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Xavier Reyes Matheus

Cuando te quedas sin país

No sé si con el reconocimiento de nuestra debacle y de sus causas los venezolanos podremos ganar algo a estas alturas; pero lo cierto es que sin él no se podrá hacer nada.

No sé si con el reconocimiento de nuestra debacle y de sus causas los venezolanos podremos ganar algo a estas alturas; pero lo cierto es que sin él no se podrá hacer nada.
EFE

En Venezuela, donde es tan difícil dar crédito a datos y a cifras, cuesta saber a ciencia cierta cuántas personas han abandonado el país, pero los telediarios nos muestran con frecuencia la riada de gente que se precipita sobre las fronteras con Colombia y con Brasil. Otros países, como Estados y Unidos y España, también han visto multiplicarse en muy poco tiempo el número de inmigrantes venezolanos, y ya se han dado casos de naufragios y ahogamientos entre algunos que intentan alcanzar las islas del Caribe. Panamá, Chile, Argentina, Ecuador…la onda expansiva de la miseria chavista llega a todas partes y convierte en nómada a una nación acostumbrada, hasta unas décadas atrás, a ser ella quien daba acogida a los extranjeros.

Pero no es únicamente esa inversión en el vector migratorio lo que hace que la experiencia del exilio resulte especialmente traumática para los venezolanos. También cuenta mucho el hecho de haber vivido, durante generaciones, arrullados por un discurso que, en resumidas cuentas, les hacía creer que habían nacido en el mejor país del mundo. Cuna de buena parte de los libertadores continentales, al orgullo de su gesta de independencia se sumó en el siglo XX el de tener bajo los pies un pozo de petróleo que lo inundaba de dólares. Con eso, los venezolanos creyeron tener la vida resuelta. Le confiaron al Estado la administración de la renta petrolera mientras ellos se dedicaron a divertirse con sus misses y su whisky importado. Y eso, que valía para las elites, se predicó también para las masas pobres e incultas que el país había heredado de los tiempos anteriores a su súbita riqueza, pues una vez establecida la democracia se les dijo que todo lo que tenían que hacer era ir cada cinco años a votar. La democracia consistía en eso: en que el pueblo, con su voto, contrataba el servicio de contables desastrosos y poco transparentes que le asignaban alguna paga, con la que todo el mundo quedaba satisfecho. No sistemas de salud o de educación eficaces; no obras y políticas que impulsaran el desarrollo y convirtieran a Venezuela en un país del Primer Mundo, no: meros subsidios, limosnas, escuelas ruinosas y hospitales descuidados, botes de leche y clientelas de todo pelaje a través de los partidos. Con eso la gente se conformaba porque antes del petróleo no se habría podido aspirar a otra cosa, y porque lo que robaban los corruptos tampoco salía del trabajo de los ciudadanos, sino de ese maná subterráneo que no era mérito de nadie. A fin de cuentas, siendo a costa de una carambola del mercado internacional, el derecho que invocaban los pobres para recibir bienes y servicios del Estado era el mismo que se atribuían los políticos para volverse millonarios: el derecho a recibir regalos.

Hoy en día, a los venezolanos les ha estallado ante los ojos la pompa irisada de su orgullo nacional. No obstante, lo siguen invocando en el exilio porque piensan que es un activo fundamental para conservar la esperanza de levantar al país. La delicuescente oposición venezolana fomenta esa creencia y reduce el problema a la necesidad de que el poder cambie de mano. Como sus líderes no pueden derrocar al chavismo, la gente se aferra a que algún otro actor sea capaz de conseguirlo: los militares, Trump. Pero, en veinte años de auténtico colapso, en los que ha quedado al desnudo la condición de Venezuela no sólo como Estado, sino como sociedad fallida, no ha surgido en el país una corriente de opinión que promueva un completo replanteamiento del proyecto nacional. Nadie ha querido desengañar a los venezolanos de esa ilusión generalizada de que mañana o pasado caerá Maduro y en la patria de Bolívar saldrá de nuevo el sol de la felicidad y la despreocupación. Por el contrario, mientras más afanes pasa el país y mientras más sufre la gente, más cunde la confianza en esa providencia vernácula o multilateral que vendrá a consolarnos a todos.

Nadie ha dicho a los venezolanos que resucitar al país no sólo dependerá de sacar a Maduro y a los chavistas, lo cual, ciertamente, no es empresa menor. Pero Maduro y el chavismo no son fenómenos alienígenas que un día aterrizaron sobre Venezuela, sino una materialización del inmenso problema que representa la omnímoda concentración de la riqueza en manos del Estado. Porque esa concentración ha promovido la corrupción, y la corrupción a su vez ha descompuesto a la sociedad en todos sus estamentos, sumiéndola en una verdadera barbarie. Será imposible abordar la recuperación de Venezuela si no se ataca el mal en todas sus dimensiones, y para ello es necesario decir a la gente que el esfuerzo va a costar sangre, sudor y lágrimas –por más que hoy todos los venezolanos piensen que ya han sufrido suficiente.

El esfuerzo significa salir del ridículo ensueño de una bonanza inmerecida y volátil (aunque allá se tenga también muy a gala el haber liderado la creación de la OPEP para coger por el mango la cuestión de los precios del crudo). Es necesario poner al país ante el espejo de un subdesarrollo dramático, que hay que decidirse a superar, y es evidente que para todo ello será fundamental la conducción del Estado; pero no de ese Estado que hasta ahora ha devorado a la nación. Cuando la realidad ha mostrado su cara más brutal y descarnada, Venezuela no puede seguir viendo la vida como si fuera uno de sus célebres culebrones, pensando que llegará el happy ending cuando la malvada del cuento se caiga por un precipicio. Sin el pesimismo improductivo de los regeneracionistas españoles, hay que parafrasearlos para reconocer que conviene encerrar con siete llaves el brillo falso, barbárico y cutre de la corona de Miss Venezuela.

Así como todo un pueblo vivió irresponsablemente a costa de una bonanza regalada, hoy todo un pueblo paga las consecuencias de aquello, pero es muy difícil concretar qué cuota de culpa corresponde a cada uno. Cada venezolano que emigra lo hace con su circunstancia a cuestas, y, como son muchos, la historia de cada uno lejos de su patria será también muy diversa. Unos se integrarán bien en los países de destino; otros no. Alguno tendrá éxito y se ganará el respeto de la sociedad que lo acoge; y algún otro matará y delinquirá y su presencia será vista como una plaga. Pero en todo caso la emigración forzada es un fracaso que, por colectivo, nos afecta también como individuos: es la evidencia de que nos hemos quedado sin país. Supongo que está muy bien que nos acojamos a la idea y a la expectativa de que todo ello nos haga crecer, como dicen los expertos en coaching; que nos enseñe el valor del esfuerzo y del trabajo para poder sembrarlo, el día que volvamos a la tierra, como una semilla exótica. Puesto que, en efecto, detrás de la vida y de la historia no hay un guionista de culebrones, no sé si ello valdrá de algo. Tampoco sé si con el reconocimiento de nuestra debacle y de sus causas los venezolanos podremos ganar algo a estas alturas; pero lo cierto es que sin él no se podrá hacer nada, o al menos nada eficaz.

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