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Xavier Reyes Matheus

Por qué en Venezuela no surge un Macri

¿Algún justo en Sodoma? Inevitablemente viene a la cabeza el nombre de María Corina Machado, pero ya el establishment paralelo se ocupa de mantenerla a raya…

¿Algún justo en Sodoma? Inevitablemente viene a la cabeza el nombre de María Corina Machado, pero ya el establishment paralelo se ocupa de mantenerla a raya…

Al final de Doña Bárbara (1929), la novela de Rómulo Gallegos que describe la lucha entre civilización y barbarie en los llanos venezolanos, la siniestra cacica que da título al libro queda derrotada por el joven abogado Santos Luzardo, encarnación de la ley y del progreso. "Desaparece del Arauca el nombre de El Miedo y todo vuelve a ser Altamira", dicen las líneas que describen el happy ending, pues Altamira es el nombre que avalan los títulos de propiedad de la hacienda de Luzardo, mientras que El Miedo es como bautizó Doña Bárbara las mismas tierras después de ocuparlas a fuerza de trampas, de sobornos y de arbitrariedad, llegando a imponer en ellas, ciertamente, un reinado de terror.

Gallegos, que fue presidente de su país, lanzaba con ese final un mensaje de esperanza a la Venezuela del primer tercio del siglo XX, confiado en que las costumbres semifeudales y la nula cultura democrática de aquella sociedad dieran paso a los usos propios de un Estado de Derecho moderno, en el que las cosas no se resolvieran a garrotazos. Pues bien: durante los casi dos decenios que lleva el chavismo, el fragmento de Doña Bárbara ha sido traído a cuento multitud de veces, como una especie de promesa milenarista para persistir en la fe de creer que todo esto pasará y que Venezuela tomará la senda de las naciones normales –esas donde el presidente no va gritando "¡Exprópiese!"; donde no hay 28.000 muertos al año; donde no hay que hacer la compra de acuerdo al número del documento de identidad; y donde nuestros mejores amigos y aliados internacionales no son los mayores delincuentes de la Tierra.

Pero resulta que no han sido los venezolanos los que han visto llegar la hora feliz predicha por Rómulo Gallegos, sino los argentinos. En su caso, la Doña Bárbara era mucho menos alegórica, aunque luzca esa apariencia de vedette en liquidación que no recuerda precisamente a la virago malencarada de la novela. Alumna aventajada de Chávez y de su propio marido (aunque Mujica no dudó en sentenciar que "la vieja es peor que el tuerto"), Cristina Fernández de Kirchner había empujado a su país por un camino de alarmante mimetismo respecto de las hazañas bolivarianas, y hubo un momento en el que cualquiera habría juzgado irreversiblemente devastadores los efectos de la metástasis chavista sobre el Cono Sur. Pero entonces apareció Macri, como Santos Luzardo. Apareció no es tampoco verbo que le haga justicia, porque en propiedad ya hacía bastante que estaba allí, en su reducto capitalino, esperando a dar el salto a la política nacional.

Aznar y FAES habían servido de huéspedes en varias ocasiones al jefe del Gobierno porteño, y creo que, oyéndolos a él y a sus colaboradores en las actividades organizadas por el think-tank, no eran demasiados los que ponían la mano en el fuego por el cambio en Argentina. Macri lo tenía todo para desentonar en una cultura política hecha a la medida del discurso peronista. Empresario, rico, elegante, con un aire tecnocrático que parecía quitar importancia a las pulsiones más oscuras de la masa y que prefería centrar su estrategia en un silogismo elemental, aunque en principio bastante ingenuo: el de que si uno gobierna bien, la gente lo apoyará. Uno veía a aquellos buenos chicos del PRO hablar con toda llaneza de soluciones y políticas concretas, en vez de soltar arengas altisonantes sobre la dignidad del pueblo y cosas por el estilo, y no podía evitar preguntarse qué clase de adversarios iban a ser frente a un aparato de exabruptos populistas al que no le faltaba ninguna pieza: ni fuerzas de choque como La Cámpora, ni genios de la heterodoxia económica como Kicillof ni revisionistas históricos como Pacho O’Donnell y Felipe Pigna.

Pero total es que Macri dio la sorpresa en las urnas y la ha vuelto a dar en las recientes elecciones legislativas. Pero no sólo eso, sino que –aun habiendo demostrado buena mano izquierda para la negociación política– no ha tenido necesidad de abjurar de los principios liberales con los que llegó al poder, y que postulaban, como premisa de toda su acción de gobierno, la restitución de Argentina al concierto de las naciones confiables y solventes. Por el contrario, ha logrado que esa perspectiva resulte tan ilusionante para sus seguidores como para los inversores extranjeros y la comunidad internacional.

Durante el kirchnerismo, Argentina batió todos los récords de denuncias ante el Ciadi, pero así y todo no fue a parar al pozo séptico donde hoy se ahoga Venezuela. Cabría esperar, pues, que en el país de Bolívar hubiese una reacción aún más vigorosa que en el de San Martín contra los excesos de la demagogia y del populismo. La oposición venezolana, además, hace bastante más ruido que la que derrocó a Doña Cristina, y tiene líderes visibles que ya son carne de premio Nobel. Los venezolanos de a pie han demostrado una adhesión heroica a las convocatorias opositoras, y no han dudado en jugarse el pellejo por la causa. Han apoyado, por si fuera poco, la decisión de los partidos antichavistas de participar en elecciones sin ninguna garantía ni transparencia, y si ese acto de fe tiene alguna justificación es algo que se sabrá aplicando el despistaje evangélico para falsos profetas: por sus frutos se conocerá. De momento, los que se han visto no son los mejores.

Pero ¿hay un líder como Macri en el horizonte de Venezuela? Permítaseme que lo dude. Y ello se debe, fundamentalmente, a que en el discurso antichavista brilla por su ausencia cualquier defensa de los principios liberales; es decir, cualquier proyecto serio de sustituir el modelo dependiente de una renta petrolera controlada por un Estado omnímodo. Ninguno de los líderes opositores se ha atrevido a decir a sus compatriotas que ese esquema tiene que acabarse, y que ello no puede hacerse sin un cambio de mentalidad con el que los venezolanos asuman el reto de ser productivos, de tener el país y la calidad de vida que sean capaces de sufragar con su trabajo y con sus impuestos. Naturalmente, eso no podrá hacerse sin un proceso urgente y sostenido de creación de ciudadanía, que por fuerza tendrá que capitanear el Estado; pues si a éste le toca demoler completamente la pavorosa máquina de gasto y de subsidio que no ha hecho sino hipertrofiarse bajo la férula chavista, también tendrá que ser él quien implemente una serie de políticas destinadas a superar la pobreza, enfocando la inversión pública en cuestiones prioritarias como el empleo, la vivienda, la educación, la sanidad y las comunicaciones. Pero todo ello no puede seguir respondiendo a la tóxica dinámica asistencialista, que no hace sino mantener las prerrogativas de un Estado absoluto sobre una población reducida a ser una masa medicante, paralizada en su miseria y conforme con recibir, si acaso, los cuidados paliativos de los programas sociales.

La oposición venezolana no sólo no ha hablado clara y programáticamente sobre ese cambio imprescindible para reflotar al país: es que ni siquiera ha dejado en negro sobre blanco lo que piensa hacer con el perverso sistema de control de las divisas que ha sido uno de los puntales de la incalculable corrupción chavista. Y, tanto en un caso como en el otro, la razón que subyace a tal silencio es que todas ellas serían medidas impopulares. A fin de cuentas, el festín de los dólares discrecionales y artificialmente baratos alcanzó en su momento a buena parte de la clase media, y si una subida de los precios del petróleo lo trajese de vuelta, sobran razones para creer que la antipatía de Maduro se disolvería como por ensalmo a los ojos de muchos que hoy lo denuestan.

Luego hay factores ideológicos, por supuesto. Mucho antes de su candidatura presidencial, Macri se convirtió en el numen tutelar de una corriente representada sobre todo por jóvenes inconformistas, bien preparados, que defendían algo tan comprensible como el derecho y la capacidad de los argentinos a vivir según estándares del Primer Mundo. Aquí en España tuve la oportunidad de conocer a muchos de estos jóvenes, y me consta que su compromiso con las ideas liberales es sincero y obedece fundamentalmente a la convicción de que esas ideas son las más beneficiosas y justas para el desarrollo del país.

En Venezuela (¡el país de Carlos Rangel!) no existe una corriente semejante. Los partidos de la vieja política aspiran a una restauración del antiguo Leviatán socialdemócrata, fuente de aquellas clientelas y compadreos que se regaban opíparamente con whisky añejo. Los partidos jóvenes, nacidos tras el colapso de los anteriores, se han acomodado en sus nichos locales y municipales o permanecen apocados por el complejo de ser percibidos como clubes para yuppies, así que sus líderes mejor preparados se travisten de caudillos para rivalizar con el chavismo en las maneras populistas y ordinariazas. Algunos incluso llegaron a fantasear con adelantar por la izquierda al Gobierno, proponiendo algo así como una versión propia del Estado comunal. Lo más cercano a una derecha es el socialcristianismo rancio y paternalista, que posterga el mejoramiento del pueblo a su reevangelización y pide la mediación de los curas cada vez que tiene una idea. Por otro lado, los popes de la opinión pública suelen ser una legión de intelectuales progres que abjuran del marxismo ortodoxo pero que van por la vida de foucaultianos, de lacanianos o de vaya usted a saber qué.

¿Algún justo en Sodoma? Inevitablemente viene a la cabeza el nombre de María Corina Machado, pero ya el establishment paralelo se ocupa de mantenerla a raya…

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