Menú

La Ilustración Liberal

Dios de tejas abajo. Trazas de Dios en las novelas de la edad de plata de la literatura española (1874-1936). Primera parte

Las novelas como fuente de conocimiento

La novela española es un género literario moderno que, con el notabilísimo precedente del Quijote, llega a su culminación estética durante la última generación del siglo XIX y la primera del XX. Ese es precisamente el límite temporal que me he marcado en el presente trabajo.

Para ponerme a investigar lo que sigue he tenido que vencer algunos prejuicios. El primero es la aceptación de una idea mostrenca y vulgar: las novelas son un ejercicio de entretenimiento y sus argumentos suelen ser ligeros o insustanciales. Por tanto, poco van a servir para detectar el factor religioso de una sociedad. Las páginas que siguen son una prueba de que el prejuicio dicho resulta insostenible.

El segundo prejuicio se refiere a mi papel primordial de sociólogo como escribano de las opiniones de los españoles contemporáneos. Tengo que superarlo al razonar que las opiniones bien pueden ser también las contenidas en las novelas.

Todavía hay un tercer prejuicio: la conciencia de que, al ser este un trabajo sobre la España de hace un siglo, más o menos, habría que dejar esa tarea a los historiadores o los críticos literarios. Pero el hecho es que no la han acometido, por razones que no se me alcanzan. Luego tampoco está de más que yo vaya a rellenar ese hueco en el conocimiento de la España contemporánea, la de finales del siglo XIX y principios del XX.

Elijo dos fechas simbólicas para señalar su comienzo (1874) y su final (1936). Ambos hitos corresponden a dos guerras civiles, la segunda guerra carlista y la del 36. Las dos fechas señalan dos pronunciamientos, el cuartelazo del general Martínez Campos en diciembre de 1874 y el alzamiento del general Franco en julio de 1936. Delimitan una época que se puede considerar de plata para la literatura española en castellano, según la atinada expresión de José Carlos Mainer. Sin embargo, corresponde a un lapso atravesado de desaforada violencia: guerras coloniales, atentados políticos, huelgas salvajes, quemas de conventos, mísera explotación de los jornaleros, represiones sangrientas. Por ese lado, la edad de plata habría sido más propiamente una edad de hierro para la convivencia de los españoles, tan agrios fueron los conflictos entonces e iban a continuar después. Aun así, los españoles de la última generación del siglo XIX supieron darse un régimen de relativa tranquilidad política: la Restauración canovista. Supuso el original diseño del turno pacífico de los dos grandes partidos de notables: el conservador y el liberal.

En 1874 culmina el llamado sexenio revolucionario, por lo mismo que en 1936 comienza el trienio revolucionario en los dos bandos, cada uno a su modo. Ambos episodios, particularmente movidos, supusieron un verdadero desastre para la convivencia de unos y otros españoles. Entre medias de las dos fechas se dilata el periodo de dos generaciones que aquí voy a considerar. Ante el fracaso que han supuesto siempre las revoluciones en la España contemporánea, se comprende el aprecio general que han tenido las contrarrevoluciones.

La época escogida para las observaciones que siguen representa no solo el cenit del género novelístico en España. Equivale también al palenque en donde se dilucida el permanente enfrentamiento entre la izquierda y la derecha políticas. Aunque con distintas etiquetas, esas dos posiciones antagónicas equivalen a la continua oposición entre el anticlericalismo y lo que luego dio en llamarse nacionalcatolicismo.

Al tiempo, ese periodo de dos generaciones (la del último tercio del siglo XIX y la del primero del XX) significa la tímida y fragmentaria incorporación de España a los países que iniciaron la revolución industrial. Al menos en España se registran los primeros desplazamientos masivos de población y la apertura de grandes fábricas en unas pocas regiones. Empezó a notarse la presión del movimiento obrero, primero campesino y luego industrial. Fue una época en la que avanzó más la libertad de prensa que otras libertades y derechos, lo cual permitió un grado inusitado de espontaneidad en las novelas y otros escritos. De todas formas, el género novelístico fue siempre un excelente medio de burlar la censura, algo de lo que participó el teatro. Los personajes de ficción se atreven a decir cosas que los censores no pueden tomar muy en serio, pues se trata precisamente de situaciones imaginadas. Esa virtud de las novelas me permite sacarles todo el partido posible como fuente libérrima de expresión en una época asaz conflictiva.

Miguel de Unamuno hablaba del interés que podría tener la "intrahistoria", lo que sucede por debajo de los sucesos reseñados por los cronistas e historiadores. Por lo mismo, se podría ver la necesidad de la intraliteratura. Es la que se desenvuelve a través de lo que hacen decir a sus personajes los autores de obras de ficción.

Al manejar los estudios de crítica literaria, por ejemplo, los que analizan las novelas de la España contemporánea, asombra que no se fijen en el objeto de la cuestión religiosa. Ese es precisamente el hueco que viene a rellenar esta lectura mía de las narraciones durante el periodo considerado. Tampoco ha sido necesario espigar demasiado. Es fácil reconocer que los relatos se centran de modo primordial en el tema amoroso o sentimental. Es en verdad el más apasionante y el más general en cualquier biografía. Pero es evidente que no es fácil hablar de afectos sin introducir problemas de conciencia, ideas de culpa, celos, vanidad. Aunque no se plantee una relación erótica, se hace inevitable la posición moral entre dos personas que interaccionan de cualquier otra forma. Todo ello se hace arduo de entender sin un trasunto religioso o sin el empeño de combatirlo o al menos de obviarlo.

El género novelístico se concentra obsesivamente en el tema amoroso, lo que podríamos llamar cortejo en términos antropológicos o apareamiento con una mirada zoológica. Un asunto tan universal por fuerza tiene que resultar atractivo para los lectores de todos los tiempos. Es lógico que, ante tal especialización mundana o frívola, las cuestiones morales o religiosas queden un tanto orilladas; pero al final acaban asomando a la superficie de muchas de las historias que se relatan. Al menos así es por parte de los autores con ciertas pretensiones ideológicas. Son los que hacen pensar a sus criaturas de ficción.

La fecha de 1874 atestigua también el fracaso de la primera intentona republicana y de los sucesos revolucionarios concomitantes. La de 1936 da fe del desastre mucho más doliente de la II República. A los efectos de este estudio, las dos fechas vienen marcadas por la publicación de sendas novelas muy significativas: en 1874 Pepita Jiménez, de Juan Valera; en 1936 Los nietos de Dantón, de Manuel Bueno. Ambos relatos se centran, como es lo convenido en el género, en asuntos de amoríos, pero, no por casualidad, con tintes religiosos. Precisamente Manuel Bueno apunta que el sentimiento amoroso “es el único tal vez que, si no ha perdido pureza, recuerda el éxtasis místico” (Bueno 36: 188). Se debe recordar el suceso simbólico de que Manuel Bueno fue asesinado por los republicanos en los primeros días de la guerra civil.

La feliz etiqueta de José Carlos Mainer sobre la edad de plata se refiere propiamente al periodo 1902-1939. Aquí se amplía a un par de generaciones (1874-1936) por razones de coherencia analítica. (Empleo la generación como la medida demográfica de un lapso de unos 30 años, la distancia en edad que separa a los padres de los hijos). La fecha simbólica de 1898 no debe quedar al margen de la edad de plata. No es solo que el último tercio del siglo XIX fuera muy creador en todos los sentidos (político, económico, cultural, artístico, jurídico, etc.). Resulta que algunos grandes novelistas a los que en seguida me voy a referir escriben a caballo de una y otra centuria. Es el caso de Azorín, Baroja, Blasco Ibáñez, Palacio Valdés, Galdós y tantos otros.

Un elemento de gran interés para los propósitos de este estudio es que, durante el periodo considerado, se asienta la polarización política entre las derechas y las izquierdas. La cual se carga con un fuerte contenido religioso, que marca tanto a los propagandistas (conservadores, católicos) como a los revolucionarios (socialistas, anarquistas, liberales). De modo más general, durante la época estudiada se radicaliza la dialéctica de las dos Españas ideológicas, cuyos efectos todavía padecemos los españoles.

El peso del factor religioso no se anula durante la época estudiada, por mucho que se destaquen las ideologías políticas, incluso las de tipo revolucionario, o las pasiones humanas. Una prueba la tenemos en que, a lo largo del siglo XIX, la palabra correligionario acabó por significar sobre todo la persona de la misma ideología o de la misma fracción política de uno. Es curioso que la emplearan de manera más decidida los progresistas, y sin el menor asomo de ironía.

