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La Ilustración Liberal

Margaret Thatcher

En una entrevista publicada en el número de noviembre de 2001 de la revista norteamericana Reason, el periodista británico Christopher Hitchens apuntaba a la victoria electoral de Margaret Thatcher en 1979 como una de las principales causas que le llevaron a abandonar el socialismo:

Lo que he intentado advertir a la gente desde los primeros tiempos de la revolución de Thatcher es que el consenso político lo rompió la derecha. En la vida británica, las fuerzas revolucionarias, radicales, estaban siendo lideradas por la derecha. Algo que casi nadie, con la excepción de mí mismo, había pronosticado. En 1979, el año en que ella ganó las elecciones, supe que no iba a votar laborista, aunque fuera militante del partido. No podía votar al Partido Conservador, eso era algo visceral. No tenía nada que ver con mi mente: era algo físico, así de simple. No creo que lo pueda hacer jamás, pero ése es mi problema. Ahora bien, sabía que al no votar a los laboristas estaba votando para que Thatcher ganase. Así es como descubrí que eso era lo que secretamente esperaba. Y me alegro.

El 28 de noviembre de 1990, seis días después de la dimisión de Thatcher como primera ministra, Matthew Parris, corresponsal parlamentario del diario The Times y antiguo secretario personal de la Dama de Hierro –gracias a la cual se convirtió, en 1979, en miembro del Parlamento–, escribía lo siguiente a propósito de la rebelión interna que provocó la renuncia de aquélla:

Uno a uno, no sabían lo que estaban haciendo; pero la tribu sí, y lo ha hecho con una eficacia despiadada. Ha triunfado el instinto de supervivencia (...) En este momento [alude aquí a cuando Michael Hesseltine presentó su candidatura a la jefatura del Partido Conservador y del Gobierno], su líder [Thatcher] adopta el carácter de un derviche. Sadam Husein dice que está "poseída". Ella se pone a despotricar y deja helados a sus ministros, ganándose la antipatía de la mitad del partido y matándonos de miedo a la mayoría (...) [Todo] comenzó con una vieja líder asesinada como se merecía; luego, también su victimario fue asesinado como merecía. Después el nuevo líder dio un paso adelante, y ahí acabó el ballet. Y la tribu danzó. Y mientras escribo sigue danzando.

Estas dos circunstancias, la catarsis de un izquierdista que descubre que el socialismo ha muerto y que hay que dejar paso al capitalismo y la cínica delectación con que un antiguo seguidor de Margaret Thatcher celebró la caída de ésta para mayor gloria de su partido, ilustran dos fenómenos comunes en política: el triunfo debido a la desilusión en las filas del bando contrario, algo que en principio puede resultar paradójico, y la caída de un líder a manos de sus correligionarios cuando perciben, aunque sea de forma equivocada, que se ha convertido en una carga electoral, un hecho aparentemente injusto aunque perfectamente coherente con la lógica del sistema de partidos.

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El paso de Margaret Thatcher por el número 10 de Downing Street entre la primavera de 1979 y el otoño de 1990 es uno de los periodos de su historia reciente que más interés suscitan entre los británicos. Desde que, en 1993, saliera a la venta el primer tomo de las memorias de la Dama de Hierro han aparecido más de treinta libros de gente que trabajó con ella cuando fue premier o antes de que asumiese tal cargo. El objetivo de la mayoría –entre todos suman millones de ejemplares vendidos– es confirmar o desmentir algún punto concreto de los recuerdos de Thatcher, realzar el papel que ésta asignó a sus autores en sus memorias y dar aire a cotilleos o rumores más o menos fundados.

Durante todo este tiempo, la ex primera ministra ha seguido siendo objeto de referencia en el discurso político británico. Así, el llamado Nuevo Laborismo de Tony Blair recuperó tres puntos esenciales de la agenda thatcheriana que el sucesor de aquélla, John Major, ganador de las elecciones de 1992, trató en vano de rescatar en los últimos años de su mandato: eficacia de los servicios públicos, responsabilidad personal ligada al bien colectivo y patriotismo. En 2005, ocho años después de su primera victoria electoral, Blair no dudó en seguir apelando a Thatcher para defender algunas de sus decisiones, como la intervención en Irak, circunstancia que le valió ser elogiado por la propia Thatcher durante el homenaje que rindió a ésta la influyente Heritage Foundation de Washington en 2002.

No pocos de los factores que llevaron al poder a los tories en 1979 intervinieron en la victoria de Blair en 1997, y muchos –e influyentes– antiguos partidarios de Thatcher terminaron apoyando a la izquierda reformada del abogado de Edimburgo. Así, tras la subida de impuestos con que Major quiso acabar con el déficit público provocado por la crisis económica de 1990-92, los rotativos The Times y The Sunday Times, propiedad de Rupert Murdoch, emprendieron una campaña contra el Ejecutivo conservador que culminó con el solemne anuncio editorial de que apoyarían a lo que después se denominaría la tercera vía del líder laborista.

