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Santiago Navajas

Radden Keefe, el periodismo total

El periodismo es básicamente investigación más relato. El orden de los factores importa.

El periodismo es básicamente investigación más relato. El orden de los factores importa.
Patrick Radden Keefe, en Barcelona. | Europa Press

Un personaje de Chesterton, reportero a más señas, estableció la más famosa definición del periodismo: contar la muerte de Lord Jones a gente que jamás supo que Lord Jones estaba vivo. Sin embargo, es menos conocido, porque Chesterton es muy citado pero no tanto leído, que su reportero sigue argumentando en La peluca púrpura:

Este corresponsal piensa que esta costumbre, como otras muchas en este gremio, es mal periodismo, y que el Daily Reformer tiene que dar un mejor ejemplo en este aspecto. Así que se propone contar la historia como ocurrió, paso a paso. Empleará los nombres reales de los involucrados, que en la mayoría de los casos están dispuestos a confirmar sus testimonios. En lo que concierne a los titulares, a las proclamaciones sensacionales, vendrán al final del relato.

El periodismo es básicamente investigación más relato. El orden de los factores importa. No hay que confundir a Arcadi Espada, un periodista, con Javier Cercas, un literato. Los valores del periodismo son la verdad y la justicia. De nuevo, no hay que confundir a Arcadi Espada con Juan José Millás. Que el periodismo es investigación y relato, verdad y justicia, lo explicó John Ford a través de Dutton Peabody, el valiente (y alcoholizado) director en El hombre que mató a Liberty Valance que interpreta magistralmente Edmond O’Brien.

Me he acordado del reportero de Chesterton y de Edmond O’Brien leyendo No digas nada, el libro en el que el periodista de The New Yorker Patrick Radden Keefe investiga quién fue el hombre que mató a Jean McConville en diciembre de 1972 en Belfast. Como en el caso de la película de Ford, Belfast era en aquella época una ciudad en la que proliferaban los matones, autodenominados Ejército Republicano Irlandés, vulgo IRA, la ETA de los independentistas católicos. La desaparición de Jean McConville, una joven viuda madre de diez hijos, se produjo después de que unos guerreros del IRA aparecieran en su casa para rodear a la desventurada y sus diez criaturas y darle un paseo. No regresó. Treinta años después sus hijos, que fueron desperdigados por varias casas de acogida y orfanatos, pudieron empezar a resolver el misterio de la desaparición de su madre, a la que acusaban entre murmullos y pintadas de ser una confidente de los ingleses. Una puta literal y metafóricamente.

Radden Keefe, neoyorquino de raíces irlandeses, se lanzó como un sabueso –el periodista es un centauro de historiador y de detective, de Claudio Sánchez Albornoz y de Sherlock Holmes– detrás de las huellas que le iban proporcionando los testimonios que él mismo recababa y los que se encontró en una mina de declaraciones de terroristas del IRA depositadas en la biblioteca de la Universidad de Boston, que supuestamente debían estar a salvo de pesquisas hasta la muerte de sus protagonistas pero que salieron inesperadamente a la luz.

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A través de las aventuras y desventuras de varios terroristas, Radden deambula por la guerra fratricida entre católicos y protestantes por las calles irlandesas. Con un ritmo febril, ante el que palidece el mismísimo Tom Clancy, desfilan por sus páginas lo más granado del terrorismo del IRA, con especial protagonismo para Gerry Adams. Un papel secundario pero esencial lo desempeña Margaret Thatcher, uno de los pocos personajes que salen indemnes del panorama de miseria moral y criminalidad política que manchó, corrompió y casi llegó a destruir al pueblo irlandés, que aparece como una manada de alcohólicos henchidos de resentimiento y sedientos de sangre. Toda esa sociopatía tiene su encarnación más obvia en Gerry Adams, uno de esos malvados que se convierten en héroes nacionales y estadistas respetados mientras tienen los zapatos chapoteando en la sangre de sus víctimas, que suelen ser tanto enemigos como amigos.

La galería de personajes secundarios, de sacerdotes comprometidos a agentes dobles pasando por criminales de guerra que hacen carrera en el respetable ejército británico, es fascinante. Como Scappaticci, sicario del IRA que se dedicaba a cazar topos dentro del IRA siendo él mismo un topo. También averiguamos cómo el IRA acabó con el heteropatriarcado en el terrorismo incorporando a mujeres que tendían trampas sexuales a los soldados (espero que se capte la ironía). Dolours Price, feminista a fuer de terrorista, se negaba a pegarle un tiro a un soldado inglés en ropa interior: "A un soldado habría que matarlo cuando va de uniforme". Una mujer de principios (pasemos al sarcasmo).

Esta historia del IRA es especialmente dolorosa para un lector español porque es también la historia de ETA. Radden Keefe está inequívocamente del lado de las víctimas de matarifes ideológicos como Adams. De sus traumas y sus catarsis. Hasta el punto de que llega uno a sentir la ira que puede sentir el terrorista irlandés, que no quiso participar en la investigación del periodista, viendo cómo se destrozaba su imagen adulterada de buen chico responsable por los medios de comunicación habituales, más interesados en la leyenda que en la verdad. (Ese dogma también era destrozado por Ford en El hombre que mató…). ¿Hasta cuándo van a tener que aguantar las víctimas españolas e irlandesas la desesperación y la angustia para que se haga justicia y los asesinos de sus familiares sean castigados por sus crímenes? ¿Hasta cuándo vamos a seguir soportando que se nos quiera hacer comulgar con la piedra de molino del perdón a los asesinos, cuando bastante tenemos con tolerarlos en nuestras instituciones, que quieren destruir envenenándolas como antes lo hacían volándolas por los aires? Radden da voz a las víctimas:

Cuando las familias de los desaparecidos se conocieron, pudieron comprobar que compartían el mismo suplicio de las preguntas sin respuesta: ¿cuándo había muerto su ser querido, y cómo lo habían matado? ¿Había sufrido al morir? ¿Lo habían torturado? ¿Estaba muerto cuando lo echaron al hoyo?

