El terrorismo islámico ha acorralado a Occidente, poniendo en peligro el orden internacional en el que vivimos desde la caída del comunismo. Sin embargo, la salida de Obama –y la clausura del legado que pensaba dejarnos en la figura de Hillary– es una gran oportunidad. No hay duda de que la presión islamista va a hacer cambiar el orden mundial a corto plazo (Kissinger dixit en una entrevista a The Atlantic en noviembre), pero sí sobre cómo lo hará. Occidente no tiene más remedio que elaborar un programa del fin del fin de la Historia, por reformular la expresión de Fukuyama. Estados Unidos va a liderar ese cambio y Europa habrá de seguirle, por su condición de fundadora de Occidente, por su posición geográfica, por las consecuencias de la crisis de los refugiados y por la numerosa población musulmana que alberga.
Si lo hace, cambiará el orden mundial. Si no lo hace, también. En el primer caso, porque Occidente, aunque siga garantizando la paz y el equilibrio de poderes, lo hará con un concepto más histórico e identitario de su naturaleza, y no desde uno político-ideológico. En el segundo caso, porque el Califato extenderá su poder.
Es ya un lugar común que el tránsito del siglo XX al XXI lo marca –en términos históricos, no cronológicos– el 11 de septiembre de 2001. Desde entonces, al resto de problemas o acontecimientos que marcan la evolución de los países occidentales y del mundo entero hay que añadir el impacto del terrorismo islamista. No es que antes de 2001 no hubiese terrorismo islamista, pero la enormidad del 11-S y sus consecuencias –intervención en Afganistán y en Irak, ausencia de ella en Siria, aumento del terrorismo en todo el mundo y particularmente en Europa– ha cambiado decisivamente el propio concepto de orden mundial. Al Occidente victorioso del comunismo soviético le ha surgido otro rival con ambición universal, el islamismo, sin que aquél haya adaptado sus mecanismos de defensa.
Hasta hoy, la situación la definía lo que, en términos menos deterministas pero más científicos que Fukuyama, Popper había llamado, muchos años antes, la sociedad abierta. La victoria del orden producido por la democracia liberal, y más concretamente por lo que Henry Luce, el famoso publicista americano, había llamado "el siglo americano". Este éxito cumplía esta Navidad –y la efeméride ha pasado sin pena ni gloria– su vigésimo quinto aniversario, el de la caída de la Unión Soviética. Pero se suelen contar los veintisiete que transcurren desde la caída del Muro de Berlín.
La historia es conocida. La II Guerra Mundial dejó dos poderes dominantes que pasaron a enfrentarse en una larga Guerra Fría cuyos jalones eran enfrentamientos locales (Corea, Vietnam) y que tuvo buen término con el colapso económico del entonces conocido como Telón de Acero. Una de las características de ese mundo comunista era el cierre de sus fronteras para sus habitantes –de ahí el valor emblemático del Muro de Berlín, que impedía físicamente salir a los de la República Democrática Alemana–. Por eso resultó determinante para acelerar el final del comunismo la huida masiva de refugiados desde estos países hacia Europa Occidental en el verano de 1989.
Vivimos hoy, curiosamente, a causa de la guerra de Siria –ese Chernóbil geoestratégico, al decir del general Petraeus–, una crisis de refugiados similar, aunque infinitamente mayor a la de entonces. La diferencia sustancial es que ésta no preludia victoria alguna de Occidente.
Esta crisis migratoria no representa solamente la huida de grandes masas empobrecidas económica y políticamente por sistemas tiránicos y opresivos, sino que es un instrumento más para la generación de terror. La utilizan específicamente grandes grupos terroristas como el ISIS. La aprovechan para introducir agentes capaces de cometer atentados y para recaudar dinero a través de las mafias que hoy controlan el tránsito de personas. No es, pues, la victoria de un sistema político y económico sobre otro, como ocurrió a finales del siglo pasado, sino una desgracia más del modelo de civilización islámico, que añade esta debacle a su resentimiento hacia Occidente desde la caída del Imperio Otomano, en 1918.
Si en 1989 la crisis migratoria fue el síntoma de la rendición de un sistema ideológico agotado, la de hoy, siendo una derrota más del islamismo, es transformada por éste en medio de conquista.
Lo peculiar del momento presente es que, si antaño el movimiento de refugiados presagió la victoria de Occidente, en este episodio de lo que algunos han llamado la IV Guerra Mundial (Eliot Cohen, Norman Podhoretz) denota más bien un período de retirada o incluso derrota en el bando occidental.
Ello es sin duda consecuencia de las políticas de Obama y de su liderazgo desde atrás, concepto inventado tras su retraimiento ante la intervención en Libia en 2011 y confirmado con su rechazo a intervenir en Siria en 2012, después de haber prometido su participación. El caso es que la mutación de Al Qaeda –aunque pervive también con este nombre– en el ISIS, como califato spin off de la primera, debido a la miopía y cobardía del presidente americano, ha convertido a todos los países europeos en campos civiles de batalla.
Esto es, de facto, una alteración sustancial del orden mundial surgido de la Guerra Fría.
