Una constante en la filosofía clásica y, especialmente, en el estoicismo latino es cierta advertencia, de algún modo inhumana e inaudible, arrojada al rostro del lector: memento mori. Un mandato vital:
El sentencioso lema asume dos elementos imbricados en su antagonismo radical, forzados dialécticamente a fundirse en un duro imperativo de lucidez: recordar lo imposible de recordar, recordar la propia muerte, la propia insignificancia, el vacío en que consiste el ego, implícito en la fórmula, oculto porque lo que impide reconocer la mortalidad propia es su pesada sombra, sombra de sombras, su velo especular, su impronta ilusoria y por eso irresistible:
Pero la muerte es cotidiana (Séneca: cotidie morimur) e invisible ante el trasiego furioso, agónico de los días, ante su transcurso cíclico, que segrega una ilusión mecánica de eternidad. Sólo en momentos de máxima serenidad y distanciamiento intelectual con respecto al ego, o en encrucijadas extremas como la actual, el rostro de la mortalidad asoma entre las rendijas de la sucia película que el tedio de los días y el olvido pone delante de la mirada. En una situación tan excepcional como la de una pandemia masiva, la condición humana queda al descubierto. Aflora de golpe su fragilidad íntima, su indigencia constitutiva, siempre a la intemperie y casi siempre ignorante de su debilidad, de espaldas a su fatalidad, feliz, presa de una ilusión letárgica, de un sueño del cual su fondo más primitivo le impide despertar del todo: