Tony Blair
Cuando, en febrero de 2001, Blair viajó a Washington para entrevistarse por primera vez con George W. Bush, llevaba en el equipaje un regalo para el presidente norteamericano. Era un busto de Winston Churchill. Algunos miembros de su equipo pensaban que sería mejor volver al regalo estándar de los ocupantes de Downing Street: una pluma. Otros opinaban que el busto no era lo bastante bueno. Blair tomó la decisión final: se regalaría a Bush un busto de Churchill, pero sería el mejor que se pudiera encontrar. Así que, más tarde, desde Londres se envió el magnífico retrato que desde entonces recibe a Bush todos los días en el Despacho Oval.
Tony Blair había llegado al primer puesto de la política inglesa en 1997. Tenía fama, merecida, de hombre simpático y amable; un vendedor nato, como tantos ingleses; un seductor dispuesto a convencer al mismo demonio, de ponérsele éste por delante. Muy pronto, sin embargo, dejó claro que era un político tan duro, tan implacable como cualquier otro, si no más. Blair tomaría las decisiones, y las tomaría por su cuenta.
Como suele pasar con los políticos que llegan al rango a que había llegado él, a Blair le fascinó pronto la política internacional. Es el gran escenario, el de las emociones auténticas. Ahí no hace falta bregar con subsecretarios, directores generales, funcionarios, representantes de los funcionarios... toda la maraña que el Estado del siglo XX ha ido formando alrededor del gobernante. En política internacional las cosas se juegan en torno a una mesa y entre unos interlocutores que se hablan de tú a tú. Y si es posible hacerlo a solas, en una conversación en Chequers, Camp David o el rancho de Crawford, mejor. Según una famosa anécdota, lo que había degenerado en una penosa negociación entre los equipos de Blair y Clinton sobre la guerra de los Balcanes se desbloqueó en unos minutos en un lavabo de la Casa Blanca, con ambos mandatarios a solas. La decisión sobre el busto de Churchill iba encaminada a conseguir un mismo clima de confianza.
No es que Blair despreciara la importancia de un buen equipo a la hora de configurar un liderazgo sólido; al contrario, se rodeó de personas a las que escuchaba con atención. Ahí estaban su círculo de íntimos: Anji Hunter, amiga de juventud, asesora y confidente política, Jonathan Powell, buen conocedor de la política exterior y atlantista inquebrantable, y Alastair Campbell, su jefe de prensa y principal responsable de lo que llegó a ser conocido como una auténtica fábrica de manipulación mediática; sus consejeros más directos, con los que mantuvo relaciones personales de una notable intensidad intelectual y afectiva, como Gordon Brown y Peter Mandelson, el llamado Príncipe de las Tinieblas, que rivalizaron siempre por el predominio en la influencia sobre el primer ministro; y, en un círculo más exterior pero no menos importante, algunos de sus ministros: Mo Mowlam, por ejemplo, la responsable de Irlanda del Norte, con vocabulario de sargento y una vestimenta tan pintoresca como sus expresiones.
La figura de Blair salía reforzada de ese conjunto de individualidades fuertes de que se rodeó. Algunas veces, porque no dudó en sacrificarlas a su ambición: véase el caso de Gordon Brown, mejor preparado que él y nunca resignado a una posición de segundón que, según Blair, había sido pactada entre ambos en una conversación sin testigos de la que circulan, como era de esperar, dos versiones muy distintas. Otras veces, porque todo ese mundo informal, un poco caótico, en ocasiones incluso de apariencia algo adolescente, absorbía las inseguridades del jefe: eso fue lo que pasó, al menos, durante su primer mandato, entre 1997 y 2001. Es posible que, tanto o más que escuchar, Blair encontrara ahí la ocasión de tomar el pulso a la atmósfera que le rodeaba, una forma de entrever el sesgo de la opinión pública más allá de las encuestas, que siempre le obsesionaron. Blair habló mucho de pactos y realizó esfuerzos gigantescos para convencer y seducir. Siempre estuvo claro que quien tenía razón era él.