La dimisión, en 2007, de Blair, prácticamente forzado a ello por buena parte de su partido, y la frágil situación del actual primer ministro, Gordon Brown, prueban el acierto de Matthew Parris a la hora de interpretar las circunstancias que rodearon el fin de Thatcher como relativamente habituales en la política británica. Sin embargo, su indudable carisma, el importante papel que desempeñó tanto en la caída del comunismo soviético como en el proceso de unificación europea –remando a veces a favor y a veces en contra– y, sobre todo, la creación de un nuevo consenso social y político en torno a algunas de sus ideas (otra cosa, muy distinta, es cómo se han llevado a la práctica) hacen de esta mujer una figura excepcional en el panorama británico y europeo de los últimos treinta años. La recuperación del ideario thatcherista por parte del probable próximo inquilino del 10 de Downing Street, el conservador David Cameron, un miembro de la denominada "grandeza tory" que se ha aprovechado de la debilidad de los laboristas para olvidarse de algunos de sus guiños a la progresía y reivindicar a la Dama de Hierro en un libro de reciente aparición[1], es una prueba fehaciente de la vitalidad del legado de la ex primera ministra.

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La pregunta fundamental a la hora de analizar la trayectoria de esta mujer, que pese a sus holgadas mayorías parlamentarias nunca consiguió reunir más del 44% de los votos (ése fue el porcentaje que obtuvo en 1979, que no igualó ni en 1983 ni en 1987 y que es inferior al 49% de Eden en 1955 y Macmillan en 1959 y al 46 de Heath en 1970), es: ¿cómo consiguió convertir un programa electoral en un marco político hegemónico? La respuesta la proporciona la alusión de Hitchens a la ruptura del consenso por parte de la derecha y al deseo, del propio Hitchens y de tantos otros, de que dicha ruptura tuviera lugar.

En política, como en otros órdenes de la vida, optar por la ruptura o el cambio radical conlleva sus riesgos. Ahora bien, si el rupturista obtiene un primer triunfo y luego consigue revalidarlo, entonces sólo un desastre inesperado y directamente achacable a su persona puede dar al traste con sus planes, pues el fracaso de las distintas fuerzas opositoras a la hora de atraerse a los descontentos e indiferentes realza, amplifica y sobrelegitima sus éxitos electorales.

¿En qué consistió la ruptura thatcheriana, y qué factores la propiciaron? Para responder, aunque sea de forma tentativa, a este interrogante hay que tener en cuenta la propia personalidad de Margaret Thatcher, su deseo de liderar y su determinación para usar el poder de la forma más intensa posible a fin de alcanzar sus objetivos políticos. Desde la influencia del Bibby’s Annual, un manual de lo que ahora denominaríamos autoayuda con reminiscencias teosóficas que recomienda la resiliencia y la constancia para conseguir el dominio sobre uno mismo y sobre el entorno, hasta el metodismo, una doctrina religiosa que hace hincapié en la rectitud, y las obras del autor anglicano C. S. Lewis, pasando por el ejemplo de su padre en el consejo provincial y algunas lecturas antinazis, Thatcher enumera en la segunda parte de sus memorias –que, cronológicamente hablando, son las primeras– una serie de hechos y referencias literarias que forjaron lo que muchos han dado en llamar su "voluntad de hierro" y su firme oposición a toda forma de colectivismo.

Thatcher recuerda con cariño sus primeros pasos en el mundo de la política. En su juventud militó en la Oxford University Conservative Association –de la que llegó a ser tesorera y presidenta–, lo cual le reafirmó en su vocación política, al tiempo que las obras de Hayek, Popper y Koestler (El cero y el infinito) le alertaban de la amenaza para la libertad que entrañaba el socialismo de izquierdas. En 1950, con 24 años, se presentó como candidata en la plaza fuerte laborista de Dartford. Fracasó. Será nueve años más tarde cuando acceda a la Cámara de los Comunes, por el distrito londinense de Finchley. Era una circunscripción fácil para los conservadores, pero en el proceso de selección interno tuvo que bregar muy duro: mientras ella optó por dejar a su familia al margen, sus rivales dieron en exhibir a sus esposas e hijos: pretendían así presentarse como custodios de la continuidad frente a la peligrosa novedad que representaba esa joven madre. De hecho, hubo de recurrir a Edward Heath para que le ayudara a capear el temporal de ataques personales de que fue objeto.

A diferencia del complaciente Partido Conservador de entonces, Thatcher no dudó en alertar sobre la falta de disciplina en las escuelas y la pesada carga que el intervencionismo económico suponía para los hombros de los pequeños empresarios. En 1961 Harold Macmillan la nombra secretaria parlamentaria para Asuntos Sociales, un puesto menor que sin embargo le situaba en la antesala de un cargo en el Ejecutivo. Tres años más tarde, Thatcher devolverá el favor a Heath votando por él como líder del partido, lo cual le valió la portavocía de la oposición conservadora en materia de política fiscal. Fue en estos años cuando constató de primera mano el pernicioso efecto de la inflación, el papel negativo de los sindicatos en el bienestar de los trabajadores (dado que "eliminaban a sus propios miembros del mercado laboral") y las bondades de la privatización de los servicios públicos.

