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Un nuevo contrato liberal sobre inmigración

La nueva política de los socialistas británicos supone un completo giro de guion respecto a los postulados multiculturalistas de la izquierda hegemónica.

La nueva política de los socialistas británicos supone un completo giro de guion respecto a los postulados multiculturalistas de la izquierda hegemónica.
El líder laborista Keir Starmer. | Europa Press

Ni Marine Le Pen, ni Orban, ni Santiago Abascal. Ha sido Keir Starmer, primer ministro británico, el que ha exigido integración a inmigrantes, en términos lingüísticos y culturales, para que Gran Bretaña no termine siendo una "isla de extraños". Starmer, no Trump o Meloni, es el que ha alarmado sobre el millón de inmigrantes que entró en Reino Unido en 2023. No ha hablado del "gran reemplazo", la tesis de que hay un plan por parte de Soros y los suyos para sustituir cultural y étnicamente a los europeos en su territorio, pero poco le ha faltado. Recordemos que hace unas semanas, en una tribuna de El País se defendía que exigir la integración de los inmigrantes es fascismo. Pero en pleno siglo XXI, si en El País no te tachan de fascista un par de veces a la semana es que algo estás haciendo mal.

En cualquier caso, la nueva política de los socialistas británicos supone un completo giro de guion respecto a los postulados multiculturalistas de la izquierda hegemónica que ha permitido la islamización de grandes zonas europeas, con burkas en las calles y velos en las escuelas, mientras se sigue prohibiendo el nudismo y las gorras de raperos. El multiculturalismo, en realidad, lo que defiende es que los islamistas deben gozar de privilegios espurios, tanto por ignorancia sobre el islam como por miedo a los islamistas. Los asesinatos del director de cine Theo van Gogh, los humoristas de Charlie Hebdo y el profesor de Valores éticos Samuel Paty por parte de islamistas no han caído en saco roto. Los multiculturalistas nunca han entendido, o han pretendido no saber, que ni la apología del terrorismo entra dentro de la libertad de expresión, ni la propagación del integrismo y el fundamentalismo se acoge a la libertad religiosa.

Lo de Starmer no es una anécdota. En los últimos años, Europa está siendo testigo de un cambio significativo en el discurso y las políticas de los partidos de izquierda, particularmente los socialdemócratas, en países como Dinamarca, Suecia, Noruega, Países Bajos y Austria. Este viraje, impulsado por los desafíos de la inmigración y la integración, refleja una defensa renovada de la civilización occidental como una sociedad abierta, liberal y cohesionada, pero no anarcoide. Habrá quien diga que a buenas horas, mangas verdes. Pero mejor tarde que nunca.

En este marco, no hay lugar para nihilistas que rechacen los valores fundamentales ni para integristas que promuevan visiones fundamentalistas incompatibles con la democracia y los derechos humanos. Analizaremos este giro, destacando los argumentos que lo sustentan, especialmente, como decía, la idea de que ni la libertad de expresión ampara la apología del terrorismo ni la libertad de religión protege a los fundamentalistas.

Históricamente, la izquierda europea, particularmente la socialdemocracia, abogó por el multiculturalismo como un modelo para gestionar la diversidad en sociedades cada vez más plurales. La idea es que no se puede decir que una cultura sea mejor que otra, por lo que nos puede parecer mal que ahorquen homosexuales de grúas, pero, chico, son sus costumbres y quiénes somos nosotros, colonialistas heterosexuales blancos y occidentales, para criticarlo.

Sin embargo, el aumento de la inmigración no occidental con valores antihumanistas, los desafíos de integración de comunidades culturalmente endogámicas y el ascenso de partidos populistas de ultraderecha están llevando a una reevaluación de estos postulados supuestamente progresistas, pero que son objetivamente cómplices del fundamentalismo, la discriminación contra las mujeres y la implantación de guetos dominados por la "sharia". En Dinamarca, el "Paquete Gueto", impulsado tanto por liberal-conservadores como socialdemócratas, busca desmantelar barrios con alta población inmigrante mediante desplazamientos y programas de integración (que hay que diferenciar del asimilacionismo: no se trata de que los inmigrantes en Holanda se conviertan en fans del futbolista Johan Cruyff, pero sí de los valores humanistas del filósofo ilustrado Spinoza). Estudiemos más en profundidad este caso. En 2018, el gobierno danés introdujo un conjunto de leyes con el objetivo declarado "romper los guetos" y promover la integración de minorías étnicas y culturales. El término "gueto" fue definido oficialmente en la legislación danesa como barrios que cumplan con una serie de cinco criterios durante más de cuatro años consecutivos: más del 50% de los residentes con origen "no occidental"; alta tasa de desempleo o dependencia de ayudas sociales; bajo nivel educativo; alto nivel de criminalidad y bajo ingreso medio.