Algo así ocurrió con la entrada, que acabó en abstención, de Gran Bretaña en el euro. Por sensibilidad, por instinto, también por motivos de edad, Blair no participaba de la tradición euroescéptica de la política británica. Más aún: era partidario de que su país fuera uno de los fundadores de la moneda única. Los adversarios de esta posición no estaban sólo en las filas de los conservadores, fieles a la herencia thatcheriana: también los había en su propio partido; incluso en su propio gabinete. Entre ellos se encontraba Gordon Brown. Después de 1997, Blair acabó cediendo. Londres no entraría en el euro. Pero eso no empañó su imagen, ni en el interior ni en Europa. Blair se las arregló para convertir una derrota en una victoria: el Reino Unido volvería a adquirir protagonismo en el escenario europeo. A pesar de su fracaso personal, Blair se convirtió en uno de los grandes actores de la política en Europa. Los alemanes y los franceses tendrían que contar con él.
¿Suerte?, ¿habilidad?, ¿un olfato político genial? Sin duda. Pero también algunas intuiciones muy profundas y bien arraigadas. La fundamental, aquélla sobre la que giró buena parte de su acción en el Gobierno, era la de que los 18 años de Administraciones conservadoras habían enterrado al Partido Laborista nacido a principios del siglo XX. Blair sabía que esa larga estancia conservadora en el poder se debía a Margaret Thatcher, a la que él mismo no se privó de elogiar, entre otras cosas para fastidiar a algunos de sus compañeros laboristas. También sabía que se debían al penoso recuerdo de la década de los 70, cuando parecieron desencadenarse sobre Gran Bretaña, y bajo mandato laborista, algunas de las peores plagas del socialismo en acción. Thatcher se enfrentó a las rigideces de aquella mentalidad intervencionista y a las complacencias sindicales. De paso, modernizó un conservadurismo convertido en el siglo XX al consenso socialdemócrata. Blair supo desde el principio que, si quería volver al poder, el laborismo tendría que modernizar su propio partido. Para ello, Blair jugó con varias barajas a la vez.
La primera era una forma de populismo encarnada en su imagen y personalidad. Fotogénico, al parecer siempre sonriente y ansioso en todo momento por comunicarse con sus interlocutores, Blair es un hijo de su tiempo… con moderación. De familia acomodada y padre conservador, estudió en una de las instituciones más prestigiosas y más caras del país, y se divirtió haciendo como que cantaba y machacando la guitarra con su grupo de música, los Ugly Rumours (los medios sacaron a relucir el nombre más tarde, a cuenta de la política informativa de su gabinete). Eso sí, Blair tenía fama de formal. Estudiaba mucho, empeñado como estaba en ser un buen abogado, y al parecer se afanaba en ensayar de verdad, en serio, para imitar a Mick Jagger, su héroe. Incluso se dice que se planchaba los vaqueros. De esos años le quedó cierta informalidad de chico bien educado. Cuando Bill y Hillary Clinton visitaron a Blair por primera vez, éste y su mujer, Cherie, los llevaron a cenar a un restaurante juvenil de moda. Estaban la pompa y la circunstancia británicas, pero también un nuevo mundo, un poco más relajado y próximo.