En 1967 ascendió a portavoz de Energía y se hizo con un sitio en el gabinete en la sombra[2], circunstancia que le permitió familiarizarse con otros asuntos, como la inmigración (se hizo partidaria de los controles y de las repatriaciones voluntarias sufragadas por el Estado) o la política de la identidad, consistente en el reconocimiento de derechos a las personas en cuanto miembros de un grupo, y que en aquellos momentos comenzaba a hacerse un hueco en la agenda del Gobierno, so capa de medidas contra la discriminación. Su conservadurismo social no le impidió votar a favor de la rebaja de la edad de consentimiento para mantener relaciones homosexuales (1966) o de la despenalización del aborto en casos de discapacidad mental o física del feto, o de incapacidad de la madre para sacar adelante a la criatura. En estas cuestiones confesó estar "poderosamente influida" por sus propias experiencias y por el sufrimiento ajeno. Ahora bien, en 1965 se opuso a la abolición de la pena de muerte en casos de asesinato esgrimiendo que las víctimas eran merecedoras de "la mayor protección".

A pesar de participar en el consenso liberal de los 60, durante su mandato como primera ministra promovió una Ley de Gobierno Local (1988) cuyo artículo 28 prohibía la distribución en las escuelas de materiales que promovieran de forma intencionada la homosexualidad o que igualasen las parejas homosexuales al matrimonio. También lamentó la reforma del divorcio, que a su juicio hizo subir el número de rupturas matrimoniales y los niveles de desatención infantil, y el aumento en el número de abortos, aunque no adoptó medida alguna sobre estas cuestiones. En una entrevista concedida a la revista Catholic Herald en 1978 explicaba así las razones de su futuro abstencionismo:

No es en absoluto [el aborto] un asunto partidista. Tenemos mucho tiempo para discutirlo en público y en privado (...) ¿Qué puedo hacer contra el creciente problema de la ruptura familiar? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Meterme en las casas? ¿Ir y decirles [a las mujeres] que viven bajo la violencia y el alcoholismo que no pueden divorciarse?

Antes había expresado su oposición a la creación de una Secretaría del Matrimonio, una demanda de la jerarquía anglicana apoyada por los obispos católicos:

Si eres partidario de una Secretaría del Matrimonio, ¿qué opinión tienes de la gente? Si tratas a las personas como si fueran peones de ajedrez, no tienes base cristiana ni, desde luego, religiosa. Como si la religión se hubiera convertido en preguntarse: ¿qué puede hacer el Estado en todo esto?

Su último puesto en el equipo de Heath antes de las elecciones de 1970 fue el de secretaria de Educación, donde se mantuvo hasta 1974. De su gestión al frente de este departamento destacan dos asuntos que años después serían objeto de gran controversia: el ataque a las llamadas Grammar Schools, escuelas secundarias de elite dependientes de las provincias, y el fomento de las Comprehensive Schools, un sistema en el que se basan la LOE y la Logse españolas y que ha ido decayendo en varios países europeos, incluida Gran Bretaña, gracias al posterior cambio de postura tanto de los conservadores como de los laboristas.Los ataques de Thatcher a la autonomía local en materia educativa se enmarcan en uno de los puntos más discutidos de su gestión: la centralización del poder en Londres, con lo que pretendió poner freno a la corrupción, el clientelismo y el derroche de los gobiernos locales y provinciales de Inglaterra y Gales.

El último servicio prestado por Thatcher a Heath fue su decisiva contribución a la campaña en favor del a la Comunidad Económica Europea (1975), cuando el nuevo Gobierno laborista, contrario a la participación británica en la misma, convocó un referéndum para confirmar o abolir la decisión adoptada por el Parlamento en 1973. No obstante, las diferencias entre Thatcher y su jefe se harían cada vez más evidentes.

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Fue tras la derrota de su partido en 1974 que ingresó en el think-tank Centre for Political Studies, capitaneado por Keith Joseph, otro conservador conocido por sus ideas favorables al libre mercado y por su cerrada oposición a la política intervencionista de Heath. Joseph es una de las personas más elogiadas por Thatcher en sus memorias; de hecho, se reconoce su alumna, pupila y ahijada política e ideológica. Fue él quien, tras reconocer las pocas posibilidades que tenía él mismo de desbancar a Heath como líder del partido, la animó a que encabezara la alternativa al modelo seguidista del socialismo económico propugnado por el antiguo primer ministro. La dura batalla por el alma del Partido Conservador creó numerosas rivalidades y antagonismos internos: algunas cicatrices no se cerraron hasta después de la derrota tory de 1997.