Hay una razón más profunda para contar con el factor religioso en la revisión de la reciente historia de España. Me la apuntaba Eduardo Fungairiño: España, Irlanda y Polonia son los tres países en los que el sustrato católico es parte auténtica del ser nacional. De modo más concreto, son tres países cuya nacionalidad se ha forjado por oposición a sendas potencias bélicas: Al Ándalus, Inglaterra y Rusia, respectivamente.

Otro fenómeno característico de la época seleccionada es que en ella se fija la lengua castellana tal como hoy se habla, un tanto alejada de las épocas precedentes. A ello contribuye precisamente la labor de los novelistas, que fueron también publicistas (no confundir con publicitarios), ideólogos, articulistas en los periódicos y revistas; es decir, intelectuales, como se expresó a partir de 1898. El sustantivo aparece al tiempo en París (Zola) y Madrid (Unamuno, Pardo Bazán).

José Luis García-Valdecantos me sugiere que debería haber ampliado el periodo de observación hasta 1975. Pero en ese caso la comprensión del problema aquí planteado se habría desbordado con la inclusión de la época franquista, la cual la he trabajado bastante desde diversos ángulos. Si he de ser sincero, el periodo aquí estudiado (1874-1936) es en el que a mí me habría gustado vivir, con mi mismo oficio de lo que antes se llamó publicista y ahora se dice sociólogo o comentarista. Reconozco que no es un argumento muy científico, pero funciona.

De los millares de novelas que podría haber consultado como fuente de este trabajo, he seleccionado cerca de un centenar que cumplen ciertas condiciones. La fundamental es que el argumento y los personajes logren retratar algún aspecto interesante de la sociedad española del momento. Anima mucho que el autor deje traslucir ciertas experiencias autobiográficas. Por ejemplo, son de especial interés los parlamentos de los personajes de ficción que equivalen a una especie de alter ego del autor. Ese recurso literario confiere a los textos leídos un cierto aire autobiográfico o de crónica vivida. Como es lógico, los relatos escogidos deben presentar algún testimonio sobre el difuso hecho religioso, aunque solo sea la exposición de algún caso de conciencia. En el fondo del cual es natural que se encuentre la presencia o ausencia de Dios.

El sesgo profesional de tantos años de sociología empírica me tendría que haber llevado a seleccionar una muestra aleatoria de novelas y autores. En cuyo caso habría que concluir lo que no necesita demostración. A saber, que, en una sociedad que empieza a sentirse secularizada (como es la España de finales del siglo XIX), Dios es una rareza estadística. Es lo que sucede en la vida corriente de la mayor parte de las personas durante casi todo el tiempo. Pero la procesión va por dentro, nunca mejor dicho. Basta con leer una muestra selectiva de las novelas que hacen pensar a sus personajes para que aparezcan interesantes trazas de Dios.

El criterio para escoger la muestra selectiva de lecturas ha sido sumergirme en “estos libros de memorias y exámenes de conciencia de la humanidad que llamamos novelas” (Pardo Bazán 89: 170). Estupenda definición.

Las narraciones seleccionadas se suelen centrar en un argumento amoroso con un cierto ritmo cíclico. De esa forma se asegura su interés dramático, como también puede verse en las obras de teatro o en las películas. Si el relato presenta una boda al principio, hay que suponer que surgirá un problema de fracaso, de infelicidad. Si una pareja de varón y mujer se caen mal al principio o se muestran indiferentes, habrá de esperar que se ennovien.

En los ritos de cortejo los varones suelen tomar la iniciativa, pero los novelistas prefieren detenerse en la construcción de los caracteres femeninos. Se observará que en la lista de novelas consultadas destacan los títulos con nombres o papeles femeninos. Véase una muestra: La malcasada, la pródiga, La intrusa, La Regenta, La Virgen prudente, La esclava del Señor, Sor Alegría, Marta y María, Santa Rogelia, Doña Perfecta, Fortunata y Jacinta, Gloria, Halma, La tía Tula, Pepita Jiménez, Doña Luz, Sacramento, Sor Demonio, Maravilla, Tormento, Juanita la larga.

No es fácil determinar por qué los novelistas se deleitan con el retrato de los caracteres femeninos. Puede ser porque la personalidad de la mujer es más compleja, y más todavía en una sociedad patriarcal. O también que se supone que los lectores preferidos de las novelas son mujeres. Por la razón que fuere, lo fundamental es que el atractivo de una narración reside en que los lectores de uno u otro sexo se identifiquen con las vicisitudes de los personajes protagonistas, de modo especial los que se reputan como buenos. Identificarse es gozar y sufrir con ellos.

Caben diversas interpretaciones de esa constante del género novelístico (también del teatro y del cine), centrado en el tema amoroso. Con su característica ironía, Wenceslao Fernández Flórez cavila de esta manera (Fernández Flórez 27: 8):

En España se escriben novelas eróticas porque el amor es aún una aventura inasequible; al menos infrecuente. Toda la literatura que con el amor se relaciona tiene en este país el mismo atractivo que caracteriza a los libros de viajes en los tiempos en que viajar era temerario, y apenas conocía cada uno su propia ciudad.

Una de las historias de amor más netas es Sacramento, de Jacinto Octavio Picón (1914). Podría servir como novela tipo del género realista, en la que se suceden amores y desengaños, sentimientos y pasiones, afectos y celos. Solo de manera muy tangencial se muestra la dimensión de lo sagrado o espiritual. Se presentan varias figuras femeninas del máximo interés. Por ejemplo, la solterona Gracia, deseosa de impulsar una fundación benéfica, orillando la salida convencional de “una devoción rutinaria o un beaterio estúpido” (Picón 14: 142). Otro carácter, Consuelo, se considera “profundamente piadosa (pero no) fanática ni beata” (p. 196). Con el personaje de Sacramento se acomete el juicio, tan querido por los novelistas, de los amores ilícitos. Se refleja en el cuadro La mujer adúltera según el tema bíblico. La narración concluye con la frase de Cristo: “El que esté limpio de pecado que tire la primera piedra” (p. 387).

Las novelas del dilatado periodo considerado suelen ilustrar lo que se llamó realismo o naturalismo, siguiendo las modas francesas del momento. Habría que admitir una etiqueta aún más amplia; a saber, son narraciones caracterizadas por la riqueza de tipos humanos con ribetes psicológicos. Son apreciables porque tejen muy bien una historia y retratan un ambiente de manera atractiva. En las postrimerías del siglo XIX aparece la corriente del espiritualismo, derivada de los novelistas rusos y de la tradición mística de la literatura española. Por encima de todas las tendencias y escuelas se impone un continuo efecto realista de las historias que se cuentan.

Conviene señalar lo que parece obvio y no lo es. Por muy realistas que quieran parecer, las novelas no intentan ser estudios antropológicos o cosa parecida sobre las sociedades que describen. Sus relatos van buscando la impresión de los tipos humanos que en ellos aparecen. Por ejemplo, la “heroica ciudad” de Vetusta, de Clarín, no puede equivaler a una crónica del Oviedo en los comienzos de la Restauración. Es más que eso, o mejor, es otra cosa. De ahí que sea conveniente el nombre supuesto de la capital asturiana, y no solo por el riesgo de posibles recriminaciones de las personas que se habrían podido identificar con las criaturas de ficción.

Por cierto, la genialidad que supuso el retrato literario de Oviedo por Clarín en La Regenta (1884) fue replicado por Armando Palacio Valdés nueve años más tarde en El Maestrante. Oviedo es en esa obra la “noble ciudad” de Lancia. Clarín y Palacio Valdés fueron coetáneos y amigos. Por si fuera poco, Ramón Pérez de Ayala (de la siguiente generación) vuelve a recrear la sociedad de Oviedo (a la que llama Pilares) en Tigre Juan y El curandero de su honra. Pocas ciudades españolas, fuera de Madrid, han sido escenario de tanta atención por parte de los novelistas.

El protagonista de La Regenta, el canónigo Fermín de Pas, utilizaba las novelas como fuente de inspiración para sus documentados sermones: “En las novelas, prohibidas tal vez, de autores contemporáneos, estudiaba costumbres, temperamentos, buscaba observaciones, comparando su experiencia con la ajena” (Clarín 84, I: 257).