El estilo, la imagen y en el fondo la actitud se materializaron cuando la tragedia llevó a los altares a Lady Di, la "princesa del pueblo", una expresión que el propio Blair puso en circulación. Aquella circunstancia le sirvió para encarrilar y contener una presunta ola antimonárquica, guiar a la Reina hacia una mayor proximidad con el pueblo –algo así como dar un barniz democrático a la Monarquía de San Jaime– y dar carta de naturaleza al derecho a la felicidad, incluso a los buenos sentimientos, en la vida británica. Blair, que siempre se ha movido en el filo mismo de la navaja, estuvo aquí, como en muchas otras ocasiones, al borde del buenismo. Le salvaron su respeto a las instituciones y unas convicciones morales muy sólidas. El caso es que, aunque no contribuyó a fondo a su propagación, inoculó el virus de la felicidad en la sociedad, compuesta hasta ahí mayoritariamente de gente orgullosa, estoica y sufrida. La reacción de los marinos británicos secuestrados por Irán en el verano de 2007 o la retirada del príncipe Enrique de la tarea de reconstruir Irak son, posiblemente, consecuencias de todo aquello. Es de lo peor de su legado. Quizá inevitable, quizá no.
Curiosamente, otra de las bazas de Blair miraba hacia atrás. Como dijo una vez, la tragedia de la izquierda en el siglo XX era que se había desprendido del legado liberal. Tras el desastre del socialismo en Gran Bretaña, había llegado la hora de enmendar aquel entuerto. Blair siempre desconfió de su partido, y llevó a cabo la tarea con convicción y firmeza. No fue empresa fácil. Aunque venció en tres elecciones seguidas, algo inédito en los anales del laborismo, la oposición que encontró en casa fue despiadada. Para contrarrestarla y explicar su posición, Blair y su equipo se inventaron toda clase de nombres y especulaciones, desde la Tercera Vía al Centro Radical, pasando por la modernidad reflexiva, en general de la mano de Anthony Giddens, un hombre con apariencia de pez.
Con un desparpajo que se beneficiaba de la complicidad de una opinión pública seducida de antemano por el espectáculo que este gran showman –excelente actor de teatro en su juventud– desplegaba ante ella, Blair decretó el fin de la división entre izquierdas y derechas. (No le faltaba razón, por otra parte). Lo sintetizó con la misma impavidez en un texto de despedida: de lo que se trataba era de reconciliar los derechos de los gays con la firmeza en materia de seguridad. En otras palabras: se trataba de que el New Labour dejara atrás las andadas social-colectivistas y recuperara el liberalismo que había abandonado en el siglo XX. Lo consiguió, por fortuna para él, para su partido y para su país. Las clases medias inglesas, crecidas con el capitalismo popular de Thatcher, se acogieron con mansedumbre al Nuevo Laborismo liberal de Blair. No se equivocaban, como demuestra la prosperidad del Reino Unido en estos años.
A este mago de la política le quedaba otra carta, o más bien otra baraja entera, en el bolsillo. Necesitaba distanciarse del viejo laborismo, y lo hizo; lo malo es que, en respuesta a lo que él mismo hacía con ella, recibía demasiados elogios de Margaret Thatcher. El recurso para quebrar esa maldición fue el comunitarismo. El pragmatismo de Blair se combina con aquí con la fundamentación ética de su acción política. Su conducta resulta inexplicable sin ese fondo moral. Perdió a su madre cuando ella tenía 52 años y él 22. Tiempo atrás, su padre había sufrido una embolia, lo que le mantuvo apartado de su carrera durante mucho tiempo. "Aquel día terminó mi infancia", diría Blair posteriormente.
Discutidor y ambicioso, aunque poco amigo de la confrontación, Blair cree en la capacidad del ser humano para discernir el bien del mal. Se dirige al interés, pero igualmente a la capacidad del hombre para la virtud. También en esto el colectivismo había sido un gigantesco fracaso, aunque no cabía reivindicar, desde su punto de vista, el individualismo insolidario que había quedado identificado con los años de gobierno de la Dama de Hierro. Así que Blair se volvió, con toda naturalidad, a algunos de los clásicos del liberalismo inglés, en particular de esa época estúpidamente desacreditada como victoriana, cuando la sociedad inglesa hizo un gigantesco esfuerzo de moralidad pública. Así pudo conectar la tradición de cuando el liberalismo era de izquierdas con la apelación a las virtudes públicas de compasión, esfuerzo y sacrificio. Un poco paradójicamente, pero no de forma inconsecuente, recurrió a ese conservador peculiar que fue Benjamin Disraeli, el gran ministro de la reina Victoria. Disraeli, como Churchill, se había convertido con el tiempo en una de las vacas sagradas del neoconservadurismo, y Blair, cuando los neocon volvieron a triunfar al otro lado del Atlántico, con la presidencia de Bush, pareció uno de ellos.
