En Estados Unidos no cabe un censor más. Sobre todo en las nuevas generaciones, adictas a convertirse en émulos de las camisas pardas nazis y las juventudes rojas comunistas. Los pardos y rojos de ayer se disfrazan hoy de arcoíris y Black (Lives Matter). La plaga amenaza con extenderse a Europa. Al menos el Brexit impedirá que, vía Erasmus, los estudiantes anglosajones que han cancelado en su tierra a David Hume, Richard Dawkins y JK Rowling pretendan censurar entre nosotros La gitanilla de Cervantes, la Divina Comedia de Dante o cualquier tragedia griega.
Por ello es tan relevante el ensayo de la francesa Caroline Fourest Generación ofendida. De la policía cultural a la policía del pensamiento. Aunque buena parte de la estupidez políticamente correcta y filosóficamente comprometida viene en última instancia de París (Foucault y Derrida mediante), también es verdad que es en Francia donde resisten los últimos mohicanos de la Ilustración sin miedo (La derrota del pensamiento, Finkielkraut; La tentación de la inocencia, Bruckner). Entre estos últimos se cuenta Fourest, una pensadora y activista feminista, antirracista y homosexual que defiende valores universales abiertos (como la libertad de expresión) contra dogmas inquisitoriales (como la apropiación cultural).
A través del estudio de diversos casos de censura, intimidación y acoso en las redes sociales y en el ámbito académico, Fourest pone de manifiesto la deriva identitaria de la izquierda, que paradójicamente practica, en nombre del antirracismo, el racismo; en aras de la igualdad, la discriminación torticera; en el altar de la verdad, los autos de fe contra los que no se ciñen a los dogmas de la tribu izquierdista, que se cree moralmente superior y políticamente correcta.
Quienes, como Fourest o yo mismo, sufrimos en nuestros días los boicots de la derecha conservadora y religiosa a Godard y Scorsese por sus películas, tenemos no sólo la legitimidad sino el deber de denunciar ahora los intentos de acabar con el pensamiento por parte de la izquierda hegemónica en el ámbito de la cultura. Fourest relata cómo Madonna sufrió las iras del Papa por una gira en la que el decorado contaba con cruces ardiendo. Incluso Pepsi se retiró de la promoción de la campaña. Más tarde, sin embargo, tuvo que soportar que los progresistas se indignasen con ella porque homenajeó a Aretha Franklin vistiéndose de bereber. Resultó que "apropiación cultural" era de un calibre ofensivo superior al de la presunta blasfemia. Como bien dice Fourest, hoy día incluso Nelson Mandela sería acusado de ser un "tío Tom" por parte de la Teoría Crítica de la Raza (un modo de racismo inverso y oportunista por parte de académicos y activistas negros como Ibram X. Kendi y Whoopi Goldberg).
Los inquisidores de la apropiación cultural funcionan como los integristas. Su objetivo es conservar el monopolio de la representación de la fe, prohibiendo a los demás pintar o dibujar su religión (...) Esos activistas prefieren prohibir que crear ellos mismos.
Como decía, Francia es la reserva espiritual del pensamiento libre. Pero también ahí, constata Fourest, empieza a haber grietas. Por ejemplo, por la Unión Nacional de Estudiantes de Francia, el sindicato de izquierdas más antiguo, que ha cambiando a Trotsky y la hoz y el martillo por Tariq Ramadan y el hiyab. Un "estudiante sindicalista", una contradicción en los términos, declaraba que el incendio de Notre Dame le importaba un carajo porque no era sino un símbolo de los blancos. Trotsky hubiese sido capaz de volar la catedral católica por alienante y burguesa, pero al menos lo habría sentido.
A través de breves capítulos, de "Una jauría de inquisidores" a "Caza de brujas", pasando por "Madonna, a la hoguera" o "¡En Canadá, hasta boicotean el yoga!", y con un ágil estilo, el ensayo de Caroline Fourest es un compendio de los errores con que la combinación de ideología y jerga, odio a la cultura y resentimiento contra la excelencia está devastando a una izquierda cada vez más parasitada por sus elementos más reaccionarios, en los que la razón ilustrada disminuye a medida que crece la sentimentalización espuria y las reivindicaciones justas ceden a las victimizaciones interesadas.
Las víctimas de violación, hostigamiento, genocidio, racismo, homofobia o transfobia merecen nuestra atención, que las escuchemos y saquemos las conclusiones del caso para desterrar los mecanismos que trituran nuestros vínculos. Muy distinto es que los oportunistas se aprovechen de la compasión para abrir una oficina de quejas permanente, donde se indignan por todo y nada, sin ver las cosas con perspectiva, simplemente para llenar el kiosco y existir en los medios.
Generación ofendida es un pequeño gran libro que ilumina con precisión una época cada vez más tenebrosa.