En su reciente anuncio del nuevo confinamiento de Francia, Emmanuel Macron afirmó que para mediados de noviembre, dentro de dos semanas, se prevén unos 9.000 pacientes en Unidades de Cuidados Intensivos. Eso significa el colapso del sistema hospitalario francés, la necesidad de decidir qué pacientes acceden a la UCI y, puestos en lo peor, la vuelta a las salas de espera saturadas en las instituciones médicas. La segunda oleada podría llegar a ser, como a veces se ha anticipado, peor y más cruel que la primera.
También es posible que el nuevo confinamiento evite esta perspectiva, y que los conocimientos y la experiencia acumulados en estos meses detengan el golpe y no tengamos que volver a vivir la situación de marzo y abril. Ahora mismo, sin embargo, vivimos un momento de espera tenso y deprimente en el que imaginamos lo que viene según la catástrofe que entonces vivimos y –lo que no ayuda– sin la menor confianza en las autoridades, en realidad en el conjunto de la clase política. También sabemos que el personal médico y hospitalario está en su puesto, pero cansado, exhausto en algunos casos, y exasperado.
Por eso conviene leer, justo ahora, los testimonios publicados acerca de lo ocurrido en los meses de marzo y abril. Como se ha repetido muchas veces, no hay muchos. Por dejadez, o por consigna política, dócilmente aceptada y obedecida, apenas hay fotos, ningún documental, y pocos, muy pocos testimonios directos de lo vivido en los hospitales españoles en aquellas semanas terribles, cuando ocurrió lo inconcebible y todo falló, desde la decisión política a la gestión de la salud pública, y los enfermos y el personal sanitario y hospitalario se encontraron solos y abandonados ante algo nuevo, desconocido, de una crueldad inconcebible.
Uno de estos escasos testimonios es el que publicó hace algunas semanas Ignacio Carbajosa. Testigo de excepción, que así se titula el libro, es un relato de los 20 días que el autor vivió como capellán en el hospital madrileño de San Francisco de Asís. Es un texto corto, sin pretensiones literarias y organizado como un diario. Habiéndose presentado como voluntario para cubrir las posibles bajas en los hospitales de Madrid, Ignacio Carbajosa pasó de la tranquilidad de sus trabajos académicos en la Universidad de San Dámaso a ejercer de sacerdote en el peor de los momentos.
Del relato destaca la sencillez y la claridad de la escritura. Carbajosa consigue algo muy difícil, como es mantener la distancia que permite relatar la atrocidad que está viviendo y, al tiempo, no violentar ni forzar la descripción. Apenas hay comentarios, salvo, a veces, los previsibles, aunque no siempre deseables, en una conversación amistosa. No interfieren en lo fundamental, que es salvaguardar a un tiempo la crudeza de la experiencia relatada y la dignidad de los protagonistas. Se reconstruye así una mirada lúcida y compasiva a la vez, atenta al gesto definitorio, al signo que nos permite entrever, sin indiscreción ni sobreactuaciones, el misterio del sufrimiento puro vivido en la paradójica intimidad de la UCI o de la habitación de un hospital, donde todo está expuesto.
La condición de sacerdote permitió a Carbajosa acercarse a los enfermos en el momento más crítico, agudizada la tragedia por la soledad obligada en la que se encontraron. El lector no olvidará algunas de las escenas a las que asistirá de la mano del autor: los cuerpos destrozados, los desvaríos, los momentos de agonía y los momentos en los que la muerte se hace presente como siempre lo hace, inconcebible, sin que haya palabras que puedan describir su acción y su presencia.
Aquí irrumpe, con una intensidad extraordinaria, la cuestión de la fe. Nunca, en todo el texto, deja de estar presente la pregunta clave acerca del porqué de tanto sufrimiento. Está en el hilo narrativo del propio autor, en la descripción y, en más de una ocasión, en la actitud y las palabras de los enfermos. La respuesta de Carbajosa, en referencia a la actitud del Señor abajándose ante Job y aceptando la discusión con el hombre rebelado contra la injusticia, no resulta del todo convincente. Sí lo es, en cambio, y de forma absoluta, la acción del sacerdote: los gestos de acercamiento al que sufre, su delicadeza, la manera en la que invita a su interlocutor –más de una vez incapaz ya de escuchar– a rezar, es decir a hablar con el Señor y confiar en su presencia, que el sacerdote significa y anuncia.
Lo resume el versículo del Salmo 8 que recorre todo el texto: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que le des poder?”. Va acoplado varias veces con la fórmula que acompaña al Sacramento de la unción de los enfermos: “Señor Jesucristo, Redentor de los hombres, que en tu Pasión quisiste soportar nuestros sufrimientos…”. La relevancia del texto de Carbajosa se debe a lo enunciado en su título, el testimonio de un tiempo trágico, pero también a lo que atestigua de la santidad de la vida humana. En un mundo olvidado de Dios, ahí está, de repente, lo más sagrado de lo sagrado.