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José Sánchez Tortosa

Nacionalcatalanismo

Cataluña no es la Alemania nazi, pero presenta rasgos política y culturalmente análogos sobre los cuales no es decente callar.

Cataluña no es la Alemania nazi, pero presenta rasgos política y culturalmente análogos sobre los cuales no es decente callar.

Sin la menor esperanza de que sirva para algo en mitad de la estridente cacofonía que asfixia por todas partes la más elemental racionalidad, es obligación del filosofar tomarse en serio las palabras, obsesivamente, sin ceder a la imprecisión o al relax de la metáfora ciega, definir y analizar, dar la batalla del rigor en el lenguaje, siempre perdida frente a la propaganda y la imagen. La escaramuza empieza aquí:

Uno de los activos más groseros en la confrontación dialéctica es elrecurso al nazismo o a Hitler como insulto con el cual mancillar el nombre del enemigo y cerrarle la boca. En la coyuntura que hoy padece España, la comparación del Gobierno de España o del Gobierno nacionalista catalán con la Alemania nazi es, en general, desproporcionada y ajena al escrúpulo histórico, filosófico y terminológico que una comprensión ajustada requiere.

Sin embargo, toda comparación, como ya estableció Platón al erigir la disciplina conocida como Filosofía, consiste en decir lo igual de lo diferente. No se puede comparar lo que es idéntico ni lo que no tiene relación alguna. Así, pues, cabe la comparación, pero hay que hacer el trabajo de darle el contenido que corresponda presentando los parámetros de la comparación. Cataluña no es la Alemania nazi, pero presenta rasgos política y culturalmente análogos sobre los cuales no es decente callar.

El nacionalsocialismo es una realidad política e histórica crucial y crítica de la Historia europea de breve duración pero de una gran complejidad y que atraviesa distintas fases en su devenir. Resulta inevitable vincular su mera mención con Auschwitz y el Holocausto judío. Resulta inevitable asociarlo a la extrema derecha y al genocidio racista. Resulta, por tanto, necesario aclarar algunos aspectos claves del fenómeno.

En los primeros años de existencia del NSDAP, partido obrero y socialista en su denominación misma, ya era explícita su judeofobia, pero no se aplican medidas antijudías hasta las leyes de Nuremberg de 1935 y no se procede al exterminio sistemático de judíos hasta el inicio de la operación Barbarroja, en junio de 1941. La persecución de opositores políticos y el exterminio eugenésico de enfermos mentales y otros disminuidos comienza al poco de llegar los nazis al poder, en enero de 1933. Es evidente que no hay un programa de ese calibre ni en las más enloquecidas proclamas de la CUP, y también es patente que los nacionalistas catalanes no disponen de un aparato de Estado como el que llegó a constituir el Tercer Reich. De todos modos, es inocultable la judeofobia, disfrazada de antisionismo, de los sectores más retrógrados del secesionismo, a pesar de que haya otros, minoritarios, que se presentan como amigos del Estado de Israel.

Hay otra diferencia que, de modo aproximadamente paradójico, desemboca en similitud. Y se antoja fundamental. Se trata de la lengua, que sustituye a la raza en el trono de las exigencias culturales y políticas. Tras la II Guerra Mundial y el fracaso bélico de los fascismos y del nacionalsocialismo, la raza quedó relegada como reivindicación política al ámbito de lo innominable, del tabú, de lo que no es ya rentable ni operativo retóricamente. Su lugar lo ocupó la cultura y, en particular, la lengua. El mito de la cultura, como secularización santificante y redentora del Reino de la Gracia, según la lúcida tesis del profesor Gustavo Bueno, pervive en la glorificación devota de la lengua, reserva espiritual del pueblo, inspiración ancestral que sopla a través de los miembros de la tribu en el idioma propio (Volkgeist), anegando a los sujetos individuales en el magma totalitario de la comunión tribal y sus ceremonias flamígeras. Y ello a pesar de que el más elemental estudio de la historia de las lenguas impugna ese sustancialismo lingüístico ilusorio y ofrece la evidencia de sus giros, desplazamientos, mutaciones, mezclas, préstamos de otros idiomas y neologismos, a menudo por cuestiones sociales, ideológicas o políticas, cuando no por mera incompetencia. Ejemplos de ello podemos encontrar, en el caso del catalán, en los libros de Javier Barraycoa y, en el del vasco, en los estudios de Jon Juaristi.