Si una zona cumple con tres de estos cinco criterios, se considera una "zona vulnerable" ; si, además, supera el 50% de residentes "no occidentales", se cataloga como "gueto". Si se mantiene esa condición durante más de cuatro años, se transforma en un "gueto severo". El ejemplo de Dinamarca, Bélgica, Alemania, Gran Bretaña, etc. nos debería poner sobre aviso en España para impedir formar estos guetos, o disolverlos rápidamente cuando se tenga noticias de su emergencia.

Las medidas que integran el Paquete Gueto han sido múltiples, y algunas de las más controvertidas incluyen demoliciones forzadas y reubicación de residentes; educación obligatoria sobre valores democráticos daneses (los que llevaron a enfrentar a los nazis); endurecimiento penal; y restricciones a la reunificación familiar.

En Suecia, los socialdemócratas han promovido restricciones al asilo y cursos de integración centrados en esos valores suecos que les ha llevado a disfrutar de una de las democracias más perfectas del mundo. Noruega, Países Bajos y Austria han seguido caminos similares, exigiendo que los inmigrantes adopten principios como la igualdad de género y los derechos de homosexuales, conceptos de los que no habían oído hablar ni frecuente ni positivamente en Siria, Irán y Turquía tras las revueltas islamistas de los ayatolás y similares. La prohibición del burka en las calles y los velos en las escuelas pretenden delimitar el influjo de dichos islamistas en las mujeres, convertidas en caballos de Troya de la sharia en los espacios públicos y privados europeos.

Este cambio no implica un abandono total de los ideales progresistas, sino, al contrario, su fundamentación más sólida, además de una redefinición de la sociedad abierta. La izquierda ilustrada, frente a la multicultural, reconoce que la civilización occidental, basada en la democracia, el estado de derecho, la igualdad y el respeto mutuo, debe protegerse de amenazas internas y externas. En este sentido, la sociedad abierta no es anarcoide —no tolera una libertad absoluta que permita la erosión de sus fundamentos— y rechaza tanto el nihilismo, que niega los valores compartidos, como el integrismo, que impone visiones totalitarias.

La libertad de expresión es un pilar de la civilización occidental, pero no es ilimitada. La apología del terrorismo, el discurso que incita a la violencia o la promoción de ideologías que justifican actos criminales son incompatibles con una sociedad abierta. En Países Bajos, el Partido del Trabajo ha apoyado medidas para sancionar discursos religiosos que promuevan la violencia, de manera análoga a lo que significó Herri Batasuna respecto a ETA, mientras que en Noruega se han reforzado leyes contra la radicalización. Recordemos que hay imanes en mezquitas europeas que se permiten el lujo de explicar cómo pegar a las mujeres sin dejar huellas y como indica el Corán, como si Europa fuese una sucursal de Catar. Estas políticas reflejan el entendimiento de que la libertad de expresión debe equilibrarse con la seguridad y la cohesión social. Como afirmó el filósofo Karl Popper, la tolerancia ilimitada puede conducir a la destrucción de la tolerancia misma, un principio que la izquierda europea ha empezado a internalizar al enfrentar el extremismo.

La libertad de religión es otro pilar occidental, pero no puede amparar prácticas fundamentalistas que violen derechos humanos. En Dinamarca, los programas de "valores daneses" buscan contrarrestar actitudes patriarcales u homófobas extendidas en las comunidades de inmigrantes que vienen de culturas profundamente odiadoras de las mujeres o los homosexuales. En Suecia, se han implementado leyes contra el matrimonio forzado y la mutilación genital femenina, prácticas asociadas a interpretaciones integristas de ciertas tradiciones islamistas y tribales africanas. Esta izquierda ilustrada antimulticulturalista argumenta que la religión debe ejercerse dentro de los límites de la igualdad y el respeto a los derechos de mujeres y gays. Este enfoque no solo no es islamofóbico, como critican algunos, sino una defensa de los principios universales que sustentan la civilización occidental y, por tanto, ayudan a los musulmanes que están oprimidos y silenciados por los islamistas. De ahí que sea en Berlín y París donde se puedan encontrar mezquitas que tratan a las mujeres con respeto, no en Riad, Teherán o Marrakech.

