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Marcel Gascón Barberá

Greta Thunberg hasta en el KFC

El integrismo del clima está llamado a ser el totalitarismo más poderoso de nuestro tiempo.

Greta Thunberg | Cordon Press

No sé qué es la felicidad, pero si existe debe de ser algo parecido a lo que sentí la otra noche al ponerme a cenar en un KFC. Había tenido un día magnífico de trabajo y acababa de dar un paseo por la ciudad. Hacía calor y el local tenía una terraza muy fresca que daba a los callejones sin tráfico de detrás del bulevar. En la cola, familias y grupos de amigos jóvenes debatían el pedido con esa alegría simple que propicia el fast food. "¿Qué somos, de Chile?", se quejaba un chaval gitano de la afición de sus amigos al picante.

Yo pedí un menú de tiras de pollo con Coca-Cola y patatas fritas grandes, y me senté a comérmelo en una de las mesas de la terraza. Tenía hambre, corría el aire y adolescentes despreocupados entraban y salían cargados con sus bolsas de comida.

Nada podía arruinar la opípara cena que me esperaba, o eso pensaba hasta que quise empezar a beber con la pajita de mi Coca-Cola de máquina, que es como más buena está la Coca-Cola de máquina. En vez de ser de plástico como las de toda la vida, la pajita era de cartón, de esas supuestamente ecológicas que se deshacen al poco tiempo de meterlas en el líquido y dejan la Coca-Cola llena de pelusa de papel mojado.

Resignado a beberme la Coca-Cola de máquina sin pajita, empecé a pensar en Greta Thunberg -¿no tiene esa niña padres?- y la peligrosa religión que la ha adoptado de mascota. ¿No se hace de los árboles el cartón de estas nuevas pajitas que nos imponen? ¿Tan malo se ha vuelto el plástico que ya no nos importan los bosques?

Mientras bebía de mi Coca-Cola sin pajita, pensaba en toda esta patraña climática, y en cómo nos engañan una vez más quienes se están haciendo ricos salvándonos.

A diferencia de Pedro Sánchez, que lleva años investigando, yo sé de climatología lo mismo que de historia del sumo. Cualquiera me venga con un discurso científico puede convencerme de una cosa y de la contraria.

Más difícil es que me engañen quienes se han montado una industria, un parteneriado público-privado a costa del sufrido contribuyente, en torno a lo que conocíamos como cambio climático y ahora llaman emergencia climática para asustar más al personal y que nadie se atreva a cuestionarles.

Como todas las estafas políticas, la de los fundamentalistas climáticos se perpetra en nombre de un bien superior y universal que además es inaplazable.

Dame más dinero, más partidas de los presupuesto porque esto se va al garete y todo esfuerzo es insuficiente para evitar la catástrofe, como explicó tan bien en Libertad Digital Santiago Navajas la semana pasada.

Otro detalle habitual en este tipo de operaciones es que el embaucador nunca se aplica los sacrificios que les pide a otros. Yo no me puedo beber mi Coca-Cola del KFC con una pajita de plástico y usted deberá jubilar pronto a su coche de gasoil, pero Greta y los políticos que la utilizan queman queroseno a lo bestia para pasearse con su buena voluntad por el mundo y ni se le ocurra quejarse, porque lo hacen por su bien y le acabarán llamando fascista.

Quizá por encima del neofeminismo, y de un identitarismo racial que no acaba de calar en sociedades aún muy homogéneas como la nuestra, el integrismo del clima está llamado a ser el totalitarismo más poderoso de nuestro tiempo.

A diferencia de estos otros -ismos que hacen bandera de una reivindicación minoritaria y son por definición segregadores, el de la emergencia climática dice perseguir no ya el bien, sino la supervivencia de la humanidad entera. Al posicionarse como una causa necesaria, que no tiene otra alternativa que la destrucción de cualquier forma de vida en el planeta, obliga al consenso y hasta al entusiasmo por su agenda desesperada.

Ningún esfuerzo o sacrificio es exagerado, nos dicen sus sumos sacerdotes, para afrontar con garantías una batalla titánica a vida o muerte que bien podríamos acabar perdiendo de todas formas.

¿Cómo en una situación así se puede oponer nadie a renunciar a pequeñas comodidades personales sin quedar como un mezquino desalmado, o como un inconsciente peligroso, en el mejor de los casos?

Al apuntalar este argumento, ya de por sí poderoso, contribuye la utilización de niños en las campañas, un viejo recurso totalitario que parecía condenado a desaparecer en la era sobreprotectora de los píxeles pero ha sido indultado para hacer frente a esta urgencia de urgencias que está empezando a justificarlo todo.

Porque la emergencia climática actúa como un estado de excepción permanente que ha empezado a suspender cualquier garantía, algunas tan básicas como la seguridad jurídica de los comerciantes del centro de Madrid o la de los vendedores y propietarios de vehículos diésel.

Al contrario que las guerras y las rebeliones, a diferencia de las inundaciones y los deslaves, el estado de emergencia climática no tiene limitación en el tiempo. Como decía Santiago Navajas, "su horizonte siempre es a diez años vista" como mínimo, y es además "renovable". Permanentemente renovable.

Como todos los crímenes morales, el de lesa conciencia climática no tiene víctima ni efectos comprobables directos, y el censor tiene manga ancha para actuar contra el quien quiera y casi por lo que quiera. Y para darle un buen negocio al amigo que quiera –las empresas de renovables y los fabricantes de pajitas de cartón, pero también todos esos cuñados enchufados en los chiringuitos del clima–.

Hay innumerables formas de hacerle daño al planeta, y es inútil pedir pruebas del delito del que a uno le acusan porque le dirán que solo se verán dentro de diez, cincuenta o doscientos años. Cuando usted lleve media vida esquilmado a tasas verdes y sea demasiado tarde para probar que era inocente.

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