Desde la perspectiva de la crítica literaria se pueden distinguir las grandes novelas de las más chabacanas y truculentas, las de tipo folletinesco, que normalmente se publicaban por entregas. Como se puede esperar, las primeras son más ricas de contenido, pero no hay que despreciar los relatos folletinescos cuando contienen elementos atractivos. La distinción apuntada la establece después la crítica literaria, si bien, en el origen, algunas grandes obras se publicaron literalmente como suplementos de los periódicos. Por tanto, contenían ciertos tintes siniestros y trágicos, que son los que gustaban a los coleccionistas de folletines. De ese modo quizá perdieran verosimilitud, pero ganaban en emoción y, sobre todo, ayudaban a perfilar bien los tipos humanos. Es lo que a mí me interesa para este trabajo. La influencia del género folletinesco es tanta que sus elementos se perciben en las novelas consideradas como canónicas; sin ir más lejos, las de Galdós.

Las novelas consideradas no tienen por qué centrarse en un asunto religioso. Basta con que, a lo largo del relato, se encuentren trazas de este. Empleo la expresión en el sentido de lo que se advierte en ciertos análisis clínicos o químicos cuando en un elemento principal aparecen señales de otros. Parecería un tanto pretencioso decir que se busca la presencia de Dios en las novelas dichas. Se trata de testimonios de los novelistas, un gremio particularmente proclive a la mentalidad progresista y secularizada. Pero al tiempo su oficio consiste en dar cuenta de lo que siente y padece una sociedad mayormente católica, por lo menos de tradición o de apariencia ritual.

Siempre se ha dicho que en las páginas del Quijote no hay nadie que asista a misa o participe en otras ceremonias litúrgicas. Cabe la excepción de ciertas procesiones un tanto profanas y de la extraordinaria figura del Caballero del Verde Gabán, arquetipo del caballero cristiano. Aunque también es verdad que el personaje del cura del lugar, bastante mundano, resulta central en el argumento de la historia. En un ensayo sobre el Quijote me he permitido la humorada de imaginar que ese cura de la obra cervantina fue nada menos que Avellaneda, el autor del falso Quijote. Con todo, la obra de Cervantes permite adivinar algo de la espiritualidad de la Contrarreforma y de la presencia del erasmismo. Pero no quiero desviarme del camino real de las averiguaciones que ahora me cautivan.

La noción de una deidad presente en la naturaleza se traduce de varias maneras en el léxico español. Son muchas las novelas en las que la voz Naturaleza se escribe con una respetuosa mayúscula. Más general es el hecho de que la misma palabra cielo manifieste dos realidades tan distintas como el firmamento y el lugar, o mejor, el estado donde residen los bienaventurados. Es una suposición general, llena de poesía, que el Cielo se halla en lo alto. El habla cristaliza la locución “subir al Cielo” o “descender al Infierno”. Dios se muestra como “el Altísimo”.

En las novelas aquí consideradas son abundantes las situaciones que tocan el aspecto espiritual de la existencia, aunque solo sea por el costado ético. Se encuentran no pocas referencias a símbolos religiosos, sea para ensalzarlos, denigrarlos o simplemente describirlos como una especie de ruido de fondo del paisaje humano.

El género novelístico resulta atractivo porque trata de reflejar el drama de la vida y de la muerte a través de personajes de ficción, como un trasunto de los que autor ha conocido. Pero ese drama, casi siempre sobre un fondo de impulsos eróticos, difícilmente podrá evadir el aspecto religioso o ético. La esencia misma de lo espiritual es el suceso más común que supone la vida y la muerte de los humanos.

El placer de embaularse las historias noveladas está en que de ese modo se amplía la vida del lector, al enriquecerse con la experiencia de otras vidas. Es el mismo efecto que pueden producir las obras de teatro o las películas.

Con todo, hay que registrar un constante sesgo en las novelas, a la hora de considerarlas como un espejo de la sociedad. Lógicamente, el autor pretende suscitar emociones, pues se propone llegar al mayor número posible de lectores. Tal propósito significa por fuerza una distorsionada presentación de los personajes y las situaciones con el fin de lograr la máxima intensidad de sentimientos. Así que, más que un espejo, la novela es un juego de lentes que magnifica y deforma la realidad de modo atractivo. Con ello se consigue resaltar los aspectos extraordinarios, fantásticos, sórdidos o pintorescos. A pesar de tales desvíos, resulta indiscutible que la sociedad española del periodo estudiado aparece particularmente descoyuntada y desquiciada. Lo cual explica la tragedia de la guerra civil de 1936 y los sobresaltos posteriores. No parece España un país aburrido. Por lo menos se puede aceptar la premisa de que la historia de la nación española se asocia con el catolicismo, para mal y para bien.

Se podría pensar que los narradores aquí convocados pertenecen a una casta muy particular y endogámica, como es la de los artistas o los intelectuales. Por tanto, sus testimonios no deben de ser muy válidos para dar cuenta cabal de la sociedad que retratan. No es así. El origen social y geográfico de los novelistas es muy variado. Además, cada uno de ellos hace un esfuerzo para imaginar ambientes que no son los corrientes. De esa forma, a lo largo de las dos generaciones del tiempo considerado, las historias registradas en los relatos abarcan una gran variedad de situaciones, tipos humanos y ambientes. En definitiva, el conjunto de los novelistas constituye un cuerpo muy caracterizado de testigos para informar sobre la realidad social. Su mismo aislamiento como grupo social les confiere una cierta distancia para retratar con objetividad los sucesos que imaginan, que a veces serán recuerdos.

Debo confesar que mi interés por este trabajo se incubó en el consejo que nos diera a sus estudiantes un eminente profesor de Sociología, Enrique Gómez Arboleya: “Para entender la sociedad española hay que acudir a las novelas de finales del XIX y principios del XX”. A esa lectura me animó también mi maestro Juan J. Linz, cuya idea programática era que un sociólogo no debe especializarse demasiado; antes bien, debe estar dispuesto para interpretar tanto estadísticas como textos literarios. Mi lista de publicaciones da fe de tal propósito. Lo que me acucia es llegar a entender la sociedad española por cualquier lado que se la mire.

No es solo que los autores consultados constituyan una valiosa fuente de información sobre la sociedad española del momento. Representan algo más: se muestran como unos buenos conocedores de la naturaleza humana y, por lo general, son unos excelentes artífices del idioma castellano.

Acerca de los testimonios recogidos en las novelas caben algunas dudas sobre su validez. Está, primero, la que se deriva de lo que se ha llamado “el autor omnisciente”, una especie de Diablo Cojuelo que lo sabe todo sobre sus personajes. Tanto es así que también conoce lo que piensan o imaginan y no dicen. Pero la sospecha no puede equivaler a su culpabilidad, pues el autor se considera libre de fabricar la mente de sus criaturas con el propósito de interesar a los lectores. No es fácil despejar la incertidumbre sobre la posible mendacidad de los discursos o razonamientos de este o el otro carácter. Todos sabemos que en los juicios de la vida real los testigos suelen mentir con la mayor desfachatez. Pero es que, aun así, sus testimonios son muy válidos, como saben muy bien los jueces, fiscales y abogados. ¿O es que vamos a creer que los jurisperitos dicen siempre la verdad?

Las vacilaciones anteriores se complican cuando observamos que ciertos personajes de las novelas vienen a ser la personificación de sus respectivos autores. A veces se presenta el caso de que el narrador introduce directamente su opinión o sus sentimientos en medio del argumento de ficción. En esos ejemplos el enredo puede llegar a ser divertido. Recuérdese la famosa frase que abre el Quijote: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”. Cervantes no razonó con sinceridad al señalar por qué no quería acordarse de tan preciado dato y qué significaba conjugar el verbo en primera persona. Por cierto, en el resto de la obra se resiste a emplear ese recurso. En las novelas consultadas no es raro que el autor se identifique con algún personaje de la trama y que disimule el lugar y el tiempo de la acción. Son juegos literarios.

Más ardua es la dificultad que supone el hecho de que bastantes novelistas de los llamados a capítulo comparten una actitud escéptica respecto de la religión, la política y otras creencias. Su propósito básico es entretener a los lectores, soslayando los asuntos más trascendentales o serios. No obstante, por lo que respecta a este análisis, la cuestión religiosa, o por lo menos su vertiente ética, acaba por aparecer no pocas veces, pues se encuentra en el ambiente. Todo es cuestión de ampliar la muestra de lecturas. Materiales no van a faltar.