Si, para el inquilino de la Casa Blanca, el ISIS era originalmente –y equivocadamente– un "equipo de aficionados", hoy libra una demencial guerra de conquista contra unos Estados que no quieren enterarse de que están en guerra, en el mero centro de sus capitales. A su vez, estas naciones luchan con una decadencia civilizatoria específica que las inhabilita para combatir contra un nutrido grupo de fanáticos islamistas que carecen de casi todos los atributos mínimos para las guerras tradicionales pero que cuentan con el terrorismo como medio más seguro para lograr sus objetivos políticos.
En el origen de esta guerra está la famosa fetua de Ben Laden del año 1998, en la que llamaba al asesinato de americanos por osar éstos tocar la tierra sagrada del Hiyaz. Su convicción era que, tras unas tres décadas de falta de respuesta efectiva a ataques terroristas de diversa consideración en medio planeta contra sus intereses, Estados Unidos era un "tigre de papel" (entrevista de Ben Laden con ABC News, 1998) que, si era golpeado con fuerza suficiente, salía cobardemente huyendo. Esto fue lo que determinó la bestialidad y audacia de los ataques del 11 de Septiembre. Esta percepción de debilidad es lo que determina hoy la perseverancia del yihadismo.
El relativo éxito militar –la reducción del territorio controlado por el Califato– y el encomiable esfuerzo atribuible a la seguridad interior –que asume una responsabilidad excesiva– han impedido una debacle total de Europa, pero nada más. Nuestra estrategia es claramente la retirada y el enemigo no lo ignora.
El orden mundial se tambalea. Por ello, 2017 será un año decisivo.
Es inequívoco interpretar la derrota de Hillary en Estados Unidos como un rechazo a las políticas de Obama, incluida la de abandono de una lucha efectiva contra el terrorismo. La situación lo exigía, pues aun si renunciamos por caridad a contar el números de refugiados generados, baste decir que son cifras comparables a las de la II Guerra Mundial; pero es que las muertes en Siria rondan las 500.000, cifra que supera ampliamente en la mitad de tiempo la de las guerras de Irak y Afganistán.
El nuevo presidente norteamericano, que no es partidario de la reconstrucción democrática de las tiranías mesorientales por su excesivo coste humano y económico, tampoco lo es de considerar el terrorismo un fenómeno con el que las sociedades occidentales hayan de convivir. Hay además elecciones en muchos países europeos significativos: Francia, Alemania y Holanda. En todo Occidente se discute de una cosa: la inseguridad, tanto económica como física, en sociedades afectadas además por una decadencia civilizatoria e identitaria.
Los terroristas islámicos lo saben y cuentan con ello para la victoria. Son mejores intérpretes de la Historia y de las corrientes ideológicas y sociales que nosotros, por nuestras carencias posmodernistas. A pesar de su debilidad material, la firmeza de sus convicciones y la decisión con que las ponen en práctica los hacen enemigos terribles. Baste ver el ejemplo de Israel, primera víctima histórica de este tipo de terrorismo, del que, curiosamente, puede considerarse precursor más claro el laico Arafat.
La victoria en esta guerra requiere una estrategia global que integre la reconstrucción económica interna de Occidente, el refuerzo de su seguridad y la eliminación de terroristas en sus países de origen, además de la creación de condiciones de vida decentes en Oriente Medio. Todo ello bajo el marco imprescindible de una reafirmación de la identidad propia. La resignación a la continuidad en que consiste el modelo vigente está condenada, no ya por el descubrimiento de que es una derrota a medio plazo, que lo es, sino por la rabia sorda que empieza a generar en las poblaciones occidentales. La elección de Trump es una señal clara.
En una entrevista para la cadena de televisión americana Cspan del año 2002, el historiador Bernard Lewis realiza durante tres horas numerosos comentarios sobre la posibilidad de democratizar Oriente Medio. En varias ocasiones usa como ejemplos las democratizaciones de Alemania o Japón que sucedieron a la II Guerra Mundial. Lista los dramas que debieron superarse. Cita Hiroshima. Y concluye, refiriéndose a Irak, parte de cuyo territorio hoy ocupa ISIS: dudo de que haya un Hiroshima en Irak. A saber, la IV Guerra Mundial sigue siendo una broma en comparación con la II. Todavía.
Porque la inacción de Obama y la estrategia del avestruz de Europa amenazan con hacer inevitables esfuerzos bélicos de gran envergadura para evitar la extensión del poder de ISIS en Siria e Irak, por un lado, y el logro por parte de Irán, primer promotor mundial estatal de terrorismo, de un arma nuclear. La continuidad de la deriva actual puede llevarnos a situaciones más comparables a Hiroshima de lo que imaginaba Bernard Lewis.
Recae pues sobre los occidentales la ineludible responsabilidad de responder a esta IV Guerra Mundial ganándola. No es sólo la superioridad económica y militar lo que haría grotesca la derrota, sino que sería la prueba del nueve para los islamistas de que sus ideas sobre lo que es Occidente –débil e inconsecuente– y sobre el Islam –fuerte sólo si violento y radical– son correctas. Buscan una victoria civilizatoria y la obtendrían.
En otras palabras: sólo un rearme civilizatorio occidental puede servir de base a la pervivencia de un cierto orden mundial; pero ese rearme es a su vez una modificación sustancial del vigente.