuendos que encubren el velo, mientras que en deportes de combate y colectivos se multiplican las tensiones derivadas de estas prácticas. Estas conductas no son meras expresiones de fe personal, sino manifestaciones de una estrategia más amplia de ocupación del espacio público, como señala Bernard Rougier en sus estudios sobre el islamismo en Europa.
En el ámbito escolar, el debate sobre el velo —prohibido en Francia desde 2004 junto a a otros símbolos religiosos— continúa siendo un punto de fricción. Élisabeth Badinter, feminista y defensora de la laicidad, lo considera como lo que realmente es más allá de las torticeras falacias que defienden los musulmanas tradicionalistas y los relativistas multiculturalistas: un símbolo de opresión que contradice la igualdad de género, ya que dichas demandas no son una auténtica libre elección, sino una imposición comunitaria disfrazada de derecho individual.
El deporte, concebido como un espacio de universalidad, no escapa a esta tendencia. Florence Bergeaud-Blackler, en La hermandad y sus redes (una alusión a la secta de los Hermanos Musulmanes), describe cómo las redes islamistas instrumentalizan instituciones de socialización —escuelas, asociaciones, competiciones deportivas— para imponer normas comunitarias sobre las reglas seculares. Como si el Corán no sólo estuviese por encima de la Constitución, sino también del reglamento de los centros educativos. Su investigación revela prácticas como las ya indicadas, del rechazo de jóvenes a participar en entrenamientos mixtos, el uso de atuendos religiosos encubiertos y la organización de oraciones colectivas en eventos deportivos, fenómenos que forman parte de una estrategia deliberada de ocupación ideológica. Bernard Rougier, en Los territorios conquistados por el islamismo, corrobora este análisis al documentar cómo el islamismo se arraiga en espacios conquistados por el laicismo al monopolio religioso para devolverlos al tradicional estado de los países de mayoría islámica dominados por los dogmas y los ritos de la casta sacerdotal teocrática.
Estas observaciones sociológicas se fundamentan también en la crítica filosófica de Pascal Bruckner. En Un racismo imaginario, Bruckner denuncia el relativismo cultural que, bajo el pretexto de evitar la "islamofobia", tolera prácticas contrarias a la democracia. Christopher Hitchens, con su habitual estilo polémico, nos advirtió de que la palabra "Islamofobia" la crearían fascistas y la utilizarían los cobardes para manipular a imbéciles. En el ámbito europeo, la crean los socialdemócratas (los nuevos fascistas que se hacen llamar a sí mismos "progresistas"), la utiliza la prensa afín y son manipulados los habituales votantes de la izquierda y lectores de la prensa que es brazo mediático de PSOE, Bildu, ERC…
Sigamos con Bruckner. Para él, permitir el velo en competiciones o interrumpir actividades por motivos religiosos no es un acto de inclusión, sino una validación de una visión rigorista que rechaza la coeducación y la primacía de la ley secular. Esta complacencia, argumenta, abre la puerta a una normalización progresiva de lo que en Francia llaman "separatism" y en español podríamos traducir como "guetificación" o "segregacionismo". Un punto que Marcel Gauchet amplía al señalar, en sus ensayos para Le Débat, que la incapacidad de las democracias para reafirmar la secularización frente a las demandas religiosas pone en jaque la cohesión social moderna.
El desafío no se limita a Francia. En países como Reino Unido y Países Bajos, las peticiones de segregación en piscinas por parte de musulmanes que no quieren respetar el código de vestimenta, o la imposición de menús halal en comedores escolares, reflejan una tendencia similar. Gauchet interpreta esto como una crisis del modelo laico europeo, donde la religión islamista reemerge como un actor político en un contexto que había logrado confinarla al ámbito privado. Para Badinter, el riesgo es doble: no solo se compromete la igualdad, sino que se abandona a las mujeres a una narrativa misógina que el islamismo promueve bajo el velo de la tradición. En este sentido, los imanes son astutos: reivindican la muy liberal libertad religiosa, pero "olvidan" que aunque la libertad es sagrada, ello no quiere decir que sea absoluta. Ídem con los derechos, que los imanes integristas y las alumnas tradicionalistas son muy rápidas en exigir, pero ignorando sistemáticamente la parte de los deberes de los mismos.