Se podría argüir también la escasa validez de los testimonios de las novelas, al ser enunciados por personajes de ficción. Pero detrás de ellos hay una clientela de lectores que seguramente los hacen suyos, proyectando sus simpatías y antipatías. Además, las novelas consideradas, realistas o naturalistas, se corresponden bastante bien con las preocupaciones sociales del momento. A su vez, los relatos influyen en el modo de ver las cosas que tienen los lectores de la época. La influencia no se agota con el momento de la publicación. La magia de la letra impresa es que puede entretener o apasionar a sucesivas cohortes de lectores.

No se espere que la muestra de los caracteres retratados en las novelas sea representativa, ni siquiera de forma aproximada. Se trata más bien de un muestrario variado y atractivo, como el que maneja el vendedor de un producto cualquiera. La tarea del novelista es la seleccionar personajes interesantes para el gusto de los lectores. Así pues, el elenco de caracteres de las novelas será heteróclito. Como el de los testigos que tiene que oír un juez a lo largo de su carrera o incluso dentro de un mismo proceso.

La fascinación que producen los caracteres de las novelas es que son creaciones de tipos puros, con los que encontramos algún parecido en la vida real. Lo cual produce una gran satisfacción anímica. Algo así ocurre con los personajes de las películas, pero, por mucho que hagan bien su papel, los actores y actrices los podemos ver con otras caracterizaciones en diversas películas. Pasa algo así también en el teatro, pero no en la novela, donde los personajes son únicos, irrepetibles. De ahí la sensación general de que, en las grandes películas que se derivan de novelas, “la novela es mejor que la película”. En definitiva, las novelas vienen a ser una guía de perplejos para interpretar el mundo, al menos el pequeño mundo de nuestra vida. Los personajes de las novelas encantan a los lectores porque, a través de ellos, pueden llegar a entender ciertas personas conocidas. Al final, las narraciones literarias nos ayudan a descubrir un poco el misterio nunca resuelto de la vida de cada uno: por qué nos caen bien unas personas y no otras.

El encanto que produce la lectura de las novelas está en que en ellas pasan muchas cosas inesperadas, dramáticas, sentimentales. El lector vive toda esa realidad emocionante como contraste con su vida cotidiana, seguramente plana, rutinaria, prosaica. La comparación implícita entre esas dos realidades produce placer, por lo menos interés. Los episodios novelescos permiten conocer la condición humana, algo tan atractivo como útil. El lector admira la capacidad omnisciente del novelista y le agradece por dentro el favor que le hace.

El lector puntilloso de este texto siempre puede razonar que los discursos de las novelas no son verdaderos, pues, por definición, pertenecen a historias inventadas. Ante tal razonamiento cabe redargüir que las fuentes documentales que utilizan los historiadores y otros científicos sociales también pueden contener falsedades y tergiversaciones. La falacia es consustancial con la expresión hablada en todas sus formas. Lo que ante todo se exige a los relatos literarios es que sean verosímiles. Es más, el propósito último de este trabajo hermenéutico que me he propuesto no es tanto reconstruir la realidad social como avanzar un poco más en la comprensión de la naturaleza humana.

Se presenta una cuestión teórica de difícil resolución. La época que he seleccionado será de plata por lo que se refiere a la calidad de la creación literaria. Pero ese juicio afecta a un reducidísimo elenco de personas: los escritores y demás letraheridos. La cuestión radical es: ¿cómo pudieron llegar a influir masivamente las novelas, si la mayor parte de los españoles de la época eran analfabetos? Habrá que imaginar una especie de ósmosis cultural o ideológica, de tal modo que las ideas que producen o recogen los novelistas van permeando poco a poco en la población. En la época considerada no era raro que una novela fuera leída en voz alta para una pequeña concurrencia. Francisco Cacharro me confirma esa intuición de la penetración de las ideas a través de unos pocos intermediarios que saben leer. Pone el ejemplo de El Capital de Carlos Marx, un libro verdaderamente influyente, pero que poquísimas personas lo han leído en su integridad.

Bastantes amigos me sugieren, conociéndome, que el elenco de novelistas llamados a declarar debería ampliarlo a los ensayistas y periodistas de la época. Debo resistirme a esa tentación por varias razones. La primera, para ser consecuente con el principio de la navaja de Occam, por el que el investigador debe restringir de modo suficiente su campo de observación para hacer avanzar el conocimiento. Aunque la razón fundamental queda ya apuntada: muchos novelistas son también publicistas o intelectuales, aunque solo sea como colaboradores habituales de periódicos y revistas. Comprendo que los historiadores suelen consultar más bien las publicaciones de los ensayistas, políticos o ideólogos, pero, precisamente por eso, mi trabajo viene a rellenar el vacío que suele dejar fuera a los novelistas como tales. Cavilo que la sugerencia de mis amigos es una forma de advertirme que lo mío no es la crítica literaria sino la sociología. Claro que no tienen por qué ser dedicaciones mutuamente excluyentes.

Por la misma razón de la máxima simplicidad del objeto investigado me limito aquí a leer novelas, dejando a un lado otros notabilísimos géneros literarios, como la poesía o el teatro. No digamos lo que hubiera supuesto el esfuerzo titánico de incluir los géneros musicales (la copla, la zarzuela) o incluso la pintura.

Alguien podría objetar que las novelas (como el teatro y luego el cine) se escriben para entretener, no para analizar la sociedad o propagar ciertas ideas. Por tanto, es lógico que apenas se interesen por la presencia de Dios en las conciencias. Es cierto, pero no lo es menos que muchos sesudos estudios de los historiadores o de otros científicos sociales tampoco se detienen mucho en analizar las cuestiones religiosas. Y sin embargo la realidad es tozuda. La sociedad española no solo es oficialmente católica (aunque solo sea por costumbre, por tradición), sino que la Iglesia católica es la institución más duradera e influyente. Otra cosa es que muchos españoles no se sientan católicos o de ninguna otra confesión religiosa. Pero la religión está ahí como parte inseparable de la cultura, de las esencias españolas de todas las épocas. Visto así, también interesa la posición de los indiferentes en estos asuntos, y más todavía la de los escépticos y los ateos. De todo hay en los caracteres retratados en las obras consultadas.

La unidad de análisis de este ensayo no son las novelas como tales, sino los personajes o caracteres que aparecen en ellas. Se añade la condición de que esas criaturas de ficción se muestren en algún momento tocadas por la presencia o el rechazo del sentimiento religioso. Bien es verdad que el interés de un carácter imaginado se explica porque su personalidad la ha construido el autor a partir de su experiencia. Puede, incluso, que sea un alter ego del escritor.

Ante el estímulo de las primeras versiones de este texto, varios amigos me suscitaron la grandiosa cuestión de la existencia de Dios. Lo más curioso es que me la planteaban personas que no se consideraban practicantes de ninguna religión. Entiendo que se trata de una duda irresoluble. Ya el mismo dato de sugerirla indica que el hecho religioso está ahí, como el mundo mismo. Mi impresión profana es que no cabe resolver el problema de la existencia de Dios, como no se puede demostrar la existencia del amor o de la envidia. Lo que un modesto sociólogo puede asegurar es que no se conoce ninguna sociedad mínimamente duradera en la que no haya existido alguna forma de religión. Hasta los sedicentes ateos introducen el nombre de Dios en esa etiqueta. Ya de paso, se me ocurre la incongruencia de que el nombre de Dios en nuestra lengua y en las otras romances se derive del griego Zeus y no del hebreo Yahvé o Elías, que sería más propio.

Salvador de Madariaga sostiene que “en España los ateos son, claro está, creyentes como los demás, si no más: creyentes en la religión atea” (Madariaga 75: 37). Quizá sea una exageración retórica de quien tanto abusa de las paradojas. Pero entre nosotros no extraña otra aparente contradicción: “ateo militante”. El cual no es tanto el que pasa de Dios (que sería el verdadero ateo) como el que defiende con toda seriedad y convencimiento que Dios no existe. Esa militancia en la fe atea proviene de siglos en los que los ateos no eran tanto los ignorantes como los cultos y despechados contra la autoridad de la Iglesia. De ahí que los verdaderos ateos en la España contemporánea se hayan manifestado más bien como anticlericales. De esa forma no prescinden de Dios de manera completa.

