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Regino García-Badell

Un bachillerato clásico

Desde el 68, los mejores estudiantes han sido maltratados y abandonados por sus autoridades educativas.

En 1991 el periodista y filósofo Didier Eribon (Reims, 1953) publicó un libro de entrevistas con el famoso y casi legendario historiador del arte Ernst H. Gombrich (Viena, 1909 – Londres, 2001) con el título Ce qui l’image nous dit (traducción española: Lo que nos cuentan las imágenes; se ha editado varias veces, por ejemplo, en Elba, 2014). En esas páginas, llenas de sugerencias para todos los interesados en el arte y sus interpretaciones, Gombrich cuenta bastantes cosas de su vida, que, como se puede suponer en un judío vienés de su tiempo, no estuvo exenta de sobresaltos, como los que le llevaron a exiliarse en Londres en 1936. Allí encontró trabajo en el Instituto Warburg, fundado por el historiador del arte Aby Warburg (1866-1929). El Warburg había acumulado decenas de miles de libros de arte, y tras la llegada de Hitler al poder sus responsables decidieron trasladarlo desde Hamburgo a la capital británica.

En la conversación con Eribon, Gombrich narra algunas de las peripecias por las que el instituto tuvo que pasar en aquellos muy convulsos años. Por ejemplo, cuenta cómo el Ministerio de Trabajo inglés les cedió un local para instalar sus libros; un local en el que no había estanterías. Escribieron al alto funcionario del que dependía el asunto, pero no les hacía ni caso. Hasta que alguien les dijo que el responsable era un erudito que "no entiende más que la poesía latina medieval". Así que Gombrich no tuvo más remedio que escribirle la petición en forma de poema latino medieval. Y el funcionario contestó inmediatamente en la misma forma, concediendo las estanterías que tanta falta les hacían.

Que un austríaco especialista en arte y un funcionario del Estado británico, que no eran profesionales o profesores de esa lengua, se comunicaran en latín medieval en los años 30 del pasado siglo era posible porque los dos habían estudiado latín en el bachillerato, y lo habían estudiado a fondo. Y es que hasta hace muy poco, me atrevo a decir que hasta el 68, los sistemas educativos de todos los países europeos mantenían un bachillerato de bastante exigencia, en el que los alumnos recibían una sólida formación humanística que les permitía conocer los fundamentos del cálculo infinitesimal, manejarse con cierta soltura con las lenguas clásicas, comprender lo más elemental de la mecánica newtoniana y enterarse de lo que dijeron Platón o Aristóteles.

Es verdad que ese bachillerato exigente sólo lo estudiaba un porcentaje pequeño de la población. Por dos razones. La primera, y muy importante, de orden económico: porque no todas las familias podían prescindir del trabajo de los chicos de entre diez y diecisiete años o no tenían dinero para costearles esos estudios. Y la segunda, porque no todos los chicos tenían la capacidad intelectual y la fuerza de voluntad necesarias para afrontar esos estudios.

Las sociedades europeas, y la española en sumo grado, necesitan, y cada vez más, que a los 17 o 18 años un porcentaje considerable de alumnos haya alcanzado una formación parecida a la de los antiguos bachilleres

Pero, a pesar de todo, un porcentaje no desdeñable de la población llegaba al final de la secundaria con una formación que hoy nos parece bastante admirable. Como lo demuestra la anécdota de Gombrich y el funcionario inglés.

Ahora, el crecimiento económico y el desarrollo social de los países occidentales han reducido de forma casi absoluta el obstáculo financiero que impedía que los chicos de esa edad estuvieran escolarizados. Y hay que alegrarse infinitamente por ello.

Lo que ni el crecimiento económico ni los avances sociales pueden conseguir es que todos los chicos sean capaces de asimilar los contenidos de un bachillerato humanístico exigente; el de Gombrich, para entendernos.

Sin embargo, las sociedades europeas, y la española en sumo grado, necesitan, y cada vez más, que a los 17 o 18 años un porcentaje considerable de alumnos haya alcanzado una formación parecida a la de los antiguos bachilleres.

Un sistema educativo tiene que dar respuesta a las aspiraciones y a las aptitudes de todos, absolutamente todos, los alumnos. Pero también de todos esos que podrían aspirar, porque estén capacitados para ello, a acabar la secundaria con la formación que siempre tuvieron las élites intelectuales de los países europeos. Y la realidad es que, desde el 68, los mejores estudiantes han sido maltratados y abandonados por sus autoridades educativas. Recordar la anécdota de Gombrich me lo hace aún más evidente.

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