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Xavier Reyes Matheus

Liberales a fuer de esquilmados

Lo que convierte a Milei en una extravagancia histórica es que haya conseguido llegar democráticamente al poder proclamando sin disimulo sus ideas liberales.

Lo que convierte a Milei en una extravagancia histórica es que haya conseguido llegar democráticamente al poder proclamando sin disimulo sus ideas liberales.
El presidente electo de Argentina, Javier Milei. | Europa Press

En mucha mayor medida que su mata de pelo, su lenguaje procaz o su condición de outsider, lo que convierte a Javier Milei en una extravagancia histórica es que haya conseguido llegar democráticamente al poder, en una nación de América Latina, proclamando sin disimulo sus ideas liberales. No puede el liberalismo exhibir en aquellos países la carta de naturaleza que por el contrario se le ha otorgado al socialismo, tan bien adaptado al suelo que, como sucede con la caña de azúcar, hemos llegado a olvidar su origen foráneo y a creerlo endémico de Cuba (también, seguramente, porque en la crónica de los imperialismos padecidos en Latinoamérica nunca se cuenta la historia de la isla como colonia soviética). Marx es el último de los amautas, pero en cambio los liberales se han tenido siempre por gente ajena a la realidad del subcontinente. En su acepción más frecuente, la del liberalismo decimonónico, nadie ve más que unos señores afrancesados, enlevitados y burgueses, que maquillaron sus intenciones gatopardistas afectando impulsos discretamente revolucionarios y anticlericales. Para los registros del siglo XX sólo existe el "neo"-liberalismo, que se resume en aquel asunto del "Consenso de Washington" y de los gobiernos que la memoria histórica presenta como agentes suyos del Río Bravo para abajo. Varios de ellos, por cierto, salidos de formaciones con el más conspicuo pedigrí socialdemócrata (el PRI en caso de Salinas de Gortari; el peronismo en el de Menem…); y también algún recién llegado que se lanzó a la arena decidido a implementar los cambios por las buenas o por las malas, como sucedió con Fujimori. La damnatio memoriae que hoy pesa sobre todos esos nombres sigue vendiéndose como vacuna contra el "salvaje" neoliberalismo que Chávez, Evo y Kirchner convirteron luego en coco supremo y en argumento incontestable para promocionar las bondades del comunismo. A tan problemáticas acepciones hay que sumar lo liberal en su variante minarquista, que es la que representa Milei: tan radical como inocuo, porque sus postulados se juzgan meras fantasías con las que los yuppies juegan a arreglar el mundo, en cenáculos que suelen percibirse como logias masónicas donde los iniciados comentan El manantial de Ayn Rand y otras publicaciones de la editorial Grito Sagrado.

Teniendo, pues, tantas razones para resultar impopular, Milei ha hecho de la necesidad virtud y, aplicando el principio paulino de "esperar contra toda esperanza", ha conseguido el apoyo del electorado para su discurso apasionadamente liberal. Por supuesto, mucho menos por lo que dice que por aquellos contra quienes lo dice. La hazaña no es desdeñable: tirando de show y de boutades, total es que la cosa ha funcionado y las ideas liberales están hoy en el poder en la Argentina. No obstante, al pronunciar sus primeras palabras tras la victoria, el nuevo presidente ha demostrado que es perfectamente consciente de que el liberalismo requiere de algunas condiciones esenciales para cumplir sus propósitos. Por ello se ha esforzado por recalcar, con precisión propia de un profesor universitario, que no es tarea para tibios, ni para cobardes ni para corruptos. Tres requisitos que conviene glosar y que constituyen, en efecto, las grandes pruebas para el golpe de timón que, tras más de doscientos años de existencia republicana, debería llegar de una vez por todas para demostrar, siquiera en una de sus naciones, que el subdesarrollo no es el sino insuperable de América Latina.

El liberalismo no puede ser tibio porque implica un compromiso; pero se trata, al menos, de un compromiso que asumimos como individuos. No es el Estado quien se erige en una conciencia superior conforme a la cual se fijan los derroteros vitales de la gente, sino que cada ciudadano puede y debe reivindicar el derecho a vivir como le parezca y a que todo el mundo goce de la misma libertad. Es una aspiración esencial, clara y práctica, y para hacerla valer no hacen falta conceptos abstrusos ni una gaseosa teología política; pero en cambio se necesita coherencia, inconformismo y capacidad de pensar críticamente. Milei, por cierto, no ha sido escaso en pruebas sobre su independencia de criterio, y se ha cuidado de adscribirse a cartillas predeterminadas con las que habría podido abrazar en bloque bien las consignas conservadoras o bien las del feminismo liberal; y así, en vez de meter todo en el mismo saco, ha distinguido muy claramente entre la naturaleza de un contrato entre personas adultas —el matrimonio homosexual— y la falacia de las abortistas que reivindican la soberanía de su cuerpo pasando por alto el nimio detalle de las vidas humanas sacrificadas a tal principio.