El relato febril de Raddem tiene interludios dedicados a la psicología del criminal. Hay que ponerse en la mente del enemigo para llegar a conocerlo y, de este modo, destruirlo. Sólo hay un tipo de persona que odia más a Adams que las víctimas de sus crímenes ideológicos: los que fueron sus cómplices y camaradas en el asesinato pero que, en un momento dado, se sintieron traicionados y tuvieron que enfrentar el hecho de que sus sacrificios morales y personales no habían servido para nada. Entiéndase, estos terroristas no sentían piedad por sus víctimas sino por sí mismos.

Dolours Price tenía un agudo sentido del daño moral: creía haber sido desposeída de toda justificación ética para su propia conducta. El hecho de que la persona que dirigía el republicanismo por el sendero de la paz fuera su antiguo amigo, Gerry Adams, agravaba su sensación de resentimiento. Y es que Adams le había dado órdenes, órdenes que ella había obedecido sin dudarlo un instante, pero ahora parecía estar renegando de la lucha armada.

Pero Adams no es que se hubiese caído del caballo como San Pablo y hubiera reconocido el mal que había causado. Simplemente había visto la imposibilidad de su estrategia asesina y se había reconvertido en "hombre de paz" amparado por los que querían acabar como fuese con el terrorismo o por aquellos, como en el caso del español Rodríguez Zapatero para el caso del País Vasco y Venezuela, sentían una íntima solidaridad con los asesinos de su bando ideológico.

PD. Mientras se lee, la narración de Radden aparece tan detallada e increíble que uno tiende a pensar que el autor se la ha inventado en gran parte. Aunque se supone que es no ficción, es tan estremecedor y con tantos giros de guión que parece que es obra más de la imaginación que del rigor. Sin embargo, Radden aclara al final del libro, y no hay por qué dudar de su palabra, dado su prestigio y sus referentes: "Ni los diálogos ni los pormenores son inventados; si en algún momento describo los pensamientos de algún personajes es porque este me los explicó a mí, o a otras personas".

El imperio del dolor

Patrick Radden Keefe tiene la habilidad de hacerme odiar gente. Si en No digas nada me hizo detestar a Gerry Adams, con El imperio del dolor, sobre las farmacéuticas, ha puesto en la diana a Arthur Sackler. Psiquiatra, publicista a la vez que empresario farmacéutico y filántropo artístico, Sackler era el habitual hombre hecho a sí mismo de la leyenda norteamericana, capaz de salir de la miseria para llegar a convertirse en uno de los hombres más ricos y respetados. Sin embargo, su utopía de curar las enfermedades mentales con medicinas farmacológicas en lugar de terapias cognitivas y conductuales se iba a terminar convirtiendo en una distopía de adicciones de los pacientes y asalto a las instituciones regulatorias del Estado.

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Tanto Adams como Sackler causaron muchísimo daño, y aun así terminaron siendo venerados. Sackler era un psiquiatra que apostó por la terapia química para las enfermedades mentales, por encima de los desarreglos genéticos y el psicoanálisis. Desarrolló potentes fármacos como el Valium. Pero también fue el creador de la publicidad farmacéutica al estilo de Edward Bernays, poniendo la psicología al servicio de la propaganda. Degeneró la publicidad, sirviéndose de mentiras, estadísticas y falacias de autoridad. Compraba a los médicos con regalos y lavados de cerebro (los llamaba "congresos científicos"). Les puso un sueldo a los de la FDA. Al Capone a su lado era la Madre Teresa. Sackler, filántropo y coleccionista de arte, pasaba por ser un empresario ejemplar, un probo ciudadano, un científico acreditado. Bajo cuerda, destruía la competencia económica, capturaba al regulador estatal, corrompía a los médicos y convertía en adictos a los pacientes. Y eso que sólo puso los cimientos de lo que iba a ser el mayor atentado a la salud pública de la historia: la plaga de opiáceos que devasta actualmente los EEUU.

Pero esa historia de infamia la llevarían a su máxima expresión sus herederos. En Europa nos hemos librado porque los agentes reguladores son más estrictos y honrados. Arthur Sackler era un libertario. Defendía que el mercado era capaz de organizarse sin reguladores imparciales y objetivos. Una manera ideológica de crear impunemente monopolios a través de acuerdos comerciales contra la competencia y a favor de la manipulación y la mentira. Al leer el libro de Radden Keefe es imposible no tener presente a Adam Smith cuando advertía contra los que detentan el poder en la esfera económica pervirtiendo los mecanismos legítimos de mercado. Recordad, también necesitamos separación de poderes en la economía. Es recomendable leer El imperio del dolor en paralelo al visionado de Dopesick: Historia de una adicción, en Disney+. La serie se centra en la última canallada farmacéutica de los Sackler y representa a la perfección la colusión perversa de medicina y propaganda. Tanto el libro como la serie nos advierten contra los expertos. O, mejor dicho, contra la confusión entre la ciencia y los científicos convertidos en gurús muchas veces con conflictos de intereses, sesgos gremialistas o simplemente ignorancia basada en datos.

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