Lo era, sin duda, aunque con un pragmatismo característico. En la reconstrucción de la urdimbre comunitaria maltrecha por el mercado, que era el nuevo papel otorgado al Gobierno, siempre le preocuparon más las clases medias, el auténtico caladero de votos del Nuevo Laborismo, que los marginados, los excluidos y los que sufren las desigualdades. Esto último era la especialidad de Gordon Brown. La célebre prioridad de Blair era aquello de "educación, educación, educación", y luego la mejora de los servicios públicos. El neoconservadurismo de Blair y las preocupaciones sociales de Brown han conducido a una subida paulatina pero palpable de los impuestos. El papel y la intervención del Gobierno en la vida de los ingleses aumentaron durante los años Blair. Con argumentos, eso sí, ajenos e incluso contrarios a cualquier retórica socialista.
Por otra parte, el comunitarismo ha afianzado el multiculturalismo en Gran Bretaña. Pasada la resaca de la tolerancia universal, habrá que enfrentarse a los problemas derivados de las agresiones, chantajes y ataques contra los derechos humanos que se están perpetrando desde las muy arraigadas comunidades musulmanas, en particular paquistaníes. Lo malo es que ha nacido una suerte de New New Labour dispuesto a reciclar el socialismo en postmodernidad: véase, por ejemplo, al alcalde de Londres, tan amigo de Chávez y los líderes islamistas radicales.
Entre los must del neoconservadurismo está el patriotismo, y Blair, bien educado en la mejor tradición inglesa, ni era insensible a su significado ni iba a dejar de explorar políticamente ese registro. Obviamente, entre los objetivos explícitos de Blair estaba la modernización de la vieja Britannia. Así como se había dado una capa de democracia a la Monarquía, tocaba renovar el look de la venerable Constitución no escrita del país. Eso explica la reforma de la Cámara de los Lores, que llegó más lejos de lo que el propio Blair deseaba, así como los miniestatutos de autonomía concedidos a Escocia y Gales. En el primer caso, la reforma de los Lores, los resultados son dignos de la frivolidad, un poco demagógica, que los puso en marcha. En el segundo son más peligrosos. Es curioso que ni Blair ni Brown, escoceses ambos, hayan sido grandes entusiastas de esta reforma constitucional que ellos mismos promovieron. Fue, en cambio, la determinación y la flexibilidad de Blair lo que logró que empezara a sanar la herida de Irlanda del Norte. Lo cual demuestra que la retórica patriótica y la propaganda sobre la identidad británica que desplegó el blairismo al principio de su primer mandato no eran simple fachada, como algunos dijeron entonces.
Es verdad que Blair sabía, como lo sabía Thatcher –y lo supo aprovechar en la crisis de las Malvinas–, que los ingleses siguen estando orgullosos de su historia, de su legado, de su cultura. El ejemplo de Thatcher y los réditos de la victoria de las Malvinas lo demostraban de sobra. También es verdad que Blair debía responder a una cierta perplejidad de los ingleses ante su propia situación: pasada la ola conservadora, la sociedad se veía a sí misma como antiquated, una sensación aún más humillante para quienes habían sido pieza clave de la resistencia al totalitarismo y vencido, en la práctica, en la Segunda Guerra Mundial.