Dice Milei que el proyecto de un gobierno liberal tampoco es tarea para cobardes; y apelando a la fortaleza ha anunciado ya a los argentinos un panorama de "sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor" para el tiempo en el que se implementen las medidas de ajuste. ¿Ha sido ese anuncio lo más prudente, lo más inteligente de cara a mantener el favor popular? El liberalismo creó la democracia moderna; pero no podemos soslayar que existe una oposición muy problemática entre un sistema que aspira a conseguir mejoras humanas y sociales y otro donde todos los votos valen exactamente lo mismo, y, en consecuencia, sobran las nociones de "mejor" y de "peor". Por eso, en los siglos XIX y XX, el liberalismo (entendido como esfuerzo modernizador, orientado a consolidar las instituciones y a construir sociedades pacíficas e ilustradas) adoptó en Latinoamérica la tesis del "gendarme necesario", según la cual se necesitaba un caudillo que, mientras se avanzaba en la tarea constructiva o regeneradora, mantuviese a raya la veleidosa —y muchas veces suicida— voluntad popular. La primera acusación que la gente dirige contra los políticos es la de que son unos farsantes que engañan a la ciudadanía. Pero lo cierto es que al final las sociedades parecen hacer suyo aquello que cantaba Olga Guillot: "Miénteme más / que me hace tu maldad feliz". La democracia se las ha arreglado para que los pueblos resulten siempre irresponsables; porque, aunque es evidente que pagan sus errores —a veces de manera brutal, y otras muchas comprometiendo la suerte de generaciones más jóvenes que reciben el fracaso y la ruina como herencia—, las personas siguen concurriendo a las urnas con la esperanza de que venga un salvador y les arregle la vida. Por lo demás, la gente parece conformarse con que se lo prometan; cómo lo hagan, en cambio, les interesa bastante menos. Ello ha quedado demostrado en Venezuela, donde los liderazgos de oposición se han sucedido a lo largo de más de veinte años, pero donde realmente no ha habido ningún gran programa político y económico para explicar qué se va a hacer con el país al día siguiente de esa caída del chavismo a la que todo el mundo pretende reducir el final de la lucha. Porque, después de todo, los venezolanos siguen convencidos de que ser ricos es un derecho al que pueden aspirar por designio divino, habida cuenta de que fue la Providencia quien los puso a vivir sobre un mar de petróleo. Por otra parte, un plan de estabilización de la economía como el que propone Milei requiere algo más que una política de parches para solucionar los problemas del aquí y el ahora hipotecando el futuro y confiando en que "el que venga detrás, que arree". El nuevo presidente procura trazar un escenario de acciones progresivas y bien meditadas en el que hay pasos tan importantes y complejos como lo que debe hacerse con las letras de liquidez (las famosas Leliq), una bola de nieve que, según explica, podría conducir a un escenario de hiperinflación descontrolada si se desmonta el cepo cambiario antes de haberlas resuelto. El futuro nos mostrará si en la política económica de un país latinoamericano puede existir una alternativa a la improvisación y a la impotencia.

Finalmente, Milei ha hecho hincapié en que un proyecto liberal no puede admitir corruptos. Es una observación extremadamente pertinente; por un lado, por razones que podrían ser válidas para cualquier país que ponga en el horizonte un plan de privatizaciones, habida cuenta de que la transparencia es en todas partes un objetivo complicado de lograr. Eso, en fin, es un problema que toca a la relación del gobierno con las elites económicas o empresariales; con otros gobiernos, etc. Pero, en un nivel mucho más pedestre, aunque también más complejo y de mayor alcance, debe tenerse en cuenta que en América Latina existe una distorsión que pervierte la naturaleza del emprendimiento no sólo por culpa de magnates y lobistas, sino también en razón de hábitos y condicionamientos profundamente arraigados en la sociedad. En tanto que obligada a buscarse la vida y abandonada por unas instituciones inoperantes y caóticas, la gente de aquellos lugares ha desarrollado, de manera espontánea, formidables capacidades para procurarse el sustento haciendo gala de ingenio y de sentido de la oportunidad. Tales capacidades podrían hacer de esos ciudadanos el paradigma del espíritu liberal; en cambio, lo que han producido es la picaresca. Porque, trágicamente, la corrupción ha sido vista allí como el verdadero instrumento de la justicia social; como el auténtico agente de la redistribución. La ineptitud y las disfuncionalidades del Estado resultan las grandes creadoras de oportunidades; y en pocos escenarios se comprende mejor tal monstruosidad que donde existen controles para la adquisición de divisas. Con un batiburrillo desquiciante de tipos cambiarios; con una yincana burocrática para que te autoricen a comprar dólares; con un mercado negro floreciente, la mano dadivosa de la corrupción tiene la facultad de alcanzar a todo el mundo: a los políticos, por supuesto, pero también a cuanto pulula alrededor de las "cuevas financieras"; a conseguidores de todo pelaje; a avispados súbitamente metidos a importadores para hacerse con las divisas; a comercios que se erigen en casas de cambio, etcétera, etcétera, etcétera. En tiempos de Chávez, aprovechando el cupo turístico que les tocaba, los venezolanos más depauperados y más declaradamente opositores pudieron darse un viajecito a Europa con dólares comprados al precio controlado por aquel régimen bárbaro que no ha dejado ninguna otra cosa sin controlar.

Ahora bien: puesto que, a pesar de todo, la corrupción es un pecado que lleva aparejada la penitencia, la desastrosa situación económica ha hecho que los hijos de San Martín (y de Alberdi, por cierto) diesen su apoyo a Milei y a sus promesas de resolver lo del cepo. Como aquello que decía Cánovas sobre ser español, los argentinos, esquilmados por la vieja política, son ahora liberales porque no pueden ser otra cosa. Por supuesto, no cabe sino alegrarse de ese cambio de rumbo. Pero cuentan que la madre de Napoleón recibía siempre las noticias sobre las conquistas de su hijo con un único comentario: "Pourvu que ça dure…".

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