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Xavier Reyes Matheus

Modales del buen liberal

¡Y que esta preocupación por el decoro haya salido del mismo país que hoy gobierna en chándal Nicolás Maduro!

¡Y que esta preocupación por el decoro haya salido del mismo país que hoy gobierna en chándal Nicolás Maduro!
Icono de civismo | LD

En el siglo XIX, la organización de los Estados nacionales bajo un cuerpo de leyes e instituciones de inspiración liberal consagró un valor supremo: el civismo. Entre los diccionarios de nuestra lengua, es el de Núñez de Taboada de 1825 el primero que recoge la voz, con el significado de "celo patriótico de un ciudadano". El de Vicente Salvá, de 1846, precisa que este celo tiene por objeto "la independencia y libertad de la patria". Con el pasar del tiempo, no obstante, y ya lejanas las guerras de emancipación que se habían producido al romper los años mil ochocientos, la palabra va perdiendo connotaciones épicas y aludiendo al orden propio de una sociedad pacificada. En el famoso y muy reeditado Diccionario Nacional de Ramón Joaquín Domínguez (publicado por primera vez en 1846-1847) se la define como "nacionalidad, liberalismo, patriotismo, reunión de todas las cualidades que caracterizan al excelente patriota, al asociado generoso y digno, al buen ciudadano". Por cierto que Domínguez, una especie de lexicógrafo antisistema que calificaba a los académicos como "hablistas de oficio", aprovechaba la entrada para atacar a la RAE y decir que la corporación "carece de civismo". Otra cosa curiosa es que Domínguez menciona también, como sinónimos del término que nos ocupa, los siguientes: "ilustración, cultura, socialismo, urbanidad, política, finura". Y uno se pregunta: ¿qué quiere decir con socialismo? ¿Lo que se ajusta a la sociedad, simplemente, o hace alusión al único significado que él mismo propone en la entrada correspondiente a esa voz ("sistema de asociación universal en que todo ciudadano participa con igualdad del trabajo y utilidad naturales")? Lo cierto es que Domínguez murió a los 37 abrazando la causa revolucionaria de la Primavera de los Pueblos de 1848, pues cayó entre los primeros que promovieron en Madrid la rebelión contra el régimen de Narváez en mayo de ese año.

El civismo, en fin, fue asumido por el liberalismo burgués como virtud cardinal de la sociedad moderna, que había proclamado los derechos fundamentales de los ciudadanos y dado forma a la arquitectura institucional de la nación, y que aspiraba ahora a consolidar la estabilidad política y social para asumir, con perspectiva optimista, el desafío del progreso, de la industrialización, del desarrollo urbanístico y de la expansión económica y financiera. En aquella sociedad donde el orgullo nacional debía superar al de clase para conjurar el fantasma de la revolución, el ideal era una clase media patriótica, garante de la paz, del orden y de la productividad. Para esta fuerza, nueva protagonista de los destinos de Europa y de América, era necesario elaborar un código de comportamiento y de valores que, naturalmente, no podían ser ya los usos caducos de la nobleza del Antiguo Régimen, pero que en cierto modo reelaboraban su admiración por el orden y por la jerarquía. Estos no arraigaban ya en el derecho divino ni en un designio inmutable o sagrado, pero era necesario inculcarlos porque resultaban condición imprescindible para la armonía de las relaciones entre los ciudadanos, para afianzar el valor de la ley y para exorcizar la amenaza del caos y de la anarquía que desde 1789 se habían esparcido por el mundo.

Se popularizaron así, pues, los manuales de urbanidad, que tanta influencia tuvieron en la cultura de los hombres y mujeres de nuestras naciones hispánicas (y especialmente de Hispanoamérica). Convertidos en nuevos catecismos de la conducta cívica, sus mandamientos estaban dirigidos sobre todo a la formación de niños y jóvenes, de modo de quedar indeleblemente impresos en sus conciencias. En buena medida, las enseñanzas de la moral y la caridad cristianas servían de base a estos manuales a pesar de su signo claramente civil, y no había en ellos ningún intento de abjurar de la religión. Pero, al mismo tiempo, los breviarios de buenos modales venían a ser una herencia del pensamiento ilustrado, singularmente representado en ese terreno por el famoso tratado de Adolph Freiherr Knigge, Über den Umgang mit Menchen ("De cómo tratar con las personas"), publicado en 1788. Knigge, aristócrata y masón, asumía el espíritu de los moralistas franceses y hacía filosofía para la vida, movido por los altos ideales de las Luces sobre el perfeccionamiento humano.