Mucho antes de que eso ocurriera, Thatcher triunfó en las elecciones internas del partido; eso sí, tras haber recibido calificativos como "la Pasionaria del privilegio". En un artículo publicado en el conservador Daily Telegraph expuso el núcleo de lo que sería su discurso durante los siguientes veinticinco años:

Bien, si "los valores de la clase media" tienen que ver con el fomento de la variedad y de la elección individual, con proporcionar incentivos y premios justos a quienes muestran aptitud y trabajan duro, con el mantenimiento de barreras efectivas ante el poder excesivo del Estado y con ser partidario de la extensión de la propiedad privada, entonces sí, tienen razón los que dicen que defiendo a la clase media. Si un tory no cree que la propiedad privada es una de las principales defensas de la libertad individual, entonces más le vale hacerse socialista.

Finalmente, Thatcher obtuvo el respaldo de 146 de los 276 parlamentarios tories, casi el doble de los obtenidos por el segundo candidato más votado: Willie Whitelaw (Heath cayó en la primera votación). Al día siguiente (12-II-1975), el Daily Telegraph editorializó en estos términos: "La señora Thatcher debe ser capaz de aportar la dimensión moral que ha brillado por su ausencia en la crítica tory al socialismo. Si lo consigue, su ascenso al liderazgo del partido podría suponer un cambio fundamental en el debate político de este país".

A fe que lo consiguió. La defensa sin complejos del capitalismo como moralmente superior al socialismo, la denuncia de la hipocresía de los sindicatos, el recurso a los mensajes negativos ("El laborismo no funciona") y a otras innovaciones propagandísticas creadas por los hermanos Charles y Maurice Saatchi, así como los desastres de la gestión del premier laborista James Callaghan, que tuvo que soportar la mayor oleada de huelgas registrada en el país, el llamado "invierno del descontento" y la humillación de situar la economía nacional bajo la supervisión del FMI, hicieron posible la victoria conservadora en las elecciones de 1979, convocadas luego de que el Gobierno no superara, por un solo voto, una moción de confianza.

Así describe Hugo Young, uno de sus principales biógrafos, aquel primer triunfo de Margaret Thatcher, así como las inseguridades que por entonces la atenazaban:

Su victoria la hizo única, en el Reino Unido y en todo el mundo occidental. Tiempo atrás había afirmado con convicción que un puesto en el Ministerio de Hacienda era lo máximo a que una mujer podía aspirar (...) Aunque el triunfo fue espectacular, ella no había olvidado sus considerables dudas, así que después de la euforia vino la ansiedad. Que ya había asomado durante la campaña, cuando un entrevistador de la BBC le preguntó si dudaba de su capacidad para ejercer de primera ministra. Thatcher respondió en unos términos que pocos hombres hubieran empleado. "Por supuesto, uno tiene sus dudas, y es completamente consciente de la responsabilidad. Sólo espero que la gente me valore por lo que puedo hacer".

Poco después de su victoria lo que le preguntaron fue cómo se sentía siendo mujer y primer ministro, a lo que respondió: "No lo sé, porque nunca he experimentado lo de ser hombre y primer ministro". Veintinueve años después de esta exhibición de confianza en sí misma y asertividad, de la que deberían aprender algunas de nuestras víctimas profesionales, que lo han tenido mucho fácil que nuestro personaje, su hija Carol escribirá lo siguiente en sus memorias (A Swim-On Part In The Goldfish Bowl), que revela su capacidad de liderazgo... y los estragos que le está causando a día de hoy la demencia senil:

(...) era famosa no sólo por leer y analizar sus informes, sino por aprendérselos prácticamente de memoria. En las sesiones de control al primer ministro podía levantarse de su asiento en la primera fila y recitar las tasas de inflación desde los tiempos de William Gladstone sin una nota de apoyo (...) La mujer que había dominado las discusiones durante tanto tiempo ya no podía comandar debates ni seguir la conversación durante una fiesta. En un mal día, apenas podía recordar el comienzo de una frase cuando le llegaba el momento de terminarla. Una noche de marzo de 2004, cuando me enteré de que un par de sus antiguos colegas políticos iban a cenar a su casa, me hice con un ejemplar del Evening Standard (...) La noticia principal era sobre los ataques terroristas que habían matado ese día a 191 personas en Madrid. Intenté explicárselo a mi madre antes de que los invitados llegasen, pero todavía no había conseguido recordar nada cuando se presentaron y le preguntaron: "Margaret, si tú fueras primer ministro, ¿qué es lo primero que harías?".

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Desde aquellas elecciones de 1979 ha llovido mucho, hemos vivido acontecimientos de primera magnitud, y quizá haya llegado el momento de hacer balance. ¿Asistimos a la consolidación de un ciclo intervencionista tras uno liberal? ¿Dejó Thatcher el trabajo a medias? ¿Fue Tony Blair su heredero, o más bien el enterrador de su legado?

