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Mikel Buesa

Textos a gogó

Más le valdría a Celaá recordar que perorar no es gobernar: hay que mojarse, tomar decisiones y ejercer las competencias que tiene el Estado.

La ministra de Educación en funciones, Isabel Celaá | EFE

Ya se ve que el mercado de los libros escolares ya no es lo que era y que el negocio editorial se resiente. Antes –o sea, cuando lo de la ley de Villar Palasí y la EGB– bastaba con tener un buen contacto en el Ministerio de Educación y estaba todo hecho, con los suculentos beneficios que se derivaban de un mercado homogéneo, de una natalidad en auge y un sistema educativo en expansión. Que había corruptelas, pues seguramente sí, según dicen los avezados del sector cuando se refieren a esos que empezaron con una editorial modesta y acabaron teniendo un grupo de comunicación multimedia. Pero todo iba como la seda, gobernara Franco, Suárez, Calvo Sotelo o González. No es como lo que vino después, cuando lo de la Logse, con su ESO, y la descentralización. De lo primero hay que culpar al PSOE, cuando gobernaba Felipe González, y de lo segundo al PP, cuando José María Aznar se convirtió en el adalid del autonomismo y repartió las competencias educativas por todas partes. Entonces llegó, poco a poco, la descojonación, como diría Luis Ciges en su papel de Segundo, el criado de los Marqueses de Leguineche, con la fragmentación del mercado en diecisiete taifas –algunas tan pequeñas que echan por el suelo las economías de escala– y la proliferación de competidores –que constriñen las ganancias–.

Y en esas estamos, según ha denunciado la semana pasada la Federación de Gremios de Editores de España. Su director, Antonio María Ávila, ha denunciado las "presiones" que reciben los editores para que sus libros se ciñan a los principios ideológicos de los gobernantes de turno. Al parecer, ya no se habla en los despachos de las Consejerías de Educación del negocio editorial y su reparto. Y lo que prima es un quítame a los Reyes Católicos –que quedan como muy viejunos– y ponme al Piloso –no se sabe si a Wifredo o a Puigdemont– o un adáptame el motor de explosión a la idiosincrasia manchega, cuando no se practica la censura pura y dura para depurar a algún desafecto. Claro que eso lo que hace es aumentar los costes y reducir el margen. O sea, que el negocio se achique, lo que resulta irritante para los editores. No es que vayan a quebrar, pero sí a ver ajustadas sus rentas y menguada su influencia social. Además, ahora, con la moda de que los libros los paguen los Gobiernos autonómicos y no los padres, el rápel se agranda. Los números cantan, porque para vender unos 44 millones de ejemplares –o sea, entre cinco y seis libros por alumno– ha habido que editar más de 33.000 títulos diferentes, lo que da una tirada media de poco más de 1.300 ejemplares de cada manual. Una ruina, en resumen.

Un portavoz de la Celaá dijo que el Ministerio de Educación "no tiene constancia" de las presiones autonómicas y "desconoce el alcance que puedan tener". Ya se ve que la señora ministra no se entera de nada.

Claro que los editores alguna razón tienen cuando se quejan apelando a la libertad de cátedra y al escaso rigor –y menores conocimientos– que exhiben los consejeros y directores generales implicados. Porque lo de la "Corona Catalanoaragonesa", por ejemplo, no tiene un pase; y lo de quitar los ríos de la geografía, como pretenden los canarios, o lo de poner el tambor rociero en el frontispicio de los manuales de música, como quieren los andaluces, tampoco. Todo esto ya lo dijo, en apretado resumen, el presidente de los editores de libros de texto en el Congreso hace un par de años sin que le hicieran ningún caso. Y en eso siguen los políticos. Un portavoz de la Celaá le dijo al periódico El Mundo que no hay nada de nada, que el Ministerio de Educación "no tiene constancia" de las presiones autonómicas y "desconoce el alcance que puedan tener". Ya se ve que la señora ministra no se entera de nada, aunque al día siguiente de que se publicara lo de su vocero encontró una oportunidad para hacerse la interesada y proclamó que la culpa es del PP porque, según señaló en Moncloa, "esto no es más que una consecuencia, una derivada indeseable, de la Lomce". Claro que encontró la horma de su zapato en la réplica que le hizo el último ministro de Educación verdadero que tuvo el partido de Pablo Casado, o sea, José Ignacio Wert –al que le sucedió, Méndez de Vigo, ni lo cuento porque renunció a ejercer el cargo durante el año y pico que le duró el nombramiento–.

Dijo Wert: "Ni la Lomce, ni la LOE, ni la Logse ni cualquier otra ley autorizan a nadie a presionar sobre las editoriales, una actuación que va contra la libertad de cátedra y el sentido común". ¡Bien dicho! Está claro que a doña Isabel le falta mando en plaza y le sobra acoquine ante la horda nacionalista, aunque supla sus defectos con la demagogia. Más le valdría recordar que perorar no es gobernar, porque, para esto, hay que mojarse, tomar decisiones y ejercer las competencias que tiene el Estado. Con eso bastaría para solucionar tanto disparate.

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