La lógica platónica impone una paradoja esencial, fundacional: cuanto más evidente resulta algo, mayor es su dosis de oscuridad, confusión y engaño; cuanto mayor es la carga de estímulos sensoriales, mayor es su eficacia en el plano de la convicción, más obtuso y terco el sesgo cognitivo, el prejuicio. O, de modo más conciso: la imagen miente siempre. Esa paradoja abre la vía para lo que denominamos filosofía, un modo agónico y siempre inacabado de intentar librarse de las telas de araña seductoras de las apariencias. El ser humano se teje con el material de las creencias cerradas y los prejuicios atomizados, que la imaginación y los modelos simbólicos forjan de modo implacable. Así, diseñar las apariencias, dominar la imagen es dominar las creencias, los afectos, la servidumbre satisfecha. Tal paradoja, en el caso del cinematógrafo, se dispara hasta el paroxismo. Ahí, el hallazgo del documental presenta un dilema acaso irresoluble. ¿Puede ofrecer verdad una serie de imágenes?