La comparación entre el discurso que manejaba antes de ganar sus primeras elecciones y los efectos reales de sus políticas es, en principio, el criterio más pertinente para enjuiciar el paso de Thatcher por el poder. Sin embargo, no conviene olvidar la advertencia de Max Weber sobre los políticos profesionales: "Quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando".

Si algo caracterizó la premiership de Thatcher fue su lucha constante, contra los sindicatos, los socialistas, los sectores de su partido más clasistas y al mismo tiempo más dispuestos a llegar a acuerdos con la izquierda, y también contra el comunismo internacional. En este punto existe un acuerdo casi absoluto entre Thatcher, sus biógrafos y los observadores de aquel periodo, aunque las interpretaciones y valoraciones no pueden ser más opuestas.

Aun a riesgo de pasar de puntillas sobre algunos de los acontecimientos más conocidos y comentados de su mandato, resulta fundamental centrarse en la forma en que Thatcher llevó a cabo su política de reducción del poder del Estado, pues arroja importantes preguntas sobre las limitaciones que todo político afronta a la hora de lograr este objetivo. En 1995 el periodista Simon Jenkins, editor político de The Economist entre 1979 y 1986, editor de varias secciones de The Times y The Sunday Times hasta 2005 y miembro de numerosos consejos de administración (British Rail, English Heritage, Millennium Commission...), publicó una devastadora crítica de las políticas conservadoras. En Accountable To None. The Tory Nationalization of Britain (Responsables ante nadie. La nacionalización tory de Gran Bretaña), Jenkins sostuvo la tesis de que, a pesar de las privatizaciones emprendidas, el thatcherismo llevó a cabo una firme centralización del poder, lo que elevó el porcentaje del PIB controlado por gestores no elegidos directamente por los electores ni responsables ante ellos, sino designados por políticos de Londres. El lema de Thatcher fue "privatizar lo que se pueda y centralizar el resto"; lo segundo se logró mediante la creación de agencias estatales y paraestatales que sustituyeron a los municipios y condados en la administración de diversos servicios. Estas instituciones pasaron a estar dirigidas por personas que ya no eran elegidas en las elecciones locales y provinciales, sino designadas directamente por los miembros del Gobierno central. Fueron los célebres quangos (organizaciones cuasi no gubernamentales), que a partir del ejemplo británico proliferaron en toda Europa, incluida España, y que en no pocas ocasiones se han utilizado para acrecentar el poder estatal, politizar la gestión y extender las largas manos del Estado a áreas que antes no estaban reguladas. La resistencia de los quangos a disolverse una vez desempeñada la función para la que fueron creados y el entusiasmo con que los políticos les inventan nuevas funciones demuestran la dificultad de limitar el sector público desde dentro, y más aún en un contexto de democracia plebiscitaria y mediática.

Para Jenkins, las políticas de Thatcher se asemejaban a las del Gobierno laborista de 1945, pues en ambos casos el objetivo era aumentar el poder del Estado a la hora de establecer y alcanzar objetivos. Que los objetivos fueran muy diferentes en uno y otro caso no es óbice para que olvidemos que, incluso si el fin es acabar con un departamento, programa o empresa pública determinado, existe un periodo de transición durante el cual el Estado debe ejercer un poder absoluto, discrecional e incluso arbitrario sobre ese elemento del sistema. Además, la consecución del objetivo requiere un equipo gestor y directivo altamente politizado. Esto puede llevar a un empobrecimiento temporal de la democracia, pues durante esa transición la ciudadanía es impotente para conocer lo que el Estado está haciendo y pedir responsabilidades. Además, la creación de nuevas agencias para gestionar, evaluar y en último caso vender una empresa o servicio público produce un engorde momentáneo del sector público. A pesar de las privatizaciones, la proporción del PIB en manos del Estado sólo se redujo un 4% (del 43% en 1979 al 39% en 1990) entre 1979 y 1990, y ascendió durante el mandato de John Major (45%), debido en primer lugar a que estas agencias no desaparecieron una vez cumplida su misión, sino que se transformaron en organismos reguladores con presupuestos crecientes. Además, la resistencia de los conservadores a reformar el Estado del Bienestar aumentó de forma automática el presupuesto del Estado.

Bajo esta perspectiva, el primer tomo de las memorias de Thatcher y las biografías escritas por Hugo Young y John Campbell –ésta es una diatriba contra la primer ministro en la que quizá sobra información y falta análisis desapasionado– nos describen una auténtica guerra librada en varios frentes, alguna de cuyas batallas no hicieron sino retrasar los planes de Thatcher.

Según Jenkins, los conservadores no sólo fracasaron en su objetivo más importante, sino que varios ministros que se tomaron en serio los discursos de la premier sufrieron las consecuencias de su idealismo y acabaron siendo castigados por proponer reformas en el Estado de Bienestar. Los gastos en vivienda pública, pensiones, policía y seguridad aumentaron, de forma que, cuando llegó la crisis de 1990-92, John Major no tuvo otro remedio que subir los impuestos para equilibrar las cuentas públicas. Más que una impostura, la privatización de empresas públicas (cuarenta, entre ellas British Airways, British Telecom, British Gas, compañías de aguas y puertos..., o lo que es lo mismo, más de 600.000 empleos directos y millones de indirectos que pasaron de depender del presupuesto a hacerlo de los consumidores), así como la creación de una amplia red de cuerpos reguladores, centralizadores y auditores para dirigir el resto del sector público, debe entenderse como una decisión estratégica de la Dama de Hierro.