Lo de Starmer es un ejemplo de que, por fin, la izquierda europea está adoptando la tesis de que concentraciones de inmigrantes con valores antioccidentales —como la homofobia, el sexismo o el rechazo a la democracia— generan sociedades paralelas que fragmentan la comunidad nacional. Si, como defendía Max Weber, la ética protestante era favorable al espíritu del capitalismo, la moral islamista es contradictoria con la civilización liberal y las sociedades plurales y abiertas. Aquellos que agitan el fantasma de la islamofobia están revelando su carácter integrista y fundamentalista. Mientras que la islamofobia se debe rechazar, la islamistafobia debe fomentarse y enseñarse del mismo modo que se promueve el antifascismo y el anticomunismo en cuanto que amenazas totalitarias. Como decía Christopher Hitchens, conocido por su crítica feroz a la religión y su defensa de la libertad de expresión, el término "islamofobia" se usa casi siempre como una herramienta para silenciar críticas legítimas al islamismo o a prácticas extremistas dentro del islam. Hitchens argumentaba que la etiqueta de "islamofobia" a menudo se manipulaba para proteger ideologías absolutistas y violentas, como el islamismo, en lugar de abordar el racismo real.

Hoy en día, los principales enemigos de la civilización no son los herederos de Hitler y Lenin, sino los denominados "Hermanos musulmanes" (en realidad, sectarios islamistas) legatarios de Hasan al-Banna y Sayyid Qutb.

En Dinamarca, el "Paquete Gueto" trata de "desguetizar" barrios que han devenido focos de delincuencia y valores antidemocráticos. En Suecia, igualmente, los socialdemócratas han promovido políticas para reducir la segregación en barrios inmigrantes. Estas medidas, aunque controvertidas porque la extrema izquierda prefiere aliarse con los nuevos enemigos de las democracias liberales, se justifican como un esfuerzo para preservar una sociedad cohesionada respecto a los derechos fundamentales, donde todos compartan un mínimo de valores comunes, como la igualdad de género y el respeto a la diversidad.

Por otro lado, el estado de bienestar, un logro clave de las sociedades liberales, depende de la confianza mutua y la solidaridad social. La izquierda le ha tenido que dar la razón a la derecha, incluso a la ultraderecha a la que satanizaba por esto mismo, en cuanto al hecho de que la inmigración descontrolada o la falta de integración pueden erosionar esta confianza, especialmente si ciertas comunidades son percibidas como reacias a contribuir al sistema. En Noruega, el Partido Laborista ha vinculado la integración laboral y el aprendizaje del idioma a la sostenibilidad del estado de bienestar. En Austria, los socialdemócratas han apoyado restricciones al asilo para priorizar a los ciudadanos y residentes integrados. Este enfoque no es xenófobo, sino una defensa pragmática de un sistema que beneficia a todos.

El viraje de la izquierda ha respondido, en parte, a la presión electoral de partidos populistas como los Demócratas de Suecia, el PVV neerlandés o el FPÖ austriaco, que han capitalizado el descontento con la inmigración. Al adoptar un discurso más firme sobre integración, la izquierda y la derecha, que hasta ahora ha seguido a rebufo los dogmas biempensantes "progres", buscan recuperar votantes que se estaban deslizando hacia la ultraderecha. En Dinamarca, los socialdemócratas han logrado mantener el poder al neutralizar al Partido Popular Danés con políticas migratorias duras. Este pragmatismo político refleja una adaptación a las realidades de un electorado cada vez más preocupado por la identidad y la cohesión.

La civilización occidental, como la defiende esta nueva izquierda, es una sociedad abierta que celebra la diversidad, pero exige un compromiso con valores fundamentales. No es anarcoide, en el sentido de que no tolera una libertad sin límites que permita a nihilistas socavar los cimientos democráticos o a integristas imponer visiones autoritarias. En palabras de Isaiah Berlin, la libertad positiva —la capacidad de los individuos para vivir en una sociedad justa y equitativa— requiere ciertas restricciones para protegerse de quienes la amenazan.

Este enfoque rechaza tanto el multiculturalismo pasivo, que permitió la coexistencia de comunidades sin exigir integración, como el nativismo de la ultraderecha, que demoniza a los inmigrantes en su conjunto. En cambio, propone una tercera vía: una sociedad donde los inmigrantes son bienvenidos, pero deben adoptar los valores que han hecho de Europa un faro de democracia y derechos humanos. Esto incluye el respeto a la igualdad de género, los derechos de los homosexuales, la separación entre iglesia y estado, y el rechazo a cualquier forma de extremismo, ya sea religioso o ideológico.

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