Desde una perspectiva sociológica. Rougier y Bergeaud-Blackler aportan evidencia empírica de cómo las estructuras islamistas operan mediante redes organizadas, infiltrándose en espacios de socialización con un objetivo claro: sustituir la norma republicana por preceptos religiosos. Finkielkraut y Bruckner, por la parte filosófica, ofrecen un marco ético y cultural, alertando sobre las consecuencias de la pasividad intelectual y política. La psiquiatra Badinter añade una dimensión feminista esencial, recordando que la laicidad es también una herramienta de emancipación, mientras que por el contrario, las musulmanas que pretenden imponer el velo en las aulas y los burkas en las calles son cómplices de una ideología patriarcal, machista y misógina. No solo llevan el velo por fuera del cabello, sino que lo han metido en el cráneo para sustituir al cerebro.
La respuesta, según estos pensadores, exige claridad conceptual y acción decidida. La laicidad no es un lujo negociable, sino la garantía de una convivencia basada en principios universales. Permitir excepciones religiosas en escuelas o deportes, como advierte Gauchet, es debilitar el contrato social que sostiene a Europa. Porque, como concluye Finkielkraut, ceder hoy en estos ámbitos es arriesgar mañana la esencia misma de la democracia secular, laica y liberal.
La historia europea, marcada por luchas para establecer la separación entre Iglesia y Estado, nos enseña que ceder ante presiones religiosas nunca ha fortalecido la libertad, sino que ha allanado el camino a nuevas formas de dominación. En este contexto, la tibieza de líderes socialdemócratas multiculturalistas —o la pasividad de los conservadores que temen ser acusados de intolerancia— no solo traiciona los valores democráticos, sino que abandona a quienes, como profesores y entrenadores, enfrentan estas presiones sin herramientas ni apoyo.
Es imperativo, por tanto, que Europa reafirme sus principios. Como decía, la laicidad no es negociable; es la garantía de una convivencia basada en reglas compartidas, no en dogmas religiosos. Prohibir el velo en escuelas y competiciones deportivas, regular estrictamente las interrupciones por motivos religiosos (sin caer en la trampas para ignorantes, como hacen los locutores deportivos europeos) y sancionar el proselitismo en espacios públicos no es una cuestión de exclusión, sino de preservar la neutralidad y la igualdad. Los gobiernos deben actuar con claridad y valentía, respaldando a sus ciudadanos frente a una ideología fundamentalista que no busca integrarse, sino imponerse, a veces con violencia exarcebada (véase los sucesos de Salt en España), a veces con intimidación difusa (véase la presión a los institutos de Parla por parte de las alumnas veladas). Ceder hoy en el deporte o la escuela es abrir la puerta mañana a exigencias similares en hospitales, universidades y administraciones, hasta que la democracia pase de un dimensión liberal a otra regida por la sharia. Recordemos cómo Foucault, emperador del pensamiento posmoderno de la izquierda chic, apoyó a los ayatolás que impusieron en Irán una república teocrática, con las mujeres como fundamentales víctimas. Mujeres persas que en su lucha contra la imposición de los velos son reprimidas mediante torturas, violaciones y muerte. Todas las mujeres musulmanas del planeta deberían negarse a llevar hiyabs, niqabs y burkas, por mucho que se sientan cómodas por sus tradiciones, hasta que sus hermanas de sexo y religión no se vean liberadas de la opresión machista-islamista que atenaza al mundo islámico de Indonesia a Marruecos.
A los diez años de la publicación de Sumisión de Michel Houellebecq, no cabe duda de que la distopía islamista que profetizó el novelista francés se sigue propagando por Europa. No al ritmo endiablado que se temió Houellebecq, ya que en su novela era en 2022 cuando un partido islamista tomaba el poder en Francia, pero la extensión y exacerbación de los síntomas que puso sobre el tapete, de la pasividad de las élites frente al avance del islam político a la erosión del laicismo en nombre de Alá, evidencia que la gangrena de la teocracia se extiende por Europa en el siglo XXI como el totalitarismo comunista y nazi hizo en el XX.