Jenkins olvida que la mejora de la rentabilidad de casi todas las empresas privatizadas creó un inmenso lobby a favor del libre mercado, formado por los millones de trabajadores y accionistas beneficiados por las ventas de patrimonio estatal. La renacionalización o la creación de nuevas empresas públicas sería por tanto imposible, mientras que las nuevas medidas privatizadoras tendrían asegurado el respaldo de una buena parte de la opinión pública.

Que este objetivo cultural y a largo plazo se persiguiera aun a costa de sacrificar otros, como el fomento de la responsabilidad a través de la reforma de las prestaciones sociales –un asunto del que Thatcher habló mucho pero hizo más bien poco– y del self-government de municipios, ciudades y provincias, debe hacernos reflexionar sobre los dilemas inherentes a la política, sobre todo cuanto se ejerce con el objetivo de fomentar un cambio profundo en la sociedad. Durante los mandatos de Thatcher y Major, el Gobierno central se hizo cargo de los hospitales provinciales a través de juntas creadas para supervisar los cumplimientos presupuestarios y la calidad de los servicios. Algo parecido sucedió con la policía local, que sin embargo apoyó los nuevos poderes de la Home Office. Asimismo, numerosas escuelas financiadas directamente por los contribuyentes pasaron a depender directamente de las directrices emanadas desde la Secretaría de Educación. Por otro lado, se procedió tanto a la abolición del Ayuntamiento de Londres como al debilitamiento del poder de los concejales elegidos directamente en otras ciudades. Las principales beneficiadas fueron las corporaciones de desarrollo urbano, formadas por personal designado o contratado por la Administración central.

La burocratización y el peligro de clientelismo a que dieron lugar estas medidas, por no hablar de la corrupción (en algunos barrios laboristas de Londres se construyeron y posteriormente pusieron en venta algunas urbanizaciones de viviendas públicas con el objetivo de nutrirlos de conservadores[3]), vuelven a ponernos sobre aviso ante las consecuencias de confiar a activistas de dudosa moralidad asuntos que requieren ser gestionados con una ética intachable. Por otro lado, la auténtica rebelión que se produjo en el seno del Partido Laborista contra el excesivo poder de los sindicatos y de algunos jefes locales, que desembocó en las reformas democráticas llevadas a cabo en los años 90 por Tony Blair –su célebre "una persona, un voto"– y en el abandono del compromiso laborista con la propiedad estatal de los medios de producción, dan fe del éxito cultural de las políticas de Thatcher. Lo que, al fin y a la postre, no impidió su caída.

Michael Portillo, ex secretario de Transportes y artífice de la controvertida poll tax, un impuesto municipal individual que reemplazaba a la tasa sobre la propiedad y que puso en evidencia las grandes diferencias de gestión entre unos municipios y otros[4], reflexionaba el pasado 7 de septiembre en su blog del Daily Telegraph sobre las causas de la caída de Thatcher.

A pesar de que el nuevo impuesto constituía una herramienta poderosa a la hora de reducir el gasto público y aumentar la responsabilidad de los políticos, pues los resultados de su gestión serían cuantificables año tras año en la factura que recibirían los ciudadanos, la campaña de la izquierda contra el Gobierno, al que se acusó de querer que los pobres pagaran por los ricos, se tradujo en una dramática caída de popularidad de la primer ministro, que no obstante estaba decidida a continuar con sus reformas, contra viento y marea. Fue en este momento cuando un número cada vez mayor de diputados conservadores decidió que Thatcher había pasado de ser un activo para el partido a convertirse en una carga de la que deberían librarse. Y así fue. Las heridas abiertas por el apoyo de Thatcher a la meritocracia en el seno de su organización política y el desprecio con que había tratado a muchos miembros de la denominada "grandeza tory", gente que hace valer su apellido y sus contactos para hacerse con la candidatura conservadora en zonas semi-rurales y rurales, hicieron el resto.

