
La pandemia de COVID-19, que irrumpió en el mundo a finales de 2019, marcó un punto de inflexión global comparable a eventos apocalípticos como guerras mundiales. Con millones de fallecidos y un impacto devastador en los índices de bienestar —desde la educación hasta la economía—, este fenómeno no solo desafió la salud pública, sino que también puso a prueba los cimientos de las sociedades democráticas. Las medidas de confinamiento, los pasaportes sanitarios y las restricciones de derechos fundamentales, implementadas bajo el pretexto de la seguridad colectiva, desataron un debate filosófico sobre el equilibrio entre libertad y control estatal.
Friedrich Hayek, en su obra Camino de servidumbre, advirtió sobre cómo las crisis —como guerras o pandemias— pueden justificar un incremento del poder estatal que, aunque inicialmente temporal, tiende a perpetuarse. Durante la pandemia, esta idea resonó en las críticas a medidas como los confinamientos masivos y la vigilancia digital. Hayek sostenía que sacrificar parte de la libertad es admisible solo si es estrictamente necesario y temporal, y siempre en aras de preservarla a largo plazo. Sin embargo, la prolongación de restricciones y la normalización de herramientas como los certificados COVID plantearon la pregunta: ¿es más peligrosa la deriva autoritaria que la propia enfermedad?