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Marcel Gascón Barberá

La absolución mediática de Paco Camps

'Un buen tío' es un libro duro y árido. Tan desagradables trabajos son importantísimos para la salud pública intelectual de las comunidades.

El expresidente valenciano Francisco Camps fue absuelto por la Justicia del delito de cohecho impropio del que había sido acusado. Haber de sentarse en el banquillo le hizo dimitir de su cargo al frente de la Generalidad, pero la sentencia del Tribunal Superior de Justicia –ratificada después por el Supremo– limpiaba su nombre en los archivos judiciales y le libraba de la cárcel, de la multa, al menos, y, lo más importante, de la infamante etiqueta de delincuente.

En paralelo al proceso a Camps –un proceso lleno de fallas que siempre perjudicaron al acusado– se llevó a cabo un juicio mediático, que celebraba sus vistas casi a diario (tres veces por semana, durante casi tres años) en la portada y las páginas destacadas del diario El País, y en el que el político valenciano jamás tuvo la posibilidad de defenderse. La virulencia con que el periódico –el primero de España, según los parámetros capitalistas de difusión e influencia– se entregó a la causa hacía imposible otro desenlace que no fuera la culpabilidad, y como la Justicia no lo confirmó el periódico acabó condenando a la Justicia.

El libro que nos ocupa es un trabajoso –también de lectura– desmontaje de la causa mediática, que habría supuesto la vergüenza gremial y cívica del periódico y de los responsables de la cobertura que hizo el periódico si más gente en la profesión se tomara en serio la verdad y el periodismo, como hace el autor del libro.

Durante más de 400 páginas, Arcadi Espada escarba con tesón justiciero en los titulares y las noticias que El País dedicó a los trajes de Camps, al tiempo que pregunta a la víctima –a Camps– y a sus satélites lo que nunca se preocupó de saber el periódico, y lo vuelca en forma de coda después del examen de cada una de las piezas periodísticas.

El peritaje espadiano deja en muy mal lugar al periodismo, porque muchos de los vicios exhibidos por El País con Camps son habituales en esta profesión hoy de autómatas, que cada vez se parece más a la producción industrial de, digamos, bombillas o tornillos. Pero expone además una evidente mala intención sistemática e incansable del diario sobre el protagonista de los textos, que va perdiendo noticia a noticia su humanidad para acabar reducido a un muñeco grotesco con el que casi es imposible no cebarse.

Mediante la elección de verbos, la colocación de adjetivos y del presunto en el lugar adecuado (para el periódico) o el retorcimiento de frases que dichas de forma recta no habrían permitido el titular acusatorio, el periódico sustentó la solidez de un caso que no tenía más sustancia que el testimonio de un vendedor de ropa que primero exculpó a Camps y cambió la declaración para salvarse.

A estosjuegos del lenguaje que la paciencia de Espada desnuda hasta hacernos ver los procesos mentales que movieron los dedos de los redactores mientras tecleaban se suma una selección tramposa de los contenidos, capaz de elegir para titular un comentario de la mujer de Camps sobre lo excesivo de un regalo en una grabación en la que solo destaca lamagnitud de la dádiva para justificar haberla devuelto.

Llama la atención el atrevimiento de 'El País' con un pueblo. Para el periódico –Espada muestra cómo lo insinúan sus redactores, y cómo lo dicen abiertamente sus columnistas–, Valencia es una gran falla, que puede ser entrañable hasta que pinta algo. Una falla ruidosa, colorida, grotesca, inculta y por supuesto corrupta.

Mención aparte merece la insistencia: Camps es portada por encima de la crisis económica mundial y sus estragos en España, de cumbres internacionales y anuncios y reuniones de jefes de Estado y presidentes de Gobierno. Y lo es en ocasiones con lo que según la primera regla del periodismo son no noticias: informaciones ya publicadas y sabidas, a las que el periódico simplemente cambia el ángulo para seguir dándole a Camps en la portada.

Mucha gente no lee más que los titulares, y los de El País sobre Camps elevan a verdades probadas declaraciones acusatorias recogidas en informes policiales y de la Fiscalía, y las redondean al servicio de la cruzada anticorrupta por la que arde el president. Espada, que es tan tenaz como los redactores, pero bastante más riguroso, baja también a las profundidades del texto, y en algunas páginas nos resume lo que encuentra: la verdad del titular se disuelve a menudo matizada más abajo, y no deja de aguarse hasta llegar al último párrafo, donde ya no importa nada. Y como va también a la fuente original ve las omisiones, que si el redactor tuviera vergüenza (algo más de vergüenza que ese pudorcillo exquisito del socialdemócrata, que le lleva a seguir engañando en gris y le impide asumirse tabloide) desbaratarían la noticia que ha escrito, o serían ellas mismas la noticia, como esa que nunca salió de que los Camps rechazaron regalos de sus supuestos corruptores.

Mucha gente no lee más que los titulares, pero todo el mundo ve las fotos. Fotos de Camps beato que va a procesiones; Camps ricacho que conduce un Ferrari; Camps huertano en el Tribunal de les Aigües; Camps aparentemente extático con cara de loco, pillado en un acto a traición por un fotógrafo volcado, como sus jefes y redactores, en la construcción del poderoso y ridículo enemigo del pueblo.

Es impresionante la eficacia de la izquierda a la hora de presentar al enemigo como el poder: el que apunta es el diario más influyente de España, y su aparatoso grupo mediático; la vicepresidenta del Gobierno central, socialista, anuncia ella misma que la Fiscalía recurrirá que se haya archivado el caso contra Camps; el juez del caso –Garzón, nada menos–, el ministro de Justicia y el jefe de la Policía Judicial se van de cacería mientras agentes a las órdenes de estos dos últimos detienen a implicados en la Gürtel. ¡Pero el poder es un presidente autonómico!

Con las imágenes han ido yendo textos que las explican, que explican que Camps es un ferviente católico y por lo tanto un hipócrita, porque nadie puede dudar que recibió trajes a cambio de favores. Que Camps es un presumido hasta puntos probablemente gais, y un vano y un ambicioso sin escrúpulos que primero lo demuestra haciéndole la pelota a Rajoy y después rebelándosele contra Génova. Un pelele crecido, subidito sobre la ola electoral de un pueblo superficial y eminentemente corrupto que no ha parado de votarle contra los consejos cada vez más irritados de papá periódico.

Que Camps sea valenciano (y de derechas, claro, pero esto no hace falta desarrollarlo, por obvio) explica parte del ensañamiento, o de la amplitud del coto de caza que para perseguirle se concedió el periódico. Llama la atención el atrevimiento con un pueblo. Pocas veces se desecha tan alegremente la aceptada sabiduría de un pueblo. Pero es que con Valencia vale también con la tradición y la cultura, esos tótems posmodernos bajo los que hasta el crimen se esconde con éxito. (Arcadi da algunas ideas de lo que podría haber llevado a eso, pero cómprense el libro si quieren saberlo). Para el periódico –Espada muestra cómo lo insinúan sus redactores, y cómo lo dicen abiertamente sus columnistas–, Valencia es una gran falla, que puede ser entrañable hasta que pinta algo. Una falla ruidosa, colorida, grotesca, inculta y por supuesto corrupta.

Por haber de zambullirse casi todo el rato en terrenos sépticos, Un buen tío es un libro duro y árido. Tan desagradables trabajos son importantísimos para la salud pública intelectual de las comunidades, y vienen aquí acompañados de las codas que antes mencionaba, en las que se asoma el bon xic, el buen tío, para recordarnos que detrás del muñeco ridículo que durante tres años (tres veces más de lo que tardan en hacer una falla) construyó El País para poder pegarle fuego en paz hay una persona, una persona con la humanidad erizada por la injusticia de la que ha sido víctima.

Para un valenciano tiene mucho atractivo el paseo del autor y de Camps por Valencia. Es de noche y en una calle en que riegan le saludan, le expresan su admiración y le dan ánimos. A pesar de las mayorías absolutas, aquí hemos llegado a creer que no hay peperos. En tiempos de mayorías absolutas del partido de la gaviota, reírse de Fabra, de Zaplana, de Camps o de Rita llegó a ser tan habitual que se convirtió en comentario inocuo de charla de ascensor o de sala de espera. Solo quejarse del calor o lamentar la devastación de un incendio parecían generar más consenso. (Y, ahora que lo pienso, hasta los incendios podían desembocar en el PP, por los caminos bien asfaltados del boom del cemento que disfrutamos todos). Los votantes de la derecha llegaron a parecernos seres extraños, que solo bajaban a la calle a votar cada cuatro años, si no es que venían directamente de Madrid y regresaban después de un fin de semana de playa. Por eso me impacta tanto el agasajo callejero a Camps.

Hay otro momento de calle, en el que –movido por el mismo sentido del honor que le lleva a enterrar su carrera política para no tener que admitir lo que no hizo (una minucia que se habría resuelto con una multa) y declararse culpable– corre a pedirle razones a un anónimo que le llama corrupto. Momentos como ese de incrédula indignación ingenua del que se sabe inocente liquidan el retrato de cínico con el que todos conocíamos hasta ahora a Camps, como destrozada queda su condición de símbolo del despilfarro con gestos como el de pedirle efectivo al escolta para llevarse una chaqueta rebajada de Forever Young, donde El País decidió que se vestía gratis a cambio de favores públicosa los pagadores.

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