Pero, más allá de la fascinación que producen los relatos del proceso que llevó a la dimisión de Thatcher, luego de que ésta comprobara que sólo contaba con el apoyo de 204 de los 379 diputados de su partido (152 votaron por Michael Heseltine, una figura gris y poco atractiva para el electorado, con tal de librarse de ella; el resto se abstuvo, o emitió votos nulos o en blanco), quizá la lección política más importante, sobre todo para los políticos, intelectuales y activistas que pretendan llevar a cabo en sus países reformas como las thatcherianas, la proporciona el propio Portillo a la hora de hablar del efecto de los impuestos en la mentalidad de los ciudadanos (la poll tax fue finalmente abolida por John Major, quien, tras la renuncia de la primer ministro, se presentó contra Heseltine y logró alzarse con la jefatura del partido gracias al apoyo del 50% de los diputados tories):

A menudo los extranjeros preguntan cómo perdió su puesto Margaret Thatcher, el premier más respetado desde 1945. Incrédulos, se rascan la cabeza cuando les explicas que su perdición fue el cambio en la financiación de los gobiernos locales (...) Los impuestos locales poseen poderes incendiarios porque, a diferencia de otras tasas, no hay relación entre lo que se gana y lo que se paga. Esto puede parecer anómalo o incluso manifiestamente injusto, incluso si el Estado central inyecta suficientes subsidios en las arcas municipales para que la factura local se mantenga baja.

Thatcher fue capaz de transformar, siquiera en parte, la mentalidad de los británicos y hacerles conscientes de que todo tiene un precio, y de que los votantes pueden hacer que éste sea más alto o más bajo, en función de a quién prestan su apoyo en las urnas. Lo consiguió a escala nacional, pero no a escala local: cuando presentó a los ciudadanos la auténtica factura de lo que muchos consideraban gratis y puso en sus manos la posibilidad de cambiar la situación –aunque antes tendrían que responsabilizarse de sus decisiones anteriores–, le dieron la espalda. Tal vez fue demasiado para ellos, y desgraciadamente también para su partido. ¿Qué pasaría en España si algún gobernante hiciera lo mismo, por ejemplo a la hora de decidir sobre la financiación de los gobiernos regionales? Me temo lo peor.

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Mención aparte merece la política exterior de Thatcher, congruente con su discurso anti-colectivista, nacionalista y hostil al socialismo. También aquí marcó un antes y un después en Gran Bretaña.

Su firme oposición a la creación de una Unión Europea federal que hurtara a los parlamentos nacionales algunas de sus funciones básicas, como la elaboración de la política fiscal y del presupuesto del Estado (recuérdese su célebre "No, no, no" a los planes del entonces –1986– presidente de la Comisión Europea, el socialista francés Jacques Delors), fue duramente criticada en su momento, aunque el tiempo no ha hecho sino darle la razón. Tampoco han perdido vigencia sus críticas a los gastos inútiles y crecientes del entramado comunitario y a las exigencias de que Alemania aportase los fondos dedicados a subvencionar las regiones más pobres del club; esto último, advertía, podría provocar el resurgir del nacionalismo alemán o, peor aún, el acercamiento de Alemania a Rusia.

El mal llamado "euroescepticismo" –término a veces empleado como sinónimo de antieuropeísmo– de Thatcher no resiste la prueba de los hechos. En 1986, es decir, el año de su triple no al federalismo de Delors, la premier apoyó el Acta Única Europea, un tratado que liberalizó la circulación de mercancías, personas, capitales y servicios por el territorio comunitario. Asimismo, el Reino Unido fue uno de los primeros países en aplicar la llamada ciudadanía europea, por la cual todo ciudadano de un país miembro de la Comunidad tenía el derecho a trabajar y residir en cualquier punto de la misma sin necesidad de pedir autorización previa. Por lo que hace al cumplimiento de las directivas europeas, Gran Bretaña fue y es uno de los Estados más diligentes.

Otra cosa es que Thatcher se opusiera al consenso socialdemócrata, al antiamericanismo y al antiparlamentarismo que guiaron buena parte de las decisiones de Delors. Lo mismo hizo Major –que adhirió el Reino Unido al Tratado de Maastricht a cambio de algunas excepciones– y, en parte, Tony Blair, que se abstuvo de incluir a su país en la Zona Euro.

La firmeza ante el comunismo internacional fue otro de los ejes de la acción exterior de Thatcher. Su actitud contrastó con el giro neutralista y pacifista que se produjo en el Partido Laborista en la primera mitad de los años ochenta. En 1981, el colectivismo y el desarme dieron lugar a una ruptura interna en dicha formación: a un lado quedaron los socialistas y al otro los socialdemócratas, que finalmente (1988) optaron por integrarse en el Partido Liberal, dando origen así al Partido de los Demócratas Liberales.

Thatcher disfrutaba poniendo en apuros a los jerarcas comunistas. De ahí que lo primero que hiciera cuando llegaba a un país comunista fuera preguntar la fecha de las siguientes elecciones, así como los nombres de los líderes de la oposición y de los dirigentes sindicales, con los que –añadía– ardía en deseos de hablar. Cuando le decían que allí no existían, ni elecciones ni opositores ni sindicalistas, la Dama de Hierro se daba el lujo de proferir algún comentario irónico sobre lo fácil que era la vida de ciertos gobernantes. En no pocas ocasiones los habitantes de esos países pudieron ver a la premier en plena acción contrarrevolucionaria, pues las autoridades locales no tenían tiempo de cortar la preceptiva emisión televisiva.

