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Santiago Navajas

De padres progres, hijos 'millennials'

Los padres progres son aquellos que han criado una generación millennial consentida y quejica, abonada a los 'espacios seguros'.

Los padres progres son aquellos que han criado una generación millennial consentida y quejica, abonada a los 'espacios seguros'.
XOÁN REY / EFE

Una iniciativa por internet para protestar por el examen de Historia de España planteado en la Selectividad realizada en Andalucía lleva recabadas más de 20.000 firmas de "estudiantes" y solidarios abajofirmantes. El caso es que los alumnos se quejan de que haya caído el último tema de la asignatura, el de los Gobiernos democráticos del período 1977-2000. Precisamente se acaban de cumplir cuarenta años de la primeras elecciones celebradas tras la muerte del dictador Franco, por lo que la elección del tema en cuestión puede ser considerado un homenaje por parte del anónimo ponente. Maldito homenaje, habrán pensado los protestantes.

También se escuchan quejas porque el artículo periodístico que cayó en el examen de Lengua, sobre fraudes financieros en la última crisis económica, les ha parecido a muchos difícil de comprender. Si a la ignorancia lingüística sumamos el analfabetismo financiero, crónico en nuestras latitudes, es comprensible que sentencias como "los fraudes bancarios son consecuencia de los intereses creados en la farsa democrática" les parezcan más propias de un examen de chino que de español.

No me extraña que los alumnos protesten, al fin y al cabo forma parte de la adolescencia la rebeldía sin causa, al menos desde que Nicholas Ray y James Dean conspiraran para darle cierto glamour estético a la angustia existencial caprichosa y a la reivindicación ética de derechos sin deberes asociados. Pero lo que sí resulta preocupante es que sean los padres progres de dicha generación millennial los que apoyen unas reivindicaciones que suponen sancionar la irresponsabilidad como talante y la queja como método.

Forma parte de la obligación de los profesores y los alumnos –y por extensión a los padres, como principal soporte de todos ellos– que el temario se cumpla en su totalidad. Durante el curso se pierden muchas horas de clase debido a huelgas, viajes y otras actividades extraescolares. Pero dichas horas deben ser compensadas por un esfuerzo extra, con clases suplementarias y deberes complementarios. Una planificación adecuada del temario, y un afán tanto por el conocimiento en sí como por las utilitarias ganas de obtener las mejores calificaciones posibles, debe llevar a una profundización exhaustiva en los diversos apartados del temario. Sobre todo, en uno tan cercano como el de los Gobiernos democráticos, que debería ser desarrollado por cualquier estudiante de segundo de bachillerato que tuviese un conocimiento básico de la cuestión por el mero hecho de ser un ciudadano informado de su época. Tres cuartos de lo mismo, por cierto, para el texto periodístico sobre las crisis financieras, un tópico recurrente en todo tipo de programas de televisión y en las conversaciones cotidianas. Salvo, claro, que gran parte de dicha generación esté más pendiente de la última ocurrencia del penúltimo instagramer o la antepenúltima tendencia lanzada por el enésimo influencer.

Los padresprogres son aquellos que han criado una generación millennial consentida y quejica, abonada a los espacios seguros, donde sus opiniones no se pueden criticar porque su subjetividad es sagrada. Los cuarentones progres creyeron durante su propia adolescencia en toda clase de mitos –del izquierdismo de salón al ecologismo místico, del comunismo esclavista al amor libre–, que se les fueron derrumbando poco a poco. Por lo que no les importa, todo lo contrario, el nihilismo analfabeto de la generación que han creado, tutelados por unos psicólogos que los bombardean con consignas baratas de autoayuda allá donde a ellos les endilgaron sermones rancios sacerdotes neotomistas o mítines radicalizados líderes estudiantiles paleomarxistas.

Cuando vieron el examen de Historia, algunos, me cuentan, lloraban. Podrían haberse reído de sí mismos, de su apuesta fallida por un tema que pensaban que no iba a caer (los rumores falsos, las vanas esperanzas), pero prefirieron llorar. ¿Por qué no? Durante toda su vida han aprendido que con unas cuantas lágrimas y algo de postureo indignado consiguen cualquier demanda. También les han enseñado sus mayores progres que lo que importa no son los hechos, en este caso que sepan o no un tema que sabían que podía entrar, sino un relato, una narración, es decir, un cuento chino. También creen que la realidad se reduce a unos cuantos clics en internet y a unos cuantos tuits pretendidamente sarcásticos, adornados con gifs supuestamente graciosos. Y muchos selfies en Instagram, apoyados por innumerables likes, corazoncitos y smileys. Por eso se apuntan a todas las huelgas, comentadas por Facebook pero ignoradas en las calles, donde no se les ve el plumero (solo van a las manifas si tienen datos en sus móviles para poder subir fotos a las redes sociales).

Pero la responsabilidad mayor reside en aquellos padres que plantean una dicotomía entre los deberes que realizan los alumnos y su derecho a la felicidad, como si la realización de una hora y media de deberes por las tardes supusiese el equivalente al Gulag soviético o al Infierno dantesco. Unos padres que han transmutado la teoría del apego en una justificación para evitar cualquier fuente de frustración a sus hijos, como si fuesen de cristal. Por supuesto, no lo hacen por su descendencia –que necesita oír la palabra pedagógica más dura pero más necesaria: "NO"–, sino por evitarse el enfrentamiento que supone el proceso educativo: el doloroso cierre de la brecha que existe entre el narcisismo infantil y la asunción del principio de realidad. Unos padres que enseñan a sus hijos que todo debe ser gratis, de los libros de texto al salario profesional, y que lo merecen todo por el mero hecho de existir. Un merecimiento que no debe ser alcanzado gracias al sudor y al trabajo, una ideología al parecer a medio camino entre la Biblia y el neoliberalismo salvaje, sino por obra y gracia del Espíritu Santo, en su versión posmoderna y socialdemócrata denominado "Estado de Bienestar". Y que la complejidad del difícil-ser no perturbe el dolce far niente del confortable bien-estar.

Al fin y al cabo, ¿para qué existe esa institución denominada escuela, desde primaria y hasta que finalmente se consigue un título universitario? Pues precisamente para sacar a los jóvenes del ámbito familiar. Y no porque este sea necesariamente malo, sino para que escuchen voces diversas a las que les han conducido en una determinada dirección antes de que tuviesen uso de razón. Por eso es mejor la escuela pública que la privada, dado que esta última busca ser una prolongación ideológica y metodológica de la familia. De ahí que los padres honestos se pongan de parte de los profesores contra las quejas de los hijos, porque entienden, seguramente con todo el dolor de su corazón, que gracias a esos extraños los hijos dejarán de ser unos meros apéndices suyos para conquistar la autonomía de su propio yo. Y luego están, qué remedio, los que, como Pablo Iglesias, ríen la gracia a un padre que ha convertido a su hija en una marioneta de sus propios prejuicios. Hemos pasado de aquellos padres mentirosos de Kipling ("Si alguien pregunta por qué hemos muerto, / decidles: porque nuestros padres mintieron") a estos progenitores consentidores ("Si alguien pregunta por qué hemos fracasado, / decidles: porque nuestros padres nos malcriaron"). Hemos mejorado, eso sí: no estamos pariendo una generación de jóvenes muertos, apenas de youtubers.

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