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Xavier Reyes Matheus

Riego, símbolo de la veleidad popular

Al conocer la noticia de su ahorcamiento, Fernando VII levantó una copa para brindar con socarronería: "¡Viva Riego!".

Al conocer la noticia de su ahorcamiento, Fernando VII levantó una copa para brindar con socarronería: "¡Viva Riego!".
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Rafael del Riego, asturiano de familia hidalga, era un teniente coronel que en 1819 formaba parte del ejército reunido en Andalucía para ir a sofocar los movimientos independentistas de las colonias americanas. En vez de embarcarse en aquella aventura, el 1 de enero de 1820 el audaz militar proclamó en Cabezas de San Juan (Sevilla) la Constitución de Cádiz, y hacia finales de mes comenzó con sus tropas un periplo que lo llevaría por otras poblaciones andaluzas, en las que repitió la proclama, restableciendo las autoridades constitucionales y confiriendo la libertad a los presos políticos. El ejemplo cundió pronto en La Coruña, Oviedo, Murcia, Zaragoza, Barcelona. El Conde de La Bisbal, encargado por el Gobierno realista para combatir la insurrección en el sur, prefirió proclamar también él la Constitución en Ocaña. El 6 de marzo, Fernando VII intentó sortear el trance convocando a Cortes por estamentos, pero un día después los revolucionarios vaciaban las cárceles y el monarca se vio obligado a aceptar la Carta Magna.

Los jefes militares que habían restablecido la Constitución de 1812 llegaron a Cádiz, la cuna de aquel histórico texto, el 4 de abril. El 27 tuvo lugar el juramento. El Constitucional de Madrid dejaba esta reseña:

A las once de la mañana se tuvo en esta ciudad la noticia de que por la tarde entraba el héroe don Rafael del Riego, jefe de la primera división del ejército Nacional. Aunque el tiempo era corto, se hicieron sin embargo algunos preparativos para recibir a este patriota, que de tanta gloria se ha cubierto, tantas fatigas militares ha sufrido y tantos peligros ha arrostrado por libertar su patria de la esclavitud. Se le tenía preparado una carretela adornada, según lo permitió la premura del tiempo y, cuando llegó a San José, el pueblo, que había salido en excesivo número a esperarlo, no se pudo contener, quitó los caballos, y fue tirando de dicha carretela. A su llegada a la puerta de tierra, una banda de música militar, que estaba igualmente dispuesta, empezó a tocar sonatas marciales, y siguió delante. No puede darse una idea del entusiasmo de que se poseyó este pueblo a vista de la presencia de este héroe: los aplausos y vítores fueron desmedidos; todos los balcones y rejas estaban engalanados con vistosas colgaduras y las bellas gaditanas arrojaban flores y colmaban de aclamaciones al héroe libertador de la patria. De la Puerta de Tierra, lo condujeron a las casas capitulares, a cuyo balcón se asomó y, después de victoreado por el pueblo, dijo entre otras cosas: que no tenía voces para explicar el agradecimiento que tenía al pueblo de Cádiz por el recibimiento que le había hecho y que derramaría la última gota de su sangre por defender a tan heroico pueblo y a toda la nación. En el momento, se iluminaron sus balcones y en seguida toda la ciudad, con la mayor rapidez y magnificencia. Del cabildo lo llevaron por las calles de la Pelota, Cobos, Juan de Andas, Guanteros, San Agustín, San Francisco, Carne y Verónica a la calle Ancha. Allí entró en casa del general Ferraz y, habiéndose asomado al balcón, impuso silencio, y dijo: ¡Viva el heroico pueblo de Cádiz; viva la Constitución de la monarquía española; viva Fernando VII constitucional; viva la religión católica; viva la libertad!

Aunque los serviles de Fernando VII acosaron el nuevo régimen y pretendieron minar el prestigio de su principal protagonista, al constituirse las Cortes de marzo de 1822 Riego ocupó el cargo de presidente del Congreso. A mayor gloria de quien era símbolo de la resurrección liberal, los legisladores rindieron un homenaje al Segundo Batallón del Regimiento de Asturias, con el que Riego había proclamado la Constitución en 1820; poco después, el 7 de abril, declararon marcha militar de ordenanza el Himno de Riego, y en junio ordenaron erigir un monumento en Cabezas de San Juan.

En 1823, cuando se produjo la reacción absolutista de los Cien Mil Hijos de San Luis, Riego fue hecho prisionero en La Carolina (Jaén) y enviado a Madrid. Durante el camino, hubo que evitar en varias oportunidades que fuese linchado por la multitud. Su ejecución en la Plaza de la Cebada, que hoy centra la vida turística y noctámbula del barrio de La Latina, fue toda una moraleja sobre la fragilidad de la gloria y de la popularidad. En El terror en 1824 –uno de los Episodios Nacionales–, Galdós recreó la última suerte de

aquel hombre famoso, el más pequeño de los que aparecen injeridos sin saber cómo en las filas de los grandes, mediano militar y pésimo político, prueba viva de las locuras de la fama y usurpador de una celebridad que habría cuadrado mejor a otros caracteres y nombres condenados hoy al olvido.

Narra Galdós, a propósito de la plaza donde se alzaba el patíbulo:

En la mañana del 6 [de noviembre de 1823] estaba llena de curiosos que por las calles afluyentes entraban para ver los dos palos largos plantados en medio de tal plaza, y asistir con curiosidad afanosa a la tarea de seis hombres que se ocupaban en unir los topes de dichos árboles con un tercer madero horizontal. Los corrillos eran muchos y la gente iba y venía paseando como en los preliminares de una fiesta.

Finalmente, "el 7 a las diez de la mañana le condujeron al suplicio", y sentencia el gran novelista: "De seguro no ha brillado en toda nuestra historia un día más ignominioso".

Sacáronle de la cárcel por el callejón del Verdugo, y condujéronle por la calle de la Concepción Jerónima, que era la carrera oficial. Como si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza, llevábanle en un serón que arrastraba el mismo animal. Los 32 hermanos de la Paz y Caridad le sostuvieron durante todo el tránsito para que con la sacudida no padeciese; pero él, cubierta la cabeza con su gorrete negro, lloraba como un niño, sin dejar de besar a cada instante la estampa que sostenía entre sus atadas manos. Un gentío alborotador cubría la carrera. La plaza era un amasijo de carne humana.

Al conocer la noticia del ahorcamiento, Fernando VII levantó una copa para brindar con socarronería: "¡Viva Riego!".

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