La respuesta de Blair consistió en intentar modernizar el Estado y los servicios públicos, más que degradados, decadentes. Pero eso no bastaba. Gran Bretaña tenía que recuperar el papel que le correspondía como una de las grandes potencias económicas, culturales e históricas del mundo. A diferencia de los españoles y de otros pueblos continentales, los ingleses no han perdido el sentido de la continuidad, ni el del deber y el orgullo que les cabe como herederos de un gran legado, ejemplar en muchos sentidos. En este sentido, vale la pena recordar la intervención en Sierra Leona, el rescate de los soldados británicos secuestrados en el año 2000. Blair dejó claro que no iba a abandonar a los suyos, y que tampoco estaba dispuesto a olvidar la responsabilidad histórica que correspondía al Reino Unido como antigua metrópoli.
En relación a Europa, Blair se enfrentaba a dos adversarios: los euroescépticos de su país y el eje franco-alemán, cimiento de la construcción de la UE. Blair era demasiado débil para emprender grandes aventuras en solitario, así como para romper la alianza franco-alemana. Así que, para no tener que someterse, volvió, otra vez, al legado de Thatcher, es decir, a la renovación de la relación atlántica.
Thatcher había formado una pareja excepcional con Reagan. Blair encontró la suya en Clinton. En los primeros tiempos Clinton enseñó a Blair el poder –aún mayor de lo que éste ya sabía de por sí– de la relación personal, del encanto, de la seducción. Sus asesores del grupo de Nuevos Demócratas proporcionaron a los de Blair algunas claves sobre el centrismo, ejecutado con el mismo éxito práctico y la misma escasa repercusión intelectual a un lado y otro del Atlántico. Y fue a partir de esa relación con la única superpotencia que había sobrevivido a la Guerra Fría como Blair empezó a comprender, por su cuenta, el camino para devolver a Gran Bretaña el papel que le correspondía.
La guerra de Bosnia, cuando los norteamericanos tuvieron que intervenir en Europa para evitar un genocidio que los propios europeos eran incapaces de evitar, le ofreció la primera ocasión. Blair comprendió que la relación privilegiada que sostenía con Clinton, es decir con Washington, le proporcionaba en Europa un crédito y un poder de los que de otro modo carecería.
A partir de ahí el ambiente se volvió más serio, y su segundo mandato cobró una severidad nueva. Llegó el 11-S, y el apoyo incondicional de Blair a la Guerra contra el Terror. Para entonces había cambiado el inquilino de la Casa Blanca. Blair siguió al pie de la letra el consejo de Clinton, que le recomendó que se hiciera amigo de Bush. Empezó así otra de esas relaciones destinadas a hacer historia.
En principio, parecía condenada al fracaso. La realidad es que entre el heredero de la gran dinastía norteamericana reconvertido al patriotismo texano que es George W. Bush y el inglés educado en la excelencia y en el respeto a la tradición que es Blair hay más parecidos de lo que parece. Los dos son y han jugado la carta de outsiders de la política: Bush frente al establishment washingtoniano, Blair frente al establishment laborista, no menos inquietante. Es cierto que Bush repele a cierta parte del electorado, pero puede llegar a ser tan simpático y próximo como Blair. En la acción política, ambos dan prioridad a las relaciones personales. El tan denostado conservadurismo compasivo parte, en el fondo, de los mismos postulados que el comunitarismo neocon de Blair, y aboca a resultados parecidos. Los dos dan más importancia a los resultados que a la ideología y los procedimientos. Por si todo eso fuera poco, Blair había ido articulando naturalmente una doctrina de política exterior que casaba como un guante con la que la Administración Bush estableció después del 11-S. Blair comprendió de inmediato el alcance del ataque porque él mismo había hablado una y otra vez de algo que se parecía mucho a lo que se acabaría llamando "la guerra preventiva". En nombre del tan cacareado comunitarismo, la política de Blair acabó fomentando el multiculturalismo en Gran Bretaña; pero eso no le había impedido comprender que, después del colapso del comunismo, la democracia se enfrentaría a nuevos enemigos, de los cuales el principal sería el terrorismo islámico.