La misma constancia del hecho religioso me lleva a suscitar otra inquietante duda: ¿cómo se puede entender la capacidad salvífica de la religión cristiana si la mayor parte de la humanidad no la ha podido conocer? No digamos si algún día se descubriera que hay otros seres inteligentes en diversos planetas por ahí fuera. No es fácil concluir que a ellos se les va a aplicar automáticamente el plan de la Redención cristiana, diseñada expresamente para la Tierra. Aunque fuera posible tal generosidad, surge otra incertidumbre: ¿qué sentido tiene entonces seguir la disciplina del cristianismo si la salvación se aplica a todos los humanos, sean o no de esta Tierra? Claro, que al final asoma el consuelo de que sobre estos asuntos no cabe una consideración estrictamente racional.

No se espere en este texto una estricta secuencia cronológica de un autor tras otro, pues no se trata de un trabajo de crítica literaria o de historia de la literatura. La variable dependiente, si se puede decir así, viene a ser el cuerpo de los testimonios que manifiestan alguna idea de Dios o de las cuestiones sagradas; no importa en qué dirección. Pueden emitirlos los novelistas mismos o, con más frecuencia, algunos de los caracteres por ellos creados. Los testimonios no se organizan de un modo cronológico estricto, sino más bien por temas. Aun así, debe tenerse muy en cuenta la fecha en que se publican (que va entre paréntesis). Conviene tener en cuenta el dato de si la obra se aloja en la generación del siglo XIX o en la del XX, pues son dos momentos históricos algo distintos.

Roberto Barbeito me plantea que la intrigante cuestión que deben dilucidar los sociólogos es por qué unas personas se consideran creyentes o practicantes y otras no. El misterio me parece insondable, pues interviene un factor tan gratuito o azaroso como es la gracia. Pero de tejas abajo cabe una cierta aproximación. Las creencias o prácticas de un adulto (sean políticas, religiosas o de otra índole) aparecen condicionadas por las que mantienen otras personas del círculo inmediato de sus afectos. El inconveniente de un razonamiento de ese estilo es que resulta circular. Es decir, no aclara la verdadera causa, el eslabón primero de la cadena. Pero en las ciencias sociales no nos compete averiguar causas, pues no podemos mantener constantes muchas variables al mismo tiempo, ni tampoco son siempre susceptibles de medidas adecuadas. Nos contentamos con descubrir covariaciones, y aun así con muchas reticencias. Es lógico, pues las personas son libres y, además, bastante irracionales y complejas. Lo que ocurre es que los sociólogos son capaces de analizar cómo emplean su libertad determinados sujetos según los ambientes en que se mueven. Ahí es donde entra la causación circular que digo. Parece coherente y tranquilizante suponer que una persona piense o actúe en asuntos fundamentales de la forma que corresponda a las otras cercanas que aprecia. Es una forma de sobrevivir con cierta tranquilidad.

Josep Enric Sabaté me señala que no siempre se cumple la constancia de que la actitud de un individuo hacia la religión se corresponde con la de las personas cercanas. Es más, muchas veces se produce el síndrome de la oveja negra o del rebotado, al oponerse el sujeto a la religiosidad de los padres. Es cierto, pero en esos casos habrá que concluir que los hijos no se entienden bien con los padres o que tratan de situarse en un círculo de afectos que ya no es el de la familia de origen.

Otra cosa es la frecuencia con que se manifiesta el sentimiento religioso en una sociedad dada. Intervienen la tradición, las costumbres y la influencia de ideólogos y predicadores, que son legión. De ahí la pertinencia de hacer una cala en los documentos de la época que corresponda analizar; en este caso las novelas por las razones susodichas. Me parece un menester tan prometedor como agradable y a la par desmesurado. Lo más probable es que acabe siendo una obra inconclusa, póstuma. No importa, alguien la completará; de momento, el lector. Por eso me permito decir con ironía que esto, que empezó siendo una ponencia para un congreso, se fue convirtiendo en una especie de palimpsesto.

Mi dilatado menester sociológico me ha obligado a permanecer atento a las opiniones de mis contemporáneos. Aquí, por vez postrera, me meto a historiador in partibus para entresacar los relatos escritos antes de que yo naciera, que fue en 1937. Así que diré con Quevedo,

retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Los novelistas como publicistas o intelectuales

Una característica de las novelas de carácter realista o de tipos humanos que aquí voy a utilizar es que el autor suele trasuntar algún personaje de la trama. Podría interpretarse como un capricho de vanidad, pero el juego resulta muy conveniente para conferir significación a los testimonios descritos. Tal truco estilístico es una buena demostración de que el autor se muestra como ideólogo, al menos como defensor de ciertas ideas, opiniones, sentimientos.

La novela es un género literario moderno de difusos contornos que trata de reflejar la experiencia vital del autor a través de un relato atractivo con personajes de ficción. El recurso imaginativo se debe a que de esa forma se consigue más libertad para criticar la realidad narrada y, de paso, librarse, en lo posible, de la censura. Por eso mismo las novelas de una época se convierten en valiosos testimonios para determinar el tipo de vida que en ella se desenvuelve. Esa función se completa con el hecho de que las historias de las novelas son leídas con fruición por un público interesado, lo que refuerza su influencia. Así pues, a través de la lectura de muchas narraciones se puede reconstruir bastante bien las mentalidades que caracterizan a los habitantes de una época.

La novela llega a su plenitud en la época considerada como la edad de plata de la literatura en castellano, la última generación del siglo XIX y la primera del XX. A ello contribuye el apogeo de los periódicos. En dicha época se publicaban en España miles de cabeceras, bien que muchas efímeras. El elemento común de los novelistas de entonces es que casi todos aparecían como colaboradores de la prensa. La explicación de ese pluriempleo reside en una primera razón económica: ni los periódicos ni los libros por separado daban para vivir. Se añadía una razón de poder: los novelistas deseaban aparecer como hombres públicos. Aunque pueda parecer extraño, en una época tan resistente al reconocimiento de algunas libertades, destacaba una generosa libertad de prensa. Tampoco es casual la correspondencia entre la novela realista, costumbrista o naturalista del periodo considerado y el descubrimiento y auge de la fotografía. Diríase que los autores aquí convocados consiguen retratar a sus personajes, en lo físico y en lo psíquico. Por cierto, en la época estaba muy en boga la doctrina fisiognómica, por la que el semblante y el tipo físico de un individuo determinaba su mentalidad y su modo de proceder. En seguida el cine se apropió de esa idea. La idea tradicional de “la cara es el espejo del alma” satisface a mucha gente.

Hay más constantes en las tramas novelísticas. Los enamoramientos y las rupturas sentimentales suelen constituir el argumento central de las narraciones, si bien se revelan otras muchas pasiones; por ejemplo, la del dinero. El argumento suele presentarse con tintes dramáticos, de tal forma que quede claro quiénes son los buenos y los malos. Una convención elemental es que, cuando la narración se detiene en una enfermedad o un accidente del sujeto, lo más probable es que ocasione su muerte.

Por muy realistas que pretendan ser la mayor parte de los autores considerados, en muchos de ellos sobresale un impulso ideológico. Si describen minuciosamente los caracteres y mentalidades de sus personajes, la ocasión se presenta para criticar la sociedad donde se mueven. En definitiva, aunque no lo pretenda, el novelista viene a ser un prescriptor de las conductas, las aconsejables y las vituperables. No es raro que muchos autores se vieran envueltos en agrias polémicas políticas o religiosas con sus compañeros de pluma.

Los ideólogos son personalidades influyentes que tratan de prescribir lo que debe hacerse o rechazarse en una sociedad dada. De ahí que no pocos novelistas compartan la tarea de la escritura con su militancia en partidos o asociaciones de carácter político o religioso, entre otras. El perfil ideológico dominante en la pléyade de los novelistas leídos es el de personalidades públicas interesadas por la política, pero con escasa participación en ella. Eso es así incluso en el casos de algunos que fueron diputados (Galdós, Pereda, Picón, Ortega Munilla, entre otros). El interés por la política se refleja más bien en la continua colaboración de los autores reseñados en periódicos y revistas, además de su participación en conferencias, debates, homenajes y tertulias.