El mito de la cultura, omnipresente hoy día, capaz de magnificar cualquier trivialidad y de justificar cualquier atrocidad, preso de una oposición maniquea y metafísica entre naturaleza y cultura, tiene sus orígenes modernos en el romanticismo alemán (Herder, Fichte), allí donde la sentimentalización de los pueblos en busca de Estado abocó a la vieja Europa de entreguerras al delirio colectivo de la teleología en la Historia. La imposición de sentido, variante exacerbada del progresismo, determinó que cuanto se opusiera a la marcha de los tiempos habría de perecer para no detener su avance. Así pues, el catalanismo, un romanticismo regional al fin y al cabo, se caracteriza por una xenofobia lingüística, si bien en los venerables padres de la patria catalana, como Prat de la Riba, se pueden encontrar ocurrencias raciales poco pudorosas (La nacionalitat catalana, 1906):

La raza es, pues, otro elemento importantísimo [de la nacionalidad]. Ser de una raza quiere decir tanto como tener el cráneo más o menos largo o amplio, alto o achatado, poseer un ángulo encefálico más grande o más pequeño, ser de complexión orgánica fuerte o débil, ágil o pesada, delicada o grosera, estar inclinado a tales pasiones o vicios o a tales cualidades o virtudes.

Desde el punto de vista filosófico, el idealismo alemán, especialmente en su versión hegeliana, apunta a lo que podría llamarse un monismo (o totalitarismo) ontológico. El guante de dicha tendencia, reservada, según pudiera parecer, para el entretenimiento erudito de aburridos catedráticos de metafísica, es, sin embargo, recogido por aquella práctica política cuyo fanatismo lo vincule todo a un principio único más o menos fantasmagórico. Así, cuando la raza, la patria o la lengua se convierten en sagrados dogmas de inflexible fidelidad, no queda margen más que para una educación doctrinal totalitaria, en el sentido de que tiende a saturar e invadir todos los aspectos de la vida del escolar. Cegados por una verdad absoluta, los líderes del movimiento se ven en el deber sagrado de adoctrinar en dicha fea los jóvenes a los que pertenecerá ese futuro dotado de sentido.

El adoctrinamiento en las aulas de la escuela pública catalana y el uso ritual de las juventudes uniformadas recuerdan, con las diferencias que existen y se están poniendo aquí sobre la mesa, a la pedagogía nacionalsocialista, que también sacrificaba los contenidos académicos y científicos a la difusión y celebración de los valores transversales de la nueva teología laica. En esa labor, el papel de la lengua ha sido decisivo, como lo era en la educación nazi: Una sangre, una lengua, una tierra. De ahí que también haya una analogía entre la política expansiva del Tercer Reich (Lebensraum), orientada a incorporar los territorios histórica o demográficamente considerados germánicos (völkisch), con el explícito expansionismo catalán hacia Baleares, Valencia, Aragón, Francia (Países Catalanes). El criterio de demarcación es en ambos casos la lengua. En el caso nazi, lo es incluso más que los rasgos biológicos, heterogéneos y menos controlables que el idioma. El supremacismo racista nazi era hasta cierto punto flexible, pues admitía aliados meridionales (italianos), semitas (árabes), asiáticos (japoneses). Su esencia era antijudía y su consecuencia, la identificación y exclusión del judío, su expolio y su exterminio. El supremacismo del nacionalcatalanismo no es biologicista, aunque por metáfora, no siempre inocente, se use con frecuencia la referencia al ADN como acervo colectivo. Es lingüístico y antiespañol y tiende a señalar a los que no son buenos catalanes, identificados no ya con los que no hablan catalán, sino con los que no son fieles a la causa nacionalista.

Los estallidos de odio pueden materializarse pronto pero, al menos de momento, sus consecuencias reales, con la posibilidad de agresiones físicas de gravedad, parecen contenidas por el carácter virtual y mediático de los tiempos postmodernos. No obstante, su fuerza, asistida por la torpeza, la ingenuidad y la complicidad de agentes políticos, económicos y mediáticos, llega hasta dividir una sociedad privilegiada en grupos difícilmente reconciliables, con efectos imprevisibles, abriendo una fractura social que durará generaciones y que sólo una reestructuración de la enseñanza, haciéndola común para todos los españoles en sus elementos básicos, y de los medios de comunicación podría contribuir a suturar.

El 24 de marzo de 2007, Enric Sopena publicó un artículo en El País bajo el título "La tribu de Goebbels". El sintagma aludía a lo que él llamaba derecha y le reprochaba su visión catastrófica del problema catalán, bajo control gracias a las políticas zapaterinas. Diez años después, la realidad impone su implacable ley y la tribu feudal que agita a las masas desde el privilegio de sus ministerios de propaganda con el propósito declarado de destruir la unidad y la igualdad de los ciudadanos de la nación española es la de la estelada, refutando los optimistas augurios del progresismo exquisito.


José Sánchez Tortosa, coautor de Para entender el Holocausto.

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