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Jesús Laínz

El referente del 'nuevo' PP

Que Aznar ahora ejerza de padrino del 'nuevo' PP de Pablo Casado es muy mala señal para España.

–Bueno, una vez acordado que quitas a Vidal-Quadras de mi vista…
–Eso está hecho, Jordi.

–… sólo queda una última cosilla, José Mari: cuando regreso en coche de Madrid a Barcelona, no sabes la rabia que me da ver que los que controlan las carreteras catalanas son guardias civiles. Me impiden sentirme en casa.
–No te preocupes, Jordi, que eso tiene fácil solución. A partir de ahora el tráfico se lo transferimos a los Mossos, y de paso damos un buen recorte a las competencias tanto de la Guardia Civil como de la Policía Nacional en Cataluña.

Y así de sencillo, incrédulo lector, fue el motivo por el que aquello sucedió. Las personas cercanas a Aznar en aquellos días saben que la anécdota es cierta.

Poco después sería el mismo Aznar el que levantaría el teléfono para presionar in extremis al Defensor del Pueblo, Fernando Álvarez de Miranda, para que no interpusiera ante el Tribunal Constitucional el recurso, ya redactado, contra la Ley de Política Lingüística, escalón esencial en el proceso de ahogamiento totalitario de los catalanes.

También acordó Aznar la cesión de jugosas porciones impositivas (33% de la recaudación del IRPF, 35% del IVA y 40% de los impuestos especiales) y de mil competencias en Justicia, Educación (sin que jamás moviera un músculo para impedir el adoctrinamiento infantil), Sanidad, Empleo, Televisión (sin que jamás moviera un músculo para evitar su utilización partidista), Puertos, Medio Ambiente, etc. Otra medida de hondas consecuencias fue la supresión de los gobernadores civiles y del servicio militar, símbolos de articulación nacional que a Pujol debían de parecerle singularmente irritantes.

Tan satisfactorio resultó todo esto para el Honorable, que declaró en octubre de aquel mismo año 1996 que el pacto con Aznar era "mejor que el alcanzado con Felipe González". Pero no fue el único agradecido, ya que su colega peneuvista Xabier Arzalluz manifestó: "He conseguido más en catorce días con Aznar que en trece años con Felipe González". Incluso llegó más allá en sus negociaciones, ya que abrió conversaciones con el –como él le llamó– "Movimiento Vasco de Liberación" para pactar con los terroristas, interlocutores elegidos democráticamente por el pueblo, un proceso de paz.

Las consecuencias del pacto Aznar-Pujol traspasaron las fronteras catalanas, puesto que, a través de Eduardo Zaplana, se negoció discretamente la creación de la Academia Valenciana de la Lengua según criterios pancatalanistas, para disgusto de millones de valencianos. Como explicaría posteriomente Xavier Trías, consejero de Presidencia del Gobierno Pujol, dicha academia debía crearse "de acuerdo con el Institut d'Estudis Catalans, ya que si tenemos una misma lengua lo lógico es buscar procedimientos para aproximar posiciones".

Cambiando de tercio, Aznar prometió reiteradamente despolitizar el Consejo General del Poder Judicial, lo que nunca hizo. Y durante su presidencia algunos cargos de su partido, mientras sus compañeros en el País Vasco caían asesinados, se dedicaron a tejer las redes de corrupción que acabarían haciendo rodar la cabeza de Rajoy años después.

Abrió la espita a la inmigración ilegal masiva con la inestimable colaboración de un ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, que confesó sin rubor que lo que él no iba a hacer era dedicarse a expulsar inmigrantes ilegales, lo que es lo mismo que decir que no iba a hacer cumplir la ley.

Su política exterior de principiante le llevó a apoyar a los Estados Unidos en una guerra de Irak cuyo casus belli fueron unas armas de destrucción masiva inexistentes a pesar de su solemne promesa de que existían: "Puede estar usted seguro y pueden estar seguras todas las personas que nos ven. Les estoy diciendo la verdad. El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva", declaró en 2003. "Ahora sé que no había armas de destrucción masiva. Tengo el problema de no haber sido tan listo de saberlo antes", declaró en 2007.

Finalmente, el 20 de noviembre de 2002, en el momento exacto en que el Prestige se hundía frente a las costas coruñesas, todos los grupos del Parlamento, con mayoría absoluta del PP, emitieron una condena conjunta al golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Con esto se traicionaba el pacto constitucional de 1978 y se ocultaba que en la condena a "utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas" también encajaban los golpes de Estado previos del PSOE, en octubre de 1934 y febrero de 1936, golpes que habían provocado el caos criminal que desembocó en una guerra civil de cuya íntegra culpa se acusaba ahora a eso que se llama "derecha". Y aquella declaración fue el punto de anclaje que sirvió a su sucesor Zetapé para promulgar la infame Ley de Memoria Histórica, con todos sus odiosos efectos.

Sí, seamos objetivos: es cierto que Aznar no se equivocó en todo. Es cierto que arrinconó a ETA y que acabó con el terrorismo callejero y que algún acierto tuvo en materia económica. Y también es cierto que, aparte del legado del nefasto González, las dos plagas bíblicas que le sucedieron, un Zetapé de insondable maldad y un Rajoy de sobrehumana incapacidad –designado mayestáticamente por él, por cierto–, casi podrían hacernos olvidar sus ocho años de gestión.

Pero el olvido sería injusto, pues todos ellos han sido corresponsables de la grave situación en la que encuentra la España de hoy. Y Aznar –el presidente del partido cuyos aguerridos votantes quedaron roncos de corear bajo la ventana de la calle Génova: "¡Pujol, enano, habla castellano!"– no fue el menor de ellos. Por eso, el que ahora ejerza de padrino del nuevo PP de Pablo Casado es muy mala señal para España, ya que, lamentablemente, muchos millones de españoles, por desmemoria o desorientación, volverán a dejarse engañar. Otra vez. Y no será la última.

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