El diplomático mexicano Manuel Díez de Bonilla publicó en 1844 su Código completo de urbanidad y buenas maneras, que, según reconocía, estaba ampliamente basado en el Nuevo Galateo, una obra escrita por el italiano Melchor Gioja. En los capítulos introductorios, Bonilla justificaba la importancia de la urbanidad (a la que calificaba de "ramo de la civilización") porque obedece a imperativos de la razón social, necesaria para transformar en persona al animal que somos. El primero de estos imperativos es "ejercer los propios derechos con el menor desagrado de las demás personas": un principio fundamental para la convivencia en la sociedad liberal.

Sin embargo, el que se convertiría en el vademécum por excelencia de los usos sociales sería el Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos, publicado por entregas en 1853. Su autor fue también un diplomático: el venezolano Manuel Antonio Carreño, padre de la célebre pianista Teresa Carreño. El texto, originalmente impreso en Caracas, contó muy pronto con ediciones en España, en Nueva York y en otros países de Hispanoamérica, que lo adoptaron como libro para la enseñanza escolar. De inmediato comenzaron a circular también versiones abreviadas, en forma de compendio o de cartilla. En Como agua para chocolate, la famosa novela de Laura Esquivel, la autora traduce así la frustración de Tita, condenada a perpetua soltería: "¡Maldita decencia! ¡Maldito Manual de Carreño! Por su culpa su cuerpo quedaba destinado a marchitarse poco a poco".

Por supuesto, El Carreño, como se le ha llamado habitualmente, es un tesoro de cándidas prescripciones que hoy nos hacen reír por su increíble pudibundez y pacatería. Con largos párrafos dedicados al uso de prendas como el pañuelo, la sociedad del tiempo en que fue escrito queda retratada en deliciosos anatemas:

Guardémonos de mezclar jamás en nuestra conversación palabras, alusiones o anécdotas que puedan inspirar asco a los demás, y de hacer relación de enfermedades o curaciones poco aseadas. La referencia a purgantes y vomitivos y a sus efectos está severamente prohibida en sociedad.

Sin embargo, bajo la pátina de pintoresquismo que el tiempo ha echado sobre estas máximas subsisten signos muy admirables del impulso liberal. Aún era la época de la gran oratoria parlamentaria, cuando la democracia se concebía como un instrumento de la razón ilustrada y no como un monigote subastado a las masas. Entonces, el Carreño invitaba a los hombres públicos a convencer más que a vencer:

El que en medio de la discusión lanza invectivas e insultos a sus contrarios comete además una grave falta de respeto a la corporación entera, y aun a las personas de fuera de ella que puedan hallarse presentes.

Mas cuando se ha sostenido una opinión con calma, cuando no se han usado otras armas que las del raciocinio, cuando se ha respetado la dignidad personal y el amor propio de los demás, no sólo se han llenado los deberes de la urbanidad, sino que se han empleado los verdaderos medios de producir el convencimiento.

La educación, que pronto comenzaría a ser proclamada gratuita y obligatoria por los diversos Gobiernos latinoamericanos, se consideraba entonces el arma efectiva de la igualdad de oportunidades que antes habían proclamado las constituciones:

Grande sería nuestro asombro (…) si nos fuese dable averiguar por algún medio cuántos de estos infelices que han perecido en los patíbulos hubieran podido llegar a ser, mejor instruidos, hombres virtuosos y ciudadanos útiles a su patria. La estadística criminal podría con mayor razón llamarse entonces la estadística de la ignorancia.

La América hispana abierta a la inmigración, por considerar que ésta constituía un necesario factor para la introducción de la industria y de la técnica extranjeras, aparecía reforzada en las máximas de Carreño:

Es una vulgaridad, y sobre todo una violación de los sagrados derechos de la hospitalidad, el negar al extranjero un trato afable y generoso. Cuando él observa una conducta leal e inofensiva, y cuando viene a consagrarse a una industria honesta contando con el amparo de leyes liberales y con la buena acogida que da siempre una sociedad civilizada y culta.

El esfuerzo modernizador había de aplicarse a superar la pobreza, que especialmente en las zonas rurales seguía dando una imagen desoladora del paisaje humano de América Latina. Pero había que empezar, al menos, guardando las formas:

Puede que nuestros medios no nos permitan cambiar con frecuencia la totalidad de nuestros vestidos: en este caso, no omitamos sacrificio alguno por mudar al menos la ropa interior.

¡Y que esta preocupación por el decoro haya salido del mismo país que hoy gobierna en chándal Nicolás Maduro!

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