Los historiadores han estudiado con dedicación las ideologías como tales que cristalizan en una época. También es de gran interés detenerse en los ideólogos, las personas que encarnan esas formas de pensar y las manifestaciones que adopta la defensa de sus ideas. Pues bien, en este texto los novelistas aparecen también como ideólogos, incluso aunque no lo pretendan.

En la última parte del sigo XIX la novela y el teatro, aparte de su objetivo primordial como evasión, se empiezan a ver como formas de adoctrinamiento. Su ventaja inmensa era que llegaban a públicos muy nutridos y deseosos de que alguien con autoridad les aclarara lo que está bien y los que está mal. Se evidencia así un conflicto potencial entre algunos narradores y otras fuentes de autoridad, de modo singular la Iglesia católica. Ciertas asociaciones de tipo expresamente ideológico, como la Institución Libre de Enseñanza, se enfrentan a la autoridad eclesiástica. Un novelista tan aclamado como Clarín (Leopoldo Alas) personifica muy bien ese conflicto, que en la ciudad de Oviedo fue manifiesto durante los últimos lustros del siglo XIX. Por entonces se difunde la idea de que “la literatura era la forma más elevada del humanismo liberal, es decir, que los textos literarios debían exponer un sistema de pensar y tenían que proponer un modelo de comportamiento” (Romero Tobar 98: XLII). Ese esquema pedagógico se podría ampliar a otras formas artísticas. Pensemos, por ejemplo, en la significación social del cuadro ¡Y aún dicen que el pescado es caro! de Joaquín Sorolla al comienzo de su carrera. El pintor mantuvo una gran amistad con el novelista Vicente Blasco Ibáñez. El cual, en una de sus novelas, Flor de mayo (1895), traduce literariamente el cuadro de Sorolla. La frase última de la novela resulta estremecedora. En medio de una terrible tempestad, el patrón de Flor de mayo, viendo morir a sus hombres, exclama: “¡Que viniesen allí todas las zorras que regateaban en la pescadería! ¿Aún les parece caro el pescado? ¡A duro debía costar la libra!”. No es casual que Blasco y Sorolla fueran paisanos, coetáneos, amigos y correligionarios. Ambos triunfaron sobre todo en el mercado internacional, quizá porque en España tropezaron con los poderes establecidos.

Es un lugar común asegurar que en la literatura española no ha brillado mucho el género autobiográfico. Bien pudiera ser. Pero, al repasar las novelas de la edad de plata, se comprueba que los argumentos se hallan repletos de experiencias vividas por los respectivos autores. Es una manifestación del realismo que caracteriza esa ingente producción de ficciones. La inclusión de las experiencias vitales de los autores en las historias que cuentan no significa una concesión a la vanidad. Se explica más bien por la intención de plasmar el aspecto psicológico de sus personajes, que es una tarea de creación artística. Todo ello sucede antes de que se recibieran las obras de Freud. La influencia más directa es la de la narrativa rusa a través de las traducciones francesas y el naturalismo de la escuela francesa de Zola.

Francisco Ayala (sociólogo y novelista) sostiene que los novelistas después del Renacimiento y la Reforma cumplen el papel que había correspondido a los clérigos durante la Edad Media. A saber, “la tarea de ofrecer una visión del mundo, de suministrar una interpretación de la realidad, de proponer las normas de juicio y de conducta que orientan a las gentes en la vida cotidiana” (Ayala 82: 488). Ayala aplica ese cometido de modo expreso a Galdós, pero se podría generalizar a los autores de las dos generaciones que aquí se analizan.

Pocos novelistas a los que me refiero logran vivir solo de la literatura, y menos aún de la novela. Casi todos simultanean su actividad como escritores con otras dedicaciones profesionales (funcionarios, periodistas, etc.). Solo Galdós, Blasco Ibáñez y Baroja lograron un buen pasar con su actividad novelística. Los dos últimos lo consiguieron gracias a la relación personal o familiar con sendas casas editoriales, Prometeo y Caro Raggio. El pluriempleo de los autores les proporciona un cúmulo muy variado de experiencias.

Los críticos literarios suelen hablar de generaciones en el sentido de grupos de escritores afines por cuestión de estilo o de ideología. Pero lo cierto es que tales asociaciones son bastante raras. Pocos gremios habrá más individualistas que el de los autores de novelas. Se destacan algunas parejas de amigos (Azorín y Baroja, Clarín y Palacio Valdés, Galdós y Pereda), además de algunas tertulias. Sin embargo, la tarea de escribir novelas se suele llevar a cabo de forma bastante aislada.

Algunas veces se establecen incluso verdaderos ajustes de cuentas entre los novelistas. No hay que recurrir a la vieja historia de un Manuel Bueno que arrea un bastonazo a Valle Inclán y lo deja manco. Son más interesantes las trifulcas contenidas en las novelas. Una ilustración. El folletín La araña negra, de Vicente Blasco Ibáñez, se escribe hacia 1890. Es un grosero libelo contra los jesuitas y las clases aristocráticas. Al final de la obra se introduce un pegote con la aparición efímera de un personaje, el jesuita Padre Palomo, andaluz y de vocación tardía. Es claro que se trata de una caricatura del novelista y jesuita Luis Coloma. El cual escribe también por las mismas fechas publica una novela, Pequeñeces, que es una crítica un tanto edulcorada de las clases linajudas. La aparición del Padre Palomo en La Araña negra (II, 573 y ss.) es para destacar la reprimenda que recibe del superior de la Compañía de Jesús en España. No oculta la envidia que le produce el enorme éxito literario del Padre Palomo. El superior le ordena que escriba una novela poniendo a la aristocracia "en ridículo, descubriendo todos sus vicios y miserias”. La idea era lograr “la adhesión de la clase media que odia a la gente privilegiada” (II, p. 517).

Luis Coloma, en el prólogo de Pequeñeces, define su doble papel de “naturalista” y “misionero”. Lo hace como defensa frente a los posibles lectores católicos (por ejemplo, los suscriptores de El mensajero del Corazón de Jesús) que se pudieran escandalizar con su crítica de las clases pudientes (90:10). El hecho es que entonces se daba una estrecha asociación entre catolicismo externo y clase aristocrática.

La mayor parte de los novelistas aquí convocados se reputan progresistas, de izquierdas o, todo lo más, liberales (en el sentido que tenía entonces esa etiqueta, próxima al anticlericalismo). Sin embargo, en la práctica son muy morigerados los casos de crítica declarada a los conservadores. Por ejemplo, a la dictadura de Miguel Primo de Rivera, del elenco de escritores del momento, solo se opusieron Unamuno y Valle-Inclán. Pero era más bien porque la personalidad de ambos consistía en situarse a la contra de todo lo establecido. Se trataba de una cuestión de temperamento. Por otra parte, la dictadura de Primo de Rivera fue muy poco cruenta, si bien estableció la censura.

De los autores considerados, se puede reputar a Pérez Galdós como el maestro implícito de casi todos ellos. Lo cual le generó no pocas envidias. La prueba es que algunos de sus compañeros de pluma mejor situados formaron una especie de comité para conseguir que la Fundación Nobel no le concediera el premio de literatura. Fue muy triste que, en la muerte de Galdós (1920), fueran muy pocos escritores que se identificaran con él. Incluso el obituario de Unamuno destila la envidia que él tanto criticó: “Si de la obra novelesca [de Galdós] se puede extraer alguna psicología elemental y poquísimo complicada, será difícil extraer sociología de ella. No refleja una sociedad, sino una muchedumbre” (Beltrán de Heredia 63: 103). El juicio me parece sobremanera injusto.

La pretensión ideológica de algunas novelas se disfraza con el atractivo del costumbrismo, esto es, el realce de los usos tradicionales, también religiosos. Es el caso eminente de José María de Pereda con la exaltación de las virtudes de la vida rural en la Montaña (hoy Cantabria). Su tesis es muy clara: la religiosidad heredada de las aldeas debe contraponerse a la degradación que supone el ambiente urbano, especialmente el madrileño. Él mismo experimentó el contraste entre los dos ambientes, por ejemplo, en su novela Pedro Sánchez, en la que se traslucen muchas experiencias autobiográficas.

