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Amando de Miguel

La oligarquía progresista

El totalitarismo lingüístico no es nada si lo comparamos con las otras pretensiones de los 'progresistas' para imponernos su forma de ver la vida.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias firman su preacuerdo de gobierno | Jesús Hellín (Europa Press)

Es una oligarquía en toda regla porque son pocos, mandan mucho y nos imponen con gran eficacia sus intereses o sus caprichos. Sin ir más lejos, han logrado asaltar la Gramática y nos obligan a aceptar ese engendro léxico que es el femenino genérico, que han inventado las huestes feministas. Así, tenemos que decir "Unidas Podemos", que incluye, es de suponer, ambos sexos. Perdón, ya no se puede decir "sexo" en el sentido clasificatorio; en su lugar se impone "género", otro atropello gramatical. Aún es más aberrante dictar que miembra sustituye a miembro. Más corriente y degradante es el sonsonete de "todos y todas", "trabajadores y trabajadoras", etcétera. Bien es verdad que no he oído (ahora se dice "escuchado") que las feministas digan "parados y paradas" o "corruptos y corruptas".

El totalitarismo lingüístico no es nada si lo comparamos con las otras pretensiones de los sedicentes "progresistas" para imponernos su forma de ver la vida. Para empezar, esa misma autocalificación de "progresistas" esconde una cierta mala conciencia, al agrupar los componentes de la amalgama: retrógrados comunistas, señoritos socialistas, insolidarios separatistas, grotescos feministas, estrafalarios ecologistas. Entre ellos, muchos se desprecian, pero todos juntos han visto ahora la ocasión de formar Gobierno, un Gobierno sedicentemente progresista. El famoso abrazo de Iglesias a Sánchez fue más bien una expresión latente de asfixia o estrangulamiento. Con la etiqueta conjunta de progresistas, disimulan la carga negativa que puedan tener las denominaciones originarias. Podrían haber elegido la categoría de izquierdistas, pero da rubor pensar que uno de sus cofrades, el PNV, pueda ser considerado de izquierdas.

El progresismo militante debería reconocer muchas formas de solidaridad, como la que califica a los misioneros católicos en los países pobres o a los colaboradores de Cáritas en España. Antes bien, los progresistas se distinguen por un resentido desprecio respecto al catolicismo.

La contradicción más lacerante es la de los progresistas que dicen mirar por los intereses de los trabajadores, los parados o los jubilados. En la realidad, se cuidan de defender los privilegios de los que mandan. El principal es el de atornillarse en las poltronas del poder.

La contradicción más lacerante es la de los progresistas que dicen mirar por los intereses de los trabajadores, los parados o los jubilados. En la realidad, se cuidan de defender los privilegios de los que mandan.

Los progresistas manifiestan un disimulado desdén por las cotas de progreso que benefician a la población y que no son consecuencia directa de las decisiones políticas que ellos toman.

Quizá como consecuencia de su aparente internacionalismo (que ahora se dice "globalismo"), los progresistas se distinguen por el rechazo que les produce todo lo referente a la nación española. De ahí la acogida que dispensan a todos los fenómenos separatistas, aunque solo sea en la forma de un regionalismo más o menos folclórico o interesado.

El progresismo ambiciona el poder que significa el Gobierno de España, aunque a veces se contenta con la influencia en la escala regional o en el domino cultural o de los medios de comunicación.

El progresismo, normalmente asociado a la izquierda, es tan absorbente que ha logrado contagiar al PP y a otras fuerzas moderadas de muchos contenidos ideológicos. La única excepción es Vox, que por eso recibe el desdén, cuando no los dardos envenenados, de los progresistas todos.

Se podría plantear el futurible de la posible consecuencia de una hegemonía progresista sobre España. Cavilo que podría situarse entre el destino que desmanteló a Yugoslavia o el que acabó con la prosperidad de Argentina. Vaya modelitos.

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