El apoyo en apariencia incondicional de Blair a Bush tanto en la invasión de Afganistán como en la guerra de Irak se deducía naturalmente de ese planteamiento. Blair padeció un serio desgaste personal. Pero no por la imagen de sumisión que podía estar dando –la del famoso "caniche" de Bush–, sino al revés, por la posibilidad de que la Administración Bush decidiera actuar por su cuenta y riesgo. Aquello contradecía la tendencia inevitablemente europeísta de Blair al multilateralismo, y, sobre todo, le podía dejar en evidencia ante los europeos. Si se demostraba que Blair no pintaba tanto en Washington como andaba presumiendo, quedaría en nada aquella Nueva Europa que Gran Bretaña se disponía a liderar con los Gobiernos de España, Italia y los antiguos países del Este, más liberales y proamericanos que el eje franco-alemán, antiquated de pronto como antes lo pareció el Reino Unido.
Por otra parte, Blair se fijó –a lo grande– una estrategia parecida a la que Aznar intentó con España. En ambos casos, se trataba de volver a situar al país en el primer plano del escenario internacional con un compromiso real relativamente bajo. A diferencia de Aznar, Blair podía contar con el patriotismo británico, un ejército poderoso y una oposición dispuesta a aceptar tanto el papel que le correspondía como el respeto debido al consenso sobre la importancia estratégica de la relación atlántica para Gran Bretaña. Pero tanto en Blair como en Aznar hubo una determinación absoluta que no todo el mundo, a veces ni siquiera algunos de los más estrechos colaboradores de ambos, entendió.
En aquellos meses de finales de 2002 y principios de 2003 Blair pareció apartar cualquier posible sombra de duda acerca del papel de Gran Bretaña en el conflicto que se avecinaba. No las tenía, en realidad, y los acontecimientos posteriores no variaron su convicción. Se hizo lo que se tenía que hacer, en vista de las circunstancias, y él y su Gobierno cumplieron una tarea a la medida del papel que les tocaba desempeñar en la Historia. El busto de Churchill no era ninguna broma.
Bush y Blair tenían algo más en común, además de convicciones e intereses. Era la fe, la fe religiosa. Bush hizo de ella un elemento central de su personaje y de su acción política. Blair no, aunque se hizo notar más de lo que era costumbre en Gran Bretaña. En este asunto se suele olvidar la importancia que ha tenido la religión en la creación y la historia de Inglaterra, y la vitalidad del cristianismo en la sociedad británica; en particular, y sin menosprecio del anglicanismo, del catolicismo. Allí es, con frecuencia, una elección individual. Tal parece ser el caso de Blair, para el que la religión fue importante desde el principio; tal vez, en parte, por el fallecimiento temprano de su madre. La necesidad de creer en sí mismo debió de estar ligada desde entonces a la fe, alimentada por algunos pensadores como John McMurray y algunos pastores, al tiempo amigos y maestros. La fe cristiana es inseparable, en cualquier caso, de la importancia que en su vida ha tenido la familia. Y no sólo en su vida privada, sino en su acción política.
Es difícil emprender una renovación tan profunda del socialismo inglés como la llevada a cabo por Blair sin tener una muy honda convicción en la vigencia de unos valores e instituciones cuya solidez depende, en última instancia, de la fe cristiana. Es sabido que Cherie, su esposa, más izquierdista que él, es católica. Se ha hablado mucho de la conversión del propio Blair. Pero aun siendo esto muy importante, lo de más es el papel de la fe en una acción política que, sin ella, habría corrido serios riesgos de despeñarse en el relativismo nihilista, à la Rodríguez Zapatero.
En el fondo, la actitud y la acción política de Blair ofrecen una respuesta soberbia y ejemplar a lo que ha sido el post-socialismo en otras latitudes: una patología para las sociedades que lo sufren. El personaje, eso sí, es difícilmente repetible. Lo echaremos de menos.