Miguel de Unamuno es el prototipo de ideólogo-predicador, pero de una doctrina que solo es la suya. Sus contemporáneos recuerdan que don Miguel era un entusiasta defensor de sus ideas, a menudo exóticas y hasta atrabiliarias, casi siempre en contra de lo establecido. Sus amigos reconocen que en las tertulias y paseos el vasco de Salamanca hablaba por los codos y no dejaba meter baza a los interlocutores. De los varios papeles que corresponden a los ideólogos, Unamuno representa muy bien los de predicador y provocador. Fue catedrático de Griego porque era la oposición que tocaba, como lo hubiera sido de cualquier otra materia, incluyendo la papiroflexia, su manía. La verdad es que no se le conoce ningún interés por la cultura griega, fuera de su gusto por las etimologías. Amigo de la paradoja y de la ironía, Unamuno se permite el juego de esta autocrítica: “No acertamos a explicarnos el que, escribiendo con tanta frecuencia y siendo profesor de literatura griega, ponga tanto cuidado en no escribir nada de semejante literatura” (Unamuno 02: 11). Por lo mismo, se puede decir que Clarín, catedrático de Derecho Romano, no aportó nada a esa disciplina. En ambos casos, la cátedra era el “destino”, como entonces se decía, algo que permitía ocuparse con desahogo de otros menesteres literarios.

Aunque Unamuno fuera encasillado como el alférez de la generación del 98, nunca se sintió muy afecto a sus sedicentes compañeros. No se adscribió a ningún grupo, escuela o partido, salvo la simpatía por los socialistas en sus años mozos. Su influencia fue enorme, pero siempre a título personal. Como es de esperar, sus novelas se salen de las reglas del género.

Pío Baroja es el novelista más puro de todos los aquí convocados, aunque escriba a la pata la llana. Por lo menos es así en el sentido de que no sobresalen en el donostiarra otros aspectos vitales que el de inventar relatos. No cultivó otros géneros literarios, como el teatro o la poesía, a diferencia de lo que entonces se estilaba en la hueste literaria. Fue notable su resistencia a adscribirse a ningún grupo político o ideología. Se llevó mal con sus compañeros de oficio, excepto con su entrañable Azorín y en menor medida con Ortega y Gasset.

Debo añadir una circunstancia personalísima. Del elenco de escritores aquí consignados, Pío Baroja es el único con el que tuve un contacto efímero pero estimulante. Un grupo de estudiantes de bachillerato en San Sebastián organizamos una visita a don Pío en su caserío de Vera de Bidasoa. Pasamos toda la tarde en animada plática con el novelista y husmeando en su nutrida biblioteca. Me dedicó un libro, Aviraneta o Memorias de un conspirador. Añadiré el detalle de que la dedicatoria la hizo con una pluma Parker con capuchón de oro, pero mojándola en el tintero, pues no sabía cómo cargarla. La impresión que me produjo la visita fue tal que allí secretamente decidí que algún día yo también sería escritor y que tendría una casa abarrotada de libros. Después de muchos años atareado con investigaciones sociológicas, di con la tarea de escribir novelas.

Las referencias a Dios en el habla coloquial

La época estudiada a través de las novelas describe un momento crítico en el que la sociedad española deja de ser católica tradicional y empieza a transitar por el proceso de secularización. La presencia de los escépticos o ateos se da sobre todo en la minoría intelectual y resulta muy influyente. En la masa popular, abrumadoramente campesina, continúa una religión heredada, muy pegada a los ritos, rutinas e incluso supersticiones derivadas de la herencia católica. En el amplio mundo de los pueblos y aldeas la asistencia a la misa dominical era una costumbre inveterada, si bien muchos varones no comulgaban. La práctica religiosa era más intensa en la mitad norte de la España peninsular, la zona de donde surgía la mayor parte de las vocaciones religiosas.

Una forma de registrar la religiosidad popular es a través de la persistencia en el habla coloquial de las alusiones a Dios y los santos de una forma que se podría considerar automática. Me refiero aquí a los múltiples modos en los que se introduce en la conversación la palabra Dios. No voy a suponer que sea una consciente y piadosa forma de manifestar la religiosidad. Más bien se trata de una inercia cultural, la que hace invocar rutinariamente a Dios en locuciones hechas. No incluyo los casos en los que se deja caer una palabra sagrada de forma blasfematoria o como juramento, pues las novelas eluden tales extremos. En algunos relatos los personajes más arrastrados, o “del bronce”, como se decía hace más de un siglo, acuden a la exclamación "¡Dios!". No parece un término piadoso, sino un ñoñismo del personaje o del autor para no tener que imprimir una blasfemia.

Agrupo las locuciones con la referencia espontánea a Dios por bloques temáticos sin ningún orden. Se trata de ejemplificar. Tampoco hace falta consignar en qué relatos aparecen, pues se trata de modos de hablar que son generales en ciertos ambientes. Baste decir que son expresiones que utilizan más las mujeres que los varones. Entre paréntesis figura una aproximada equivalencia de lo que significa la expresión recogida. Selecciono solo las referencias a Dios o a Cristo. No me detengo en las que aluden a la Virgen María o a los santos, por no hacer interminable esta pequeña excursión léxica. En algunos casos recojo algunos refranes, dichos y frases más elaboradas, pero también aquí sigo el criterio de no extenderme demasiado. Cabe citar a la protagonista de La esclava del Señor, de Ramón María Tenreiro, que se llama Esclava, como fuera ya el nombre su madre. Jugando con las palabras bíblicas, y con todo el respeto, Esclavita se siente satisfecha con haber sido una especie de esclava para su padre, y luego su marido y su hijo (Tenreiro 27: 138). Hasta ese punto influye en la vida cotidiana la referencia al santoral.

Ni qué decir tiene que las expresiones religiosas aquí recogidas son hoy mucho menos frecuentes que hace un siglo. Incluso la despedida coloquial de “adiós” (apócope de “vaya usted con Dios”) se ve hoy desplazada por “hasta luego”, el italianismo “chao” o el anglicismo “nos vemos”. Isabel González me señala que, en ciertos medios profesionales, se empieza a manejar la frase “equis miles o cientos de años antes de nuestro tiempo” para evitar la tradicional locución de “antes de Cristo”. Hasta ese punto se produce ahora la eliminación de la palabra Dios o equivalentes en nuestra vida actual. Por eso mismo me interesa subrayar el contraste con el habla coloquial de los españoles retratados en las novelas de la “edad de plata” literaria.

Agradecimiento:

– "Dios se lo pague" (fórmula tradicional de cortesía para agradecer una limosna, aunque se aplica también a otras formas de relación).
– "Por Dios" (equivalente a “por favor” o “por caridad”).
– "Por el amor de Dios" (locución cortés para solicitar algo valioso).
– "Lo que Dios nos da, no lo presta Salamanca" (aprecio por los dones naturales).
– "Gracias a Dios" o "A Dios gracias" (reconocimiento de un suceso favorable).
– "¡Loado sea Dios!" (gracias a Dios).
– "Dios nos tenga en su mano" (nos ampare, nos ayude).
– "¡Bendito sea Dios!" (satisfacción, agradecimiento, exaltación).
– "¡Válgame Dios!" (simpatía, sorpresa).
– "Ha venido Dios a vernos" (de forma inesperada las cosas salen bien).

Autoridad:

– "Bien sabe Dios que…" (certifica la verdad del enunciado que sigue).
– "Como hay Dios" (forma enfática de asegurar la verdad o autenticidad de un hecho).
– "Como Dios manda" (argumento de autoridad).
– "Como Cristo nos enseña" (calificación positiva de una norma, un curso de acción).
– "Pongo a Dios por testigo" (cláusula enfática para defender el enunciado que sigue).
– "Solo Dios lo sabe" o "Bien sabe Dios" (se añade a un enunciado dudoso o desconocido).
– "Para la ira de Dios no hay castillo fuerte" (de evidente significación).
– "Como Dios lo dé a entender" (de cualquier manera, deja la cuestión en manos de
Dios).
– "Dios te conserve la vista" (expresión irónica de reproche).
– "Con Dios y ayuda" (con mucho esfuerzo).
– "Que de Dios goce" o "Que Dios lo tenga en su gloria" (que en paz descanse; se dice a un fallecido).
– "En un decir Jesús" (en un lapso muy corto, en un santiamén).
– "Como estas son cruces y hay Dios en los cielos" (con el gesto de hacer una cruz con los dedos; afirmación solemne).
– "Dios me perdone" (facilita un enunciado dubitativo o arriesgado).
– "Dios me libre" (refuerza el rechazo de una atribución).
– "Justo castigo de Dios" (justificación de alguna desgracia o adversidad).
– "Lo que Dios no quiera" (se añade a un enunciado indeseable).
– "Ni Cristo que lo fundó" (remacha un enunciado negativo o indeseable).

