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La Ilustración Liberal

Significación de Cabrera Infante

A mediados de la década de los 60 la editorial Seix-Barral otorgó el Premio Biblioteca Breve a un libro espléndido y desconcertante: Tres tristes tigres, escrito por un joven escritor cubano totalmente desconocido fuera de su isla. Se llamaba Guillermo Cabrera Infante y traía a la literatura en castellano un acento estético más propio de la lengua inglesa contemporánea o de los olvidados clásicos españoles.

En efecto, Cabrera Infante había convertido el lenguaje en el protagonista más importante de sus narraciones, como los británicos Joyce o Lewis Carroll, jugando con los retruécanos y las aliteraciones, pero también dotándolo de humor, un tanto a la manera quevediana. Era –si seguimos la vieja clasificación de los preceptistas- el más acabado representante del conceptismo literario moderno. Algo realmente curioso, dado que un compatriota suyo –nuestros-, Lezama Lima, ocupaba la otra zona convencional del barroco: la culterana.

Tras el galardón, casi inmediatamente Cabrera Infante se transformó en uno de los representantes de lo que entonces se llamó el “boom” literario hispanoamericano, que tuvo entre sus cabezas más destacadas a García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar. Pero era algo más que eso: su fulminante notoriedad, que pronto alcanzó una impresionante dimensión internacional, unida a su condición de exiliado político, lo convirtieron en una referencia obligada de los demócratas de la oposición y en uno de los más formidables enemigos de la dictadura de Castro. Periódicamente denunciaba con vehemencia e inteligencia los atropellos que sufrían los cubanos, al extremo de llegar a compilar con esos (y otros) escritos un grueso tomo que, pese a la seriedad del tema, llevaba el juguetón título de Mea Cuba.

Naturalmente, la dictadura cubana lo hizo inmediatamente una de sus “bestias negras” preferidas. Su nombre no aparecía en el Diccionario de Literatura Cubana publicado por el Ministerio de Cultura, y sus libros fueron eliminados de todas las bibliotecas y prohibidos en todas las librerías, tuvieran o no contenido político. Lo que combatía la dictadura, y lo que trataba de destruir, era al hombre, sin importarle (o tal vez por importarle demasiado) que acaso fuera la más distinguida figura intelectual con que contaba el país.

Pero, como siempre sucede, esa censura sólo logró incrementar la curiosidad y la devoción con que dentro de Cuba leían a Cabrera Infante sus contemporáneos y las jóvenes generaciones posteriores, inútilmente formadas dentro de una ortodoxia estalinista que les resultaba insoportable. Sus libros eran buscados, pasaban de mano en mano con unción, y hasta una de las desafiantes “Bibliotecas Independientes”, espontáneamente surgidas en el seno de la sociedad civil, llevaba su nombre.

La actriz Miriam Gómez, la viuda e inseparable compañera de Cabrera Infante, ya anunció que el cadáver de su marido sería cremado, y las cenizas reposarían en Inglaterra hasta que Cuba fuera libre. Cuando llegue ese momento –tan ansiado por Guillermo en sus cuarenta años de exilio- serán trasladadas a la Isla. Estoy seguro de que entonces los cubanos honrarán su memoria con el entusiasmo y el orgullo que el castrismo ha reprimido durante tanto tiempo de oprobio y crueldad.

(23-II-05)

Número 23

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