
Extraordinaria fue mi primera impresión de la película de Albert Serra, Tardes de soledad. Terminó la proyección y me quedé con ganas de verla otra vez. Todo era real. Mi crítica no puede ser otra cosa que un aleve despliegue de esa impresión. Estamos ante una grandiosa obra de arte. Cine en estado puro. Cine es, en efecto, la conjunción de imágenes y sonidos. Cine para mostrar a España abierta en canal. O sea España es la corrida de toros. El protagonista es el toro: el animal totémico de la última religión pagana de Oriente y Occidente. No es el toro bravo un sucedáneo ni una representación del dragón con el que lucha San Jorge. Es su encarnación. ¿Religión pagana? Sí, la única capaz de absorber y deglutir millones de falsos diosecillos de un mundo que escupe a Dios y da la espalda a la muerte. El espectáculo más anacrónico de nuestro tiempo, quizá de todos los tiempos modernos, aparece como alternativa a un mundo melifluo de emociones y sin columna vertebral, sin principios morales, para enfrentarse a lo real. Al toro de la vida: la muerte.