Cortesía:

– "Por Dios" o "Por el amor de Dios" (equivale a “por favor”).
– "Buenos días nos dé Dios" (ampliación del saludo “buenos días”).
– "¡Pero, hombre/mujer de Dios!" (expresión para ganar la benevolencia del interlocutor).
– "¡Ángel de Dios!" (expresión simpática de asombro).
– "¡Válgame Dios!" (expresión cortés ante un suceso imprevisto o preocupante).
– "¡Por el amor de Dios!" (acompaña a una petición).
– "A la paz de Dios" (saludo ante un grupo de personas de confianza).
– "¡Ave María Purísima!" o "¡Ave María!" (asombro ante algo inesperado y gozoso).
– "¡Vaya con Dios!" (fórmula de despedida).
– "Quede usted con Dios" (fórmula cortés de despedida).
– "Si Dios nos da salud" (ayuda para una acción futura).
– "Dios me perdone" (corrobora una afirmación arriesgada).
– "Anda con Dios" (despedida cariñosa).
– "Dios sea en esta casa" (saludo educado al entrar en una vivienda).
– "Como Dios manda" (de forma correcta).
– "Quédese usted con Dios" (fórmula de despedida cortés).

Énfasis:

– "Todo Dios" (todo el mundo, mucha gente).
– "Ni Dios" (nadie, ninguno).
– "¡Maldita de Dios!" (la cosa) (una especie de juramento o maldición de algo
desagradable).
– "¡Como hay Dios!" (refuerza la expresión de algo verdadero o real).
– "Ni Cristo que lo fundó" (énfasis en una negación o rechazo).
– "En un decir Jesús" (subraya el carácter momentáneo o fugaz de un suceso).
– "No tiene perdón de Dios" (califica una conducta como reprochable).
– "¡Por Jesucristo vivo!" (énfasis extraordinario).
– "¡Dios nos libre!" o "¡Dios nos coja confesados!" (subraya una resistencia o una negación).
– "¡Gracias a Dios!" (subraya un suceso positivo. El interlocutor puede devolver la cortesía:
"A Dios sean dadas").
– "¡Jesús, María y José!" (asombro positivo).
– "¡Vive Dios!" (refuerza el enunciado que sigue).
– "Todo el santo día de Dios" (énfasis para algo continuo).
– "¡Dios de Israel!" (manifiesta un fuerte asombro).
– "Que Dios tirita" (hipérbole para señalar la gravedad de un hecho; también se dice "Que
tiembla el misterio").
– "Cuesta Dios y ayuda" (cuesta mucho, algo muy difícil).
– "¡Jesús mil veces!" (asombro o sorpresa).
– "Sin encomendarse a Dios ni al Diablo" (decisión repentina, por impulso).
– "¡Por los clavos de Cristo!" (refuerza un ruego).
– "¡Gran Dios!" (asombro).
– "¡Señor Dios de los ejércitos!" (invocación angustiosa).
– "A quien Dios confunda" (se añade a la mención de una persona indeseable).
– "¡Vive Dios!" (expresión de ánimo, de contento, de refuerzo).

Futuro:

– "Dios mediante" o "Si Dios quiere" (acompaña a un futuro probable o deseable).
– "Está de Dios" (alude a un futuro cierto).
– "Que Dios te oiga" (deseo para que se cumpla lo dicho por el interlocutor).
– "Dios dirá" (introduce la indeterminación en un futuro desconocido y deseado).
– "Si Dios quiere" o "Dios lo quiera" (se aplica a un futuro deseable).
– "Gracias a Dios" (reconocimiento de un suceso positivo).
– "Si Dios no lo remedia" (aceptación de algún imponderable).
– "Así Dios me mate si…" (especie de juramento para confiar en algo inesperado).
– "De menos nos hizo Dios" (algo merecido nos puede suceder; todo es posible).
–Dios proveerá (providencialismo).
– "Sabe Dios…" (fórmula de indeterminación sobre un suceso futuro).
– "Que Dios nos valga" (por suerte, por fortuna ante un futuro indeterminado).
– "Quiera Dios" (ojalá).
– "Sabe Dios" (quién sabe, no se puede determinar el futuro).

Ironía:

– "Armarse la de Dios es Cristo" (alude a una notable confusión).
– "Ser un Cristo con faldas" (una mujer muy piadosa).
– "Por esas calles/esos mundos de Dios" (indica la confusión o peligro de un lugar).
– "¡Hombre de Dios!" (exclamación irónica para tratar de comprender al interlocutor).
– Estar "dejado de la mano de Dios" (se refiere a una persona desastrada o con mala
suerte).
– "Ni Dios/Cristo que lo fundó" (rechaza algo negativo).
– "Dios los cría y ellos se juntan" (alude a la semejanza entre dos o más personas).
– "Donde Cristo dio las tres voces" (alusión a la escena en que Jesús es tentado por el Diablo y, por tanto, a un lugar recóndito).
– "¡Anda con Dios!" (manifiesta rechazo, deseo de vía libre).
– "Alabado sea Dios" (negación enfática de un enunciado anterior).
– "A la buena de Dios" (se refiere a alguna acción descuidada).
– "Por esos mundos de Dios" (lugares extraños o alejados, andurriales).
– "¡Ojo al Cristo!" (se puede añadir "¡que es de plata!"; indica que hay que andar con un cuidado extremo).
– Estar "señalado con la mano de Dios" (tener mala sombra, un destino aciago).
– "A la buena de Dios" (sin malicia, de modo espontáneo).
– Ponerle a Dios "cara de palo" (ser pesimista).

Ponderación:

– "Lo mejor que Dios ha echado al mundo" (una forma de encomiar a la persona de referencia).
– "Como Dios manda" (algo que está bien hecho).
– "Alabado sea Dios" (satisfacción por un suceso inesperado).
– "Alma de Dios" (reconocimiento afectuoso del interlocutor).
– "Dios te oiga" (refuerza el deseo que transmite el interlocutor).
– "Como una bendición de Dios" (término de comparación para enaltecer algo).
– "A manta de Dios" (en abundancia).
– "A cuanto Dios creó" (a cualquier cosa).
– "Un bendito de Dios" (aplicado a un individuo inocente, bondadoso, que provoca ternura o lástima).

Resignación:

– "Dios da habas al que no tiene muelas" (alusión a lo mal hecho o mal repartido que está el mundo).
– "¡Vaya por Dios!" (exclamación de lamento o resignación).
– "Mañana es de Dios" (aceptación de un futuro indeterminado).
– Ponerse "en manos de Dios" (dejar que el futuro venga por sí solo).
– "Dios aprieta, pero no ahoga" (los males son relativos).
– "Todo sea por Dios" (aceptación resignada de un suceso imprevisto).
– "Dios nos coja confesados" (temor a un suceso maléfico).
– "Si Dios no lo remedia" (aceptación de algo inevitable).
– "¡Ay, Dios!" o "¡Ay, Señor!" (exclamación introductoria para congraciarse con el interlocutor).
– "Se lo ha llevado Dios" (aceptación de la muerte de alguien).
– "Dios me perdone" (cláusula que suaviza un enunciado arriesgado, comprometido).
– "Sea lo que Dios quiera" (aceptación de lo inevitable).
– "¡Jesús me valga!" (ante un suceso terrible).
– "¡Dios nos libre!" (conformidad ante un mal posible).
– "Dejado de la mano de Dios" (algo desasistido, desangelado).
– "No tener perdón de Dios" (una acción impensable, por injusta).
– "¡Todo sea por Dios!" (resignación, conformidad).

Las expresiones transcritas llevan a la conclusión de que, para los hispanohablantes, Dios es una entidad más familiar de lo que se podría pensar. Las pueden emitir perfectamente los escépticos o ateos. No termina aquí la ambivalencia. En castellano la acción de jurar quiere decir cosas bien distintas, hasta discordantes: 1) Enunciar algo con cierta solemnidad, poniendo por testigo a Dios; 2) enunciar algo con énfasis en el habla coloquial; 3) proferir blasfemias o palabrotas. Encima, la acción de jurársela a alguien es tanto como asegurar que el sujeto se va a vengar de ella; es una suerte de amenaza.