Entusiasta partidaria de la OTAN como valladar contra la amenaza soviética, Thatcher apoyó el despliegue de los misiles nucleares de alcance medio en Europa y desempeñó un papel esencial para que Italia, Bélgica y Holanda hicieran lo propio. Por otro lado, su amistad con el presidente Reagan le ocasionó problemas incluso en el seno de su partido, pues algunos políticos conservadores temían que la relación especial con Washington se convirtiera en sumisión británica ante el amigo americano. Pero lo cierto es que la táctica empleada por el tándem Reagan-Thatcher, con su énfasis en el aumento de los gastos de defensa, la liberalización económica y el apoyo a los movimientos de resistencia al comunismo en Europa del Este, acabó provocando el derrumbe soviético y convirtiendo en permanente el consenso proamoericano en la política británica.

No obstante, el legado de Thatcher en política exterior queda empañado en parte por su oposición a la reunificación de Alemania, motivada por su nacionalismo y su temor a que Gran Bretaña perdiera peso en el concierto europeo. Esta actitud le llevó a traicionar su compromiso con la libertad de los pueblos oprimidos por el comunismo y a inmiscuirse desafortunadamente en los asuntos internos alemanes. Su "doble juego" en este punto (Helmut Kohl dixit) le llevó a presionar, de forma infructuosa, a los presidentes de Francia y EEUU para que abortaran los planes de la República Federal de Alemania de acometer lo antes posible la unificación con la RDA.

Dos apuntes más sobre la política exterior de la Dama de Hierro. Con la Guerra de las Malvinas, desencadenada luego de que la dictadura militar argentina invadiera (1982) las islas del mismo nombre, que forman parte del territorio británico desde 1833, demostró al mundo su firme resolución a mantener la integridad de la soberanía británica y a cumplir el pacto que Londres mantiene con todos sus ciudadanos. La ola de patriotismo y autoestima nacional que provocó la victoria británica fue aprovechada por los conservadores para marcar diferencias –o, casi mejor, la diferencia– entre su proyecto y el laborista, caracterizado en aquellos momentos por el derrotismo y el pesimismo económico. Sin embargo, su postura ante China a propósito de Hong Kong no pudo ser la misma, pues la colonia británica no podía sobrevivir de espaldas al continente. El mantenimiento de un sistema económico capitalista tras la devolución del territorio a China, que tendría lugar en 1997, fue lo único que Thatcher consiguió de Deng Xiaoping durante el encuentro que mantuvieron en 1982.

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El balance final del paso de Thatcher por Downing Street es positivo no sólo por sus aciertos, también por sus errores: algunos de éstos fueron inevitables, debido a lo inédito de determinadas iniciativas thatcherianas. Así, los problemas que acompañaron al proceso liberalizador sirvieron para que las privatizaciones que más tarde se emprendieron en la antigua Europa comunista fueran más rápidas y, en muchos casos, eficientes, pues se evitó incurrir en fenómenos perversos como la centralización o el aumento del tamaño del sector público.

Las reformas británicas provocaron la ruptura del consenso socialista en algunos países del centro y el norte de Europa, donde a mediados de los 80 pocos habrían pronosticado un cambio de cultura política. La pérdida de importancia relativa del valor igualdad a partir de 1990 y el nacimiento o avance electoral de nuevos partidos liberales, o de antiguos formaciones conservadoras que optaron por alejarse de los planteamientos de sus rivales socialdemócratas, abrió la posibilidad a experimentos liberalizadores, emprendidos a veces por partidos de centro-izquierda. La polarización y el extremismo que algunos pronosticaban no han sido la norma, sino la excepción, aunque las nuevas variables surgidas a raíz del auge del islamismo, el avance económico de China y la India y el retorno a la postura acomodaticia de algunos políticos europeos hacen temer el inicio de un ciclo regresivo.

En estos momentos, cuando el mundo asiste a una nueva y poderosísima oleada intervencionista y antiliberal, no estaría de más repasar lo que ocurrió en los años setenta del siglo pasado y volver a poner en valor el esfuerzo y la energía que tuvieron que aplicar gentes como Margaret Thatcher para poner las manillas del reloj en hora.



[1] David Cameron y Dylan Jones, Cameron on Cameron, Fourth Estate, Londres, 2008. Aquí, el líder tory afirma: "Seré un reformista social tan radical como Thatcher lo fue en la economía, pues un reformista social radical es lo que este país necesita ahora mismo".
[2] Los miembros del llamado gabinete en la sombra representan lo que sería el Gobierno de la nación si su partido ocupase el poder. De hecho, la gran mayoría de sus miembros acaba formando parte del Ejecutivo si su partido vence en las elecciones.
[3] Les salió mal la jugada: allí donde se registraron irregularidades de este tipo, los tories sufrieron grandes reveses en las urnas.
[4] El nuevo impuesto puso de manifiesto el carácter despilfarrador de numerosos concejales izquierdistas, por lo que, a largo plazo, representó un golpe político tory magistral.