
Empecemos por ese limbo político en el que expiamos los pequeños idiotas españoles que seguimos pensando en la bondad general de la Transición e incluso de su Constitución[1], por más que necesite remiendos urgentes y evidentes. Precisemos que estos pequeños idiotas nos diferenciamos de los grandes, que suelen estar a la izquierda, en que estos últimos quieren hacernos creer que su dictadura puede ser amorosa y amable por nuestro propio bien y el bien de todos los ciudadanos, ¡cómo no!
A esto es a lo que llamaba Lenin, cuenta Trotsky, una dictadura de grandes idiotas. Esos son los majaderos que creen que pueden hacer lo que pretenden —quitarnos todo a todos para que seamos felices—, sin derrumbar toda legalidad y, si llegara el caso, aplicando el terror más severo[2]. Tal comportamiento sentimental no será, culmina Lenin, más que trabajo mal hecho, dictadura a medias o despotismo blandengue propio de grandes idiotas.
Lo ha entendido mucho mejor Pedro Sánchez, menos versado en marxismo-leninismo que los comunistas originales (si es que quedan) pero mucho más instruido que otros en las descripciones del poder y su ejercicio que contienen los libros de Mario Puzo. Como ahora no se puede proceder a la liquidación de los enemigos por los caminos del plomo, hay que alterar las normas para que todo pueda hacerse sin levantar sospechas.
Pero eso no es lo que hace un gran idiota porque el Uno (o Puto Amo) no quiere ser admirado ni pasar a la historia como un filántropo bondadoso. Él va a lo suyo, a manejarlo todo sin reparar en consecuencias ni dolores, porque, de no ser por la psicopatía que le desluce, podría ser considerado un gran cachondo del poder por el poder que no cree más que en la necesidad de su supervivencia.
De ahí su embozo de la expedición antidemocrática en marcha, porque es lo único que le mantendrá más tiempo aferrado a la Presidencia. Pero no, Sánchez no es un cachondo. Ha elevado a los altares, eso sí, un cachondeo constitucional que idearon otros políticos anteriores de diversos colores, para que a la Carta Magna no la reconociera ni la madre que la parió.
De ahí el título. Estamos en un pleno cachondeo constitucional —tal vez debiera decirse contra-constitucional—, para conseguir el fin de que España deje de ser una democracia liberal, más o menos, aunque parezca que lo sigue siendo. No, no. No se trata de lo del Gatopardo. Al contrario. No es que todo "cambie" para que todo siga igual. Se trata de que todo parezca igual aunque todo se haya cambiado de raíz. Piensen en ETA y en Puigdemont.
Para que la operación triunfe, hacen falta no sólo eliminar a los grandes idiotas ya definidos, sino contar con la carne de cañón de millones de pequeños idiotas que barruntan que la democracia está en peligro pero que no disponen de instrumentos, ni tal vez de ganas o valor, para defenderla en serio. O sea, muchos de nosotros que, como máximo, analizamos y advertimos, pero sin la potencia de fuego necesaria para vencer el peligro.
Un simple ejercicio de memoria de este pequeño idiota demostrará la invisible metamorfosis constitucional. Cuando se revuelve en su texto para buscar nuestros derechos y deberes, se topa uno con las evidencias de cuánto ha cambiado la canción. Dice en su preámbulo: "Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones". Sólo dos ejemplos. Uno, ¿cómo se protegen los derechos humanos de los castellanohablantes en Cataluña o el País Vasco o Galicia?. Dos, ¿quiénes y cómo amparan la tradición taurina nacional u otras muchas?
Sigue su artículo 2 diciendo: "La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles". Esto es algo que no se practica ni en las iglesias, ni en las escuelas ni en las televisiones públicas ni en los gobiernos. Ni, tal vez, en los cuarteles. O el artículo 3: "El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla". Hasta la risa suena más en catalán, en euskera o gallego, con intérpretes de por medio o no, para hacer ver que tal lengua no es ni la oficial ni la común.
En el artículo 14, se lee que "los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social". Pues ya habrán comprobado la cuota de desigualdad que es nacer en Cataluña o en el País Vasco, ser mujer ("autoridades y autoridadas", "jóvenes y jóvenas"), desigualdades por género, por ser de izquierdas, por ser pobre español o pobre inmigrante, o por ser un inundado en una Dana valenciana o un arrasado por un volcán canario.
En el artículo 19, eso de que "los españoles tienen derecho a elegir libremente su residencia" parece una broma cuando un médico no puede trabajar en Barcelona o Baleares porque no habla catalán, cuando los hijos no podrán estudiar en su lengua materna por imposición política o cuando, están en ello, hasta para comprar o alquilar una vivienda o local tienen que acreditar hablar en catalán, no en la lengua común y tan oficial.
El artículo 30, que fija el derecho y el deber de los españoles de defender a España, causa carcajadas en Bilbao, en Gerona, en media Baleares y en parte de Galicia y lágrimas de pena negra en Ceuta, Melilla y Canarias. Lo del deber de trabajar y el derecho al trabajo parece un chiste, como lo del chascarrillo del derecho a la vivienda digna.
Suscita hilaridad el artículo 139 que dice que "todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado" y añade que "ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes en todo el territorio español". Ja.
Grima da leer que el Estado debe regular las condiciones básicas que "garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales" y la inmigración, la emigración, la extranjería y el derecho de asilo sean de competencia exclusiva del Estado, artículo 149, como se incumple claramente desde hace unos días tras el pacto vergonzante Sánchez-Puigdemont.
Nos hemos referido sólo a aspectos de derechos individuales, pero si examinamos los relativos a la división de poderes, que ya fueron desnaturalizados en 1985 y ahora seriamente amenazados, nos encontramos con un panorama desolador. Y en cuanto al equilibro de justicia entre las regiones, ya estamos en un espeso fango insolidario manchado del nacionalismo más xenófobo y racista.
Por si fuera poco, Pedro Sánchez, en un acto más de cachondeo constitucional, anuncia que no presentará el Proyecto de Presupuestos Generales para 2025, porque no conseguiría su aprobación en Las Cortes. Le importa un pimiento que el artículo 134 de la Constitución diga que "el gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior".
Es decir, se está consumando una cachondez constitucional que tiene por objeto llenar de polvo y desconcierto el escenario del teatro nacional para que sea posible dar gato por liebre a todos los pequeños idiotas que seguimos esperando el milagro histórico de una convivencia tolerante y próspera tras habernos matado entre nosotros demasiadas veces.
Francisco Umbral esbozó en uno de sus artículos de 1978, en plena aventura de emergencia de la nueva democracia española, una teoría del cachondeo, que él asociaba al barroquismo (esa tendencia al absurdo y a la desmesura tan española), si bien no del todo. Como tipos de cachondos contemporáneos señalaba, en ningún orden, a Camilo José Cela, a Luis García Berlanga y a Fernando Fernán-Gómez.
Se les echa de menos porque aquí nadie se atreve a hacer una película, una obra de teatro o una novela sobre este cachondeo constitucional impulsado por quienes no tienen nada de cachondos. Nadie hará obras como La sauna nacional, La familia de la ilustre Begoña o Viaje a cualquier parte menos a la democracia.
"El idiota" de Dostoievski se preguntaba: "¿Puedo ser un idiota ahora que me doy cuenta que los demás me juzgan así?". Pues sí. Podemos. Nos damos cuenta, pero privadamente, sin repercusiones públicas. Sabemos que no lo somos pero admitimos comportarnos socialmente como si lo fuéramos. Eso es apatía moral, la enfermedad del siglo, que puede dar paso a un exterminio constitucional o al fin de una nación histórica.
Es nuestro caso. El caso, sentó Félix de Azúa, en su Historia de un idiota contada por él mismo, de quien sufre la fragmentación de una realidad que se nos presenta simulada y dispersa, motivo por el que no la comprendemos y que, por ello, nos conduce a la apatía moral que desemboca en la idiotez y su inacción ante el salto de las alarmas.
Esta apatía moral individual que conduce a la impotencia nacional es la que escolta la operación que está consiguiendo destruir la pacífica y, a pesar de todo, noble y bienintencionada Transición y diviniza la violenta II República y sus consecuencias finales. Mientras se llega a la meta, se nos sume en un completo cachondeo, un cachondeo constitucional, que tiene como finalidad que muy poco de lo escrito en el texto de 1978 siga significando lo mismo que entonces.
La última fase del cachondeo constitucional ha sido programada minuciosamente. Se trata del acceso a la presidencia del Tribunal Constitucional de alguien, como lo es Cándido Conde-Pumpido, que desde los tiempos de Felipe González, se puso al servicio incondicional de la izquierda a través del Partido Socialista a cambio de lo que fuese, honores, puestos, seguridad, impunidad… lo que fuese, ellos sabrán.
Como Fiscal General y ahora como santón constitucional, ha tenido como encargo la implicación de las togas amigas en las manchas del polvo del camino que levante la operación contra-constitucional que progresivamente se ha ido apoderando de la vida española desde la llegada de Jose Luis Rodríguez Zapatero a la presidencia del gobierno y se ha acelerado desde la satrapía de Pedro Sánchez. Eso y la neutralización de las demás togas no adictas.
La última conocida de sus trastadas ha sido el intento de contrarrestar la digna y lógica iniciativa de una Audiencia Provincial de Sevilla que fue arrojada a los pies de los caballos por Conde-Pumpido y sus secuaces para herir de muerte al Tribunal Supremo. En esta nueva fase del cachondeo constitucional, se pretendía que el Tribunal Constitucional fuese quién para reemplazar al Tribunal Supremo como máxima instancia judicial, objetivo primordial, y a cualquier otro tribunal ordinario si cualquiera de sus sentencias incomoda al Puto Amo.
No hay otro remedio que recordar que fue el tribunal correspondiente a la sección tercera de la Audiencia Provincial de Sevilla quien condenó en 2019 a una buena parte de la plana mayor del gobierno socialista de la Junta de Andalucía por sus actuaciones delictivas en el caso de los ERE, impulsado por la Fiscalía que fue quien pidió la condena y las penas para los encausados. Pero, claro, entre ellos estaban el ex presidente de la Junta, Manuel Chaves, y el ex presidente José Antonio Griñán y una larga lista de ex vicepresidentes, consejeros y directores generales.
No. No se juzgaba todo el caso ERE, que tiene todavía centena y media de piezas pendientes en los juzgados. Se enjuiciaba solamente el procedimiento específico utilizado para conceder ayudas de manera claramente discrecional y simuladas bajo un ropaje administrativo opaco: 855 millones de euros y ninguna de igualdad de acceso a sus beneficios por parte de trabajadores y empresarios no seleccionados por el PSOE y su gobierno
Sin embargo, el hecho de que dos de los condenados, Chaves y Griñán, hubieran sido además presidentes del PSOE a nivel nacional, le otorgaba a la condena un poder simbólico que no podía pasar desapercibido para alguien como Pedro Sánchez. Al margen de que haya sido presionado o no por el dúo principal para librarse de años de cárcel y de inhabilitación, se trata previsiblemente de sentar un precedente judicial para siempre jamás.
Por ello, se procedió al "indulto" encubierto de los condenados por el caso ERE vía Tribunal Constitucional a las órdenes de Conde-Pumpido. La estrategia ya estaba clara. Se trataba de eliminar las penas principales en caso necesario o de reformar las condenas de los demás Tribunales cuando se afectaran los intereses políticos de Pedro Sánchez. El cachondeo constitucional y otros cachondeos paralelos, necesarios para ello, se pusieron en marcha.
Lo inmediatamente visible fue el blanqueamiento sistemático de los crímenes y criminales de ETA. Los votos necesarios de PNV y Bildu estaban en juego. Luego fueron necesarios los votos de Esquerra Republicana y Junts, los promotores del golpe de estado separatista, que fueron despenados sin más con la excepción del prófugo, que nunca fue juzgado. Y finalmente, por abreviar y concentrarnos en la médula misma, había que anular de alguna manera la sentencia del caso de los ERE.
Pero la Audiencia de Sevilla, con sus fiscales y sus jueces humillados hasta el delirio por haberse calificado su conclusión de extravagante e imprevisible aunque hubiese sido ratificada por el Tribunal Supremo, no ha renunciado a su misión judicial y ha respondido elevando la presunta extralimitación del Tribunal Constitucional anulando partes de su sentencia al Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea.
Si es que se ha extralimitado, el escándalo va a ser monumental y Conde-Pumpido debería retirarse. Si es que no, seguiremos en este cachondeo constitucional hasta que se produzca una reforma que certifique que "el Tribunal Supremo, con jurisdicción en toda España, es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales." (Artículo 123, 1 de la Constitución).
Mi amigo Fernando Muñoz, doctor en Filosofía y en Sociología y profesor durante décadas, acaba de escribir un libro titulado Salir de sí. Para la revolución de los idiotas. Para él, el idiota, en sentido propio, es quien asume su incapacidad ciudadana para decidir por sí mismo sobre la cosa pública bien porque ignora o bien porque renuncia por la razón que sea. Que a los españoles se nos está conduciendo hábilmente hacia la idiotez, es manifiesto. Que lo aceptemos sin más, está por ver.
¿Podremos escapar del destino de los idiotas con el mero impulso del resorte democrático al uso o necesitaremos el empuje de una pasión superior, comunitaria y plena de brújulas morales para combatir una razón política que produce monstruos despóticos e idiotas? Mi amigo desconfía de la capacidad regeneradora de unos meros votos no inscritos en una cultura de valores compartidos, a la que demolieron algunos grandes idiotas de la política española.
Esperar que seamos los pequeños idiotas desamparados los que enderecemos el entuerto, a lo mejor es mucho esperar en pleno cachondeo constitucional.
[1] La primera y única que fue aceptada por todos los actores políticos (menos el PNV) y la que previsiblemente va a durar más que la otra más longeva, la de 1876-1923. Pero en vez de ser actualizada, se ha desnaturalizado deslealmente para con la inmensísima mayoría de españoles que la votaron en 1978.
[2] No debe estar tan lejos tal posibilidad cuando ya se nos advierte de la necesidad de aprovisionarnos de búnkeres domésticos, gran idiotez reciente de la Superioridad europea, nada menos.