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Iván Vélez

Soldados de cuatro patas

"¡Tus padres, en vez de tener hijos, tendrían que haber tenido alanos!".

Portada del libro. | Librería Tercios Viejos

"¡Tus padres, en vez de tener hijos, tendrían que haber tenido alanos!". La frase la pronunció Juana Pérez Martínez en el verano de 2017, durante una entrevista que le realicé dentro de una serie que trataba de fijar el recuerdo de aquella generación que protagonizó el éxodo rural. El autor de tal exclamación, hecha en los años cincuenta, fue su abuelo Amalio, nacido en la Sierra de Cuenca, tierra de pastores que viajaban a extremo, en el siglo XIX. En la España de posguerra, la imagen de los alanos se mantenía viva, pues aquellos perros, ya desaparecidos, mantenían una bien ganada fama de fiereza. A ellos dedica Juan Carlos Segura Just su Soldados de cuatro patas. Los perros de guerra de España, libro que acaba de publicarse.

La obra de Segura viene a cubrir un hueco dentro de los estudios relativos al despliegue bélico español en el Nuevo Mundo, pues aunque abundan los libros dedicados a las armas empleadas o al factor equino, se ha prestado poca atención al papel jugado por los canes durante la conquista y pacificación de aquellas tierras. En definitiva, si de lo que se trata es de reconstruir con fidelidad escenas propias de aquellos días, el libro de Segura aporta un elemento animal a menudo soslayado. Al metálico sonido de las espadas, a los relinchos de los caballos, a la estremecedora grita de los indios, ha de sumarse el ladrido de los perros españoles.

Pese a centrarse en los perros de guerra de España, Soldados de cuatro patas se remonta al momento en el cual el Homo sapiens extermina al neandertal con la ayuda de ancestros de nuestros perros empleados no con propósitos bélicos, sino como integrados en lo que hemos de calificar –la guerra requiere de la existencia de Estados- como cacería. El lobo, convertido en perro, del canis lupus al canis familiaris, es el tronco común de la amplísima variedad de especies que han ido surgiendo, pero también desapareciendo, en función de las necesidades de los diferentes grupos humanos. Tan estrecha relación dio lugar, incluso, a una verdadera apoteosis canina, la representada por zoomorfos a los cuales los canes prestaron partes formales. En el estrato mundano, el perro se convirtió en arma de guerra ya en la Antigüedad, de la mano de los perros molosos, antecedentes de los actuales mastines. Faraones y reyes aparecerán representados acompañados de estos animales. El gran Alejandro, tan unido al mítico Bucéfalo, llegó hasta la India escoltado por su fiel Péritas.

Los perros de guerra españoles siguieron estando presentes en las batallas que tuvieron por escenario unas Indias pobladas por gentes muy diferentes a los mansos corderos lascasianos.

En cuanto al origen de los famosos alanos, Segura sostiene que estos provienen de la actual Irán y que llegaron a Hispania en el siglo V, con las invasiones bárbaras. De ese conjunto inicial de animales procede el alano español, que a punto estuvo de desaparecer a finales de los 50, cuando su recuerdo, como vimos al principio, era más poderoso que su utilidad. Junto a esta raza ha de situarse al dogo español, resultado de la mezcla entre molosos romanos y alanos, a los que superaba en tamaño. Tan íntima relación entre razas hizo que hasta el siglo XIX los dogos españoles fueran llamados genéricamente alanos. Dogos son, por ejemplo, los que aparecen en las escenas taurinas goyescas, dentro de una suerte denominada "perros al toro".

Definidas las razas, Segura describe la incidencia de estos animales durante la Reconquista, hasta su culminación con la toma de Granada. Aparecen así los primeros nombres. Entre ellos el alano Mahoma, cuyo dueño, Sánchez de Carvajal, lo empleó en la toma de Baeza. No fue el de Sánchez de Carvajal el único perro con nombre profético, otro Mahoma, propiedad de Martín Cortés, padre de Hernán, recibió por sus acciones el salario de un jinete, remuneración que, frecuentemente repetida al otro lado del Atlántico, da cuenta del valor que se otorgaba a este auténtico compañero de armas de la soldadesca. Desbordados los límites peninsulares, los perros de guerra españoles siguieron estando presentes en las batallas que tuvieron por escenario unas Indias pobladas por gentes muy diferentes a los mansos corderos lascasianos. Sobre las nuevas tierras se recortan las imponentes siluetas de Becerrillo, Leoncico, Marquesillo, Amadís o Bruto, destacados ejemplares inmortalizados en las crónicas de conquista. Segura, apoyado en los escasos datos que se conocen, llega a establecer una proporción matemática según la cual, por cada 100 soldados había aproximadamente entre 7 y 10 perros. Fuerza de vanguardia en los combates, alimento en casos de extrema necesidad, algunos de ellos fueron empleados para el aperreamiento o emperreamiento, es decir, en la ejecución de aquellos indios declarados culpables de delitos sacrílegos o contra natura. Práctica de extrema crueldad, mas extendida por la Cristiandad durante la Edad Media y el Renacimiento, el aperreamiento no era visto con buenos ojos por las autoridades españolas.

Más poderosas que las cédulas reales fueron los relatos tejidos por el dominico Bartolomé de las Casas, a las que se sumaron los grabados salidos del taller de Bry, imágenes en las que aparecen feroces perros despedazando a indefensos indígenas, munición propagandística que, repetida y reimpresa con puntual periodicidad, dio cuerpo